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El crimen económico

Fuentes: Rebelión

Todos los sistemas se caracterizan, sobre todo, por el hecho de que evolucionan, de que no son en absoluto estables, fijos, ni inmutables. Y esto es así, porque participan de sistemas mayores, ecosistemas, sociedades, galaxias, el Universo, que en sí ya es un sistema altamente dinámico, lleno de tensiones que permiten que la materia sea […]

Todos los sistemas se caracterizan, sobre todo, por el hecho de que evolucionan, de que no son en absoluto estables, fijos, ni inmutables. Y esto es así, porque participan de sistemas mayores, ecosistemas, sociedades, galaxias, el Universo, que en sí ya es un sistema altamente dinámico, lleno de tensiones que permiten que la materia sea el sustrato fértil de la vida.

Un bonito ejemplo de fertilidad explosiva y tensiones constantes son los arrecifes de coral. Allí donde la vida es más bella y abundante, también se vive en constante lucha por el espacio, por crecer y multiplicarse. En un mágico mundo de colores y formas inigualables e hipnóticas se devoran unos seres a otros día y noche.

Parece una ley insoslayable a la que también nosotros estamos sujetos en nuestras sociedades, que, cuanto más dinámicas y prósperas, más crueles se muestran con todos aquellos menos capaces de defender su territorio, su derecho aparente e incuestionable a la vida, una vida digna y relativamente fácil, gracias a una supuesta cohesión social de la que se habla alegremente en política, en fin, gracias a cierta y supuesta dosis de ayuda mutua. Nada más lejos de la realidad. Lo cierto es que todos los grupos dentro de nuestras sociedades están en permanente pugna por sus derechos, tratando de regular todo aquello con un marco legislativo que preserve nuestra integridad física y moral.

Y dicha pugna se basa en la licencia que otorga el concepto de la supervivencia de los más aptos que la ciencia ha dejado como despiadado legado a la colectividad que se adentra en un incierto siglo 21, incierto en cuanto a la protección de sus derechos y del mantenimiento de su status, duramente forjado en la segunda mitad del siglo anterior.

Nuestras sociedades están formadas ahora más que nunca por grupos de interés que se presionan recíprocamente y sobre todo presionan a los administradores del sistema, el Gobierno, quien, sin poderlo evitar, se convierte en el peor de los grupos de interés, al estar vinculada su gestión a la pervivencia de los integrantes del ejecutivo que desarrollan un apego a sus funciones y status difícil de disimular. El Gobierno vive así constantemente sometido al criterio de quienes puedan asegurar su propia longevidad y para disimular que sus acciones sólo benefician a ciertos grupos capaces de manipularlo se ha inventado la propaganda política y todo un lenguaje cuidadosamente enrevesado para garantizar que las evidencias no sean evidentes. Tienen que hacerlo muy mal y generalmente eso no se trasluce -gracias al manejo de los conceptos de las teorías de la comunicación- para que los votantes cambien masivamente su intención de voto. Debido al enconado conflicto sin solución entre bandos políticos, los que apoyan a unos y a otros viven estancados en sus ideas sobre quién es el bueno y quien el malo, habiendo llegado hoy en día en la mayoría de los países occidentales a una situación de empate en la que sólo hay que luchar por unos pocos miles de votos indecisos, mover muy poca masa electoral, lo que facilita enormemente el trabajo de los propagandistas que sólo deben localizar geográficamente a esos pequeños grupos y tratar de inclinarlos a su favor. Una vez logrado eso, el bando que va a gobernar tiene cuatro años para someterse tranquilamente a los caprichos de los grupos de presión que le han apoyado. El que vea en la democracia otro juego diferente vive cegado por sus ideas en desuso sobre el funcionamiento de su sociedad. Pero vayamos al caso de España, donde mucha gente, la mayoría, aun cree que existe alguna diferencia fundamental entre un gobierno de denominación conservadora o socialista. ¡Viejas ilusiones!

