Si en algo ha avanzado el mundo desde el fin de la Guerra Fría en 1989 ha sido, sin duda, en el respeto a los Derechos Humanos (así con mayúscula) y en el fortalecimiento de los mecanismos para hacerlos efectivos.
Así, en los últimos años se ha creado una Corte Penal Internacional para juzgar a criminales de guerra, se ha expandido el concepto de crímenes de lesa humanidad para incluir la «limpieza étnica», las desapariciones forzadