El capitalismo ya no produce valor real, sino que extrae rentas financieras del trabajo y la deuda (El Tábano Economista)
En 1762, Jean-Jacques Rousseau publicó “El contrato social”, un tratado que conceptualizaba el pacto implícito entre ciudadanos y Estado como un equilibrio dinámico de derechos y deberes. Este contrato no era estático, sino que evolucionaba con las correlaciones de poder de cada época.
El contrato social surge en Europa y se extiende por buena parte del planeta después de la II Guerra Mundial. Básicamente afirmaba lo siguiente: quien cumple las correlaciones de poder , progresa, logra la estabilidad y la tranquilidad en su vida. “Unos, los más favorecidos, se quedarían con la parte más grande de la tarta, pero a cambio los otros, la mayoría, tendrían trabajo asegurado, cobrarían salarios crecientes, estarían protegidos frente a la adversidad y la debilidad, e irían poco a poco hacia arriba en la escala social”.
Hoy ese pacto ha sido reemplazado por lo que el sociólogo Robert Merton llamó “el efecto Mateo”: «Al que más tiene, más se le dará; al que menos tiene, hasta lo poco que tiene se le quitará». Esta lógica define el capitalismo financiarizado del siglo XXI, un sistema que ha olvidado las lecciones de las crisis de 1914–1945 (dos guerras mundiales y la Gran Depresión) y que amenaza con replicar su colapso.
El capitalismo no nació financiero. En sus orígenes, se organizó alrededor de fábricas, salarios y mercancías tangibles. Sin embargo, como demostró Giovanni Arrighi en “El largo siglo XX”, el sistema atraviesa ciclos donde el capital productivo —agotado por la caída de rentabilidad— se transforma en capital financiero, marcando el inicio de su decadencia.
La Venecia de los siglos XV–XVI dominó el comercio mediterráneo hasta que, superada por Portugal y España, sus mercaderes se convirtieron en banqueros de las coronas europeas. Esta idea podría replicarse para Holanda (siglo XVII),Reino Unido (siglo XIX–XX) y EE.UU. (siglo XX–XXI) con el mismo ciclo: hegemonía post-1945, industria y dólar como moneda global. Decadencia con la competencia de China, desindustrialización y financiarización desde los años 1980. El capital se concentra en Wall Street (derivados, fondos indexados, deuda pública) donde el sector financiero supera al productivo.
Hoy, el sector financiero estadounidense representa el 20% del PIB, superando a la manufactura (11%). El dinero ya no se hace produciendo bienes, sino mediante derivados, fondos indexados y deuda.
Como explica Sanford M. Jacoby en El trabajo en la era de las finanzas, la financiarización ha redefinido las relaciones laborales. El poder ya no reside en los sindicatos ni en los Estados, sino en gestores de activos como BlackRock, Vanguard y State Street (las Big Three), que controlan:
– U$S 26 billones en activos (equivalente al PIB de EE.UU. y China juntos).
– El 88% de las empresas del S&P 500.
Estos fondos operan bajo una lógica perversa: administran los ahorros de maestros, enfermeras y obreros, pero los invierten en empresas que precarizan el trabajo, debilitan sindicatos y externalizan empleos.
El auge de las empresas de gestión de activos cambia el funcionamiento del capitalismo en general. De hecho, este es quizás el aspecto específico en el que el concepto de «capitalismo de la gestión de activos» es más pertinente.
Los fondos de pensiones —creados para garantizar la seguridad económica en la vejez— se han convertido en instrumentos que socavan a los propios trabajadores:
1. Inversiones antisindicales: apoyan empresas como Amazon o Walmart, conocidas por su hostilidad hacia la organización laboral.
2. Privatizaciones de servicios públicos: utilizan el ahorro colectivo para financiar la mercantilización de agua, transporte o educación.
3. Cortoplacismo financiero: exigen maximizar ganancias trimestrales, aunque eso implique recortar salarios o deslocalizar plantas.
El resultado es un círculo vicioso, los trabajadores ahorran para su jubilación, pero sus ahorros financian prácticas que erosionan sus derechos y, por tanto, su capacidad futura de ahorro. Inversión en empresas que socavan los derechos laborales, en empresas conocidas por sus prácticas antisindicales agresivas, la explotación del trabajo precario o la subcontratación de empleos a regiones con salarios más bajos.
Los fondos de pensiones invierten en privatizaciones como sistemas de agua, infraestructura de transporte o incluso educación pública. Cuando sus fondos de jubilación se utilizan para privatizar estos servicios, pueden provocar la pérdida de empleos, una menor calidad del servicio, un aumento de los costes para los ciudadanos.
Esta dinámica no es sostenible. Como advirtió Arrighi, la financiarización es síntoma de decadencia, no de vitalidad. Los ejemplos históricos —desde Venecia hasta el Imperio estadounidense— muestran que cuando el capital abandona la producción real, el sistema se vuelve frágil.
El contrato social no intuía estos cambios, se basaba en una premisa simple: el crecimiento económico debía beneficiar a todos. Sin embargo, desde los años 1980, la financiarización ha concentrado la riqueza de modo sin precedentes:
– El 1% más rico posee 45% de la riqueza global (Credit Suisse, 2023).
– Los salarios reales en Occidente se han estancado desde 1980, mientras los beneficios corporativos baten récords.
En conclusión, la situación en la que el «capital de los trabajadores» financia actividades que perjudican activamente los intereses de los trabajadores constituye una profunda contradicción en las finanzas modernas. Pone de relieve la tensión entre un enfoque limitado en la rentabilidad financiera y las responsabilidades sociales y éticas más amplias inherentes a la gestión del patrimonio colectivo. Abordar esta cuestión requiere un esfuerzo concertado para redefinir el deber fiduciario, mejorar la transparencia y empoderar la voz de los trabajadores en el ecosistema de inversión.
La pregunta final es ¿debemos seguir permitiendo que el ahorro obrero financie su propia precarización o reconstruir un pacto donde el capital sirva al trabajo, y no al revés?