España vive inmersa en un proceso relativamente reciente y frágil (basado erróneamente, en un porcentaje elevado, en inversiones en inmovilizados, así como la típica y aparentemente imprescindible especulación bursátil) llamado crecimiento de una economía moderna de mercado, un crecimiento que hoy, agosto de 2006, sigue arrojando resultados por encima de la media europea, un 3.6%. ¡Qué alegría! Sabemos, al menos, que las fuerzas económicas dominantes en el país no se han inmutado por la presencia de una administración de izquierdas, que supuestamente debe favorecer a los grupos sociales más humildes, en detrimento, se supone (estamos en un juego de suma cero) de los grupos pudientes, que deberían recortar sus beneficios en pro de la ayuda social y sanitaria, elevación clara de la tasa de empleo, aumento de salarios, etc.. Nada de eso ocurre en mayor medida que con otro tipo de gobierno. ¿Por qué? Porque la economía que domina, la que va bien, la verdadera fuerza económica, amparada por las reglas universales de la economía neoliberal presente en todo el mundo, la mal llamada economía de mercado – ¿pero qué mercado?- sigue su curso, sabedora de que no la pueden tocar, y en esa consciencia de quien está por encima del bien y del mal, en busca del legítimo y sagrado beneficio se procura a sí misma una existencia feliz, ocupando nichos en el ecosistema que le aseguren todos los beneficios que persigue. Sí, son esas empresas dinámicas, modernas, propagandísticas, cada vez más grandes y fusionadas en una orgía de complicidades, empresas aparentemente entregadas al bien de la sociedad y de sus empleados, las que ocupan los lugares firmando contratos de infraestructuras y servicios – qué bien suenan esas palabras, son como el diagnóstico tranquilizador de un médico de pueblo que receta un calmante para un tumor cerebral- atrayendo esos capitales extranjeros -sean blancos o blanqueados- tan necesarios para que una nación sea del club de los ricos, sólo que ese club tiene un aforo limitado. El pueblo no entra nunca a formar parte de ese círculo donde los indicadores oportunos señalan la buena marcha del sistema económico y por lo tanto social.

Y aquí es donde hay que denunciar un crimen, el último y silencioso crimen orquestado en una connivencia sin precedente histórico por el conjunto de los poderes económicos, políticos e intelectuales -sí, las universidades y escuelas superiores elitistas- cometido contra las poblaciones inundadas por bienes de consumo, ahogadas por deudas que van más allá en el tiempo que cualquier otra cosa que una persona pueda crear y sostener a lo largo de su vida, y presionados por un sistema confiscatorio de sus exiguos rendimientos dinerarios y expuestos a la pérdida de empleo, beneficio, status y dignidad en cualquier momento cuando los caprichos de las fuerzas que muy arriba manejan precios, tipos y disponibilidad de los bienes lo decidan así en su propio provecho.

Pero vayamos a la denuncia en concreto, con la certeza de que sea tildada de disparate por el Presente. Antes sólo remitirme a la comparación con los ecosistemas altamente dinámicos, de un crecimiento y abundancia de vida espectaculares, como los arrecifes de coral: entonces, ¿qué es el pueblo? la masa de polipos sometida a los bocados de peces, estrellas y la fuerza de los huracanes? ¿Acaso a la gente más humilde se la puede comparar con los tiburones que en la noche cazan en los recovecos del coral? Dirán los tiburones: bien, esto es así, cada uno ocupa el lugar que le corresponde, ¿no? ¡Alto! ¡No se dejen convencer, seducidos silenciosamente por el sueño improbable del lujo y bienestar fácil! ¿Cada uno ocupa el lugar que le corresponde? ¿En virtud de la ley ‘natural’, darwiniana, que beneficia al más fuerte? ¿Dónde está la cohesión social, dónde ha quedado la solidaridad? ¿Y la igualdad de oportunidades? Pisoteadas por el sacrosanto beneficio empresarial, pretexto de despidos masivos y empleo precario subsidiado (empleo MIDI, inferior a 800 euros, como lo llaman institucionalmente en Alemania, donde hay 2.5 millones de niños que viven en situación de pobreza, ¡oficial!).

Lo que ha ocurrido en Occidente, también en suelo español en los últimos decenios, con la llegada de las multinacionales y otras mafias aun más insidiosas, es que la alabada ‘economía de mercado’ sólo ha cerrado lentamente sus grilletes sobre todos los individuos deslumbrados por el consumo e inducidos al endeudamiento sin fin, abrazando una vida sin otro significado que no sea el ansia ahogada de rebelión. Los capitales invasores en España sólo han empujado los precios de bienes básicos como la vivienda hasta cumbres estratosféricas que asesinan el futuro de miles de familias incapaces de seguir el ritmo de la especulación financiera, ni de la publicidad acosadora, si no es a merced de los bancos, toda una vida y más (precisamente hoy se publica en prensa un estudio socio-económico en el que destaca que las parejas jóvenes de menos de 35 años invierten hasta el 52% de su salario en la vivienda, cuya superficie máxima ideal, para que no amenace su economía, sería de ¡63 metros cuadrados!).

Es un plan perfecto. Los ricos más ricos cada vez, más controladores, y los pobres cada vez más endeudados, férreamente controlados, culpabilizados, desmoralizados, furiosos por la frustración, pero hábilmente evadidos por el consumo que se retroalimenta en una espiral mortífera y sin marcha atrás. ¡Consumir para huir de la presión de las deudas! Adentrarse, en definitiva, en un terreno cada vez más desértico para la vida. Reducir al mínimo posible la capacidad de maniobra de los que sólo pueden ya dirigir sus esfuerzos al pago de su deuda personal. No hay nada más trágico ni denigrante en la vida de una persona. Sí, está la violación física, el asesinato directo, la tortura, la paliza y la humillación verbal. Alguno preferiría recibir una paliza a cambio de su hipoteca o que le amputasen un dedo. El dolor sería más breve, el sacrificio menos destructivo.

Éste es el crimen de las fuerzas económicas, supuestamente benefactoras de la nación. Es un crimen organizado desde los gobiernos, los altos funcionarios, los grandes ejecutivos, los banqueros y no por último los catedráticos que alimentan intelectualmente en su mayoría, cual lacayos sumisos a un sistema incuestionable, vencedor de todas las batallas históricas, pero que se está devorando a sí mismo, por medio del control total de la población sin poder económico ni organizativo para escapar de una prisión que es su propia vida, la que han aceptado llevados por la publicidad masiva, despiadada, creadora de ilusiones, de un futuro falso, roto, mortal.

Aquí denuncio, pues, con todas mis fuerzas y con la contradialéctica de la que soy capaz, que el pueblo ha sido asesinado, por medio del aniquilamiento de su economía. Un pueblo que aun sigue con una porción débil de Fe en sus administradores. ¡Tanto más grave! Y denuncio que no habrá medida macroeconómica capaz de frenar este proceso letal para el sistema y mucho menos de darle la vuelta para llegar a una distribución de la riqueza auténtica o al menos un notable desahogo de las familias afectadas.

Denuncio un egoísmo desorbitante del capital, de los inversores, grandes y pequeños, sí, denuncio y condeno su falta flagrante de solidaridad con las generaciones emancipantes y una indiferencia hiriente ante las consecuencias sociales a medio y largo plazo del afán especulativo de lucro inmediato que ha caracterizado buena parte del panorama económico pujante español de los últimos lustros. Sino vean el mercado nacional, el de bienes inmuebles, sin ir más lejos, y vean los precios y su evolución bajo los auspicios de un liberalismo chapucero, malogrado en profundidad por el interés de capitales improductivos, especulativos y ansiosos.

La avaricia irracional de unos pocos, en una sociedad crecientemente anónima e indiferente, donde la palabra comunidad ya no es más que un pobre eufemismo en los oídos de los poderosos, ha sentenciado el bienestar de una mayoría abducida, que ha estado expuesta a los flujos comunicadores de intereses minoritarios pero peligrosamente influyentes. La vida no se ha enriquecido tal y como se quiere hacer ver. Todo el conocimiento positivo acaba sometido a los intereses corporativos. La falta de recursos sigue siendo el mayor obstáculo para una formación intelectual plena. Los que gozan de información y conocimientos útiles para defender sus intereses se han ido situando cada vez más arriba, alejándose paso a paso de las masas estudiantiles que les seguían detrás. Ser licenciado hoy, que ya es un logro, te sitúa en el borde de un abismo donde la insignificancia de tu ser se hace infinita ante el salto que supone formar parte de la élite. Todo funciona dentro del club, de las amistades, del grupo que te haya aceptado. La lucha es feroz, la resignación de los que llegan ilusos de las canteras intelectuales es brutal en el despiadado terreno laboral. Las posibilidades de transformación casi nulas. Participar o morir. Pocos se atreven a gestar alternativas, ni digamos a proponer una ruptura con el sistema. Los tiempos de revolución pertenecen a los libros de Historia o a zonas geográficas donde, acostumbrados al peligro que nos aterra a todos, tienen mucho menos que perder, sobre todo menos ilusiones inducidas por la propaganda del consumo.

Los arrecifes de todo el Planeta se están muriendo a causa del calentamiento global. Pero lo que se muere sobre todo es la masa de polipos que son el sustento de todos los demás seres vivos. Se muere la población base. Cuando no queden polipos vivos, los peces grandes y pequeños también morirán.

En el fondo los corales de los arrecifes son una víctima directa de la actividad económica de la humanidad. ¿Cuánto más directamente deben de estar afectados entonces los pobres de todas las naciones por un sistema de crecimiento insolidario y salvaje que obtiene licencias, como el caso de España, para crecer violando todo criterio de respeto hacia la vida en el planeta? Ambos crímenes contra la vida tienen el mismo origen. Ambos están igualmente condenados si no se detiene la maquinaria neoliberal que no es mala por ser libre, sino por vivir obsesionada por el beneficio propio e inmediato.

Los sistemas, todos, están en constante evolución, completando sus ciclos vitales, el tiempo de vida asignado por su ubicación dentro de ciclos mayores. Prolongar la vida de un sistema se consigue alimentando a la mayor parte posible de elementos con energía para construir formas destinadas a perdurar lo más posible. Un sistema que asfixia su propia base productiva, condenándola a una existencia sin aire para respirar es un sistema sentenciado, en fase terminal. Y no sólo porque la economía neoliberal vive sujeta al ciclo del carbono del que se ha aprovechado en los últimos doscientos años. El mundo liberal está cimentado sobre bases que se consumen, pero éste es otro tema.

Es el comportamiento insolidario de los poderes económicos y políticos el que firma la muerte de sus menos favorecidos en el ecosistema, no tanto porque su acción se fundamente en una teoría, la liberal, de las transacciones, sino porque ansian a toda costa alejarse de cualquier amenaza a su propio status, lo que significa tanto como crear abismos en la sociedad que necesitan controlar desde posiciones en las que sus ejecutores se sienten a salvo de la miseria que ellos mismos dejan aplicando sus reglas indiscutibles, vencedoras de antemano, respaldadas por una propaganda resuelta. Su interés es mantener y asegurar la separación entre ellos y los desposeídos, afianzar una sociedad dividida. No saben de juegos en los que todos salgan ganando. Tienen los argumentos para justificar sus afanes. Y saben que sus excesos son un lujo exclusivo y limitado. Su mundo va bien, no cabe duda, pero, ¿queda alguna duda acerca de la falsedad de los indicadores oficiales del bienestar de la mayoría de la sociedad? Que se lo pregunten a los pobres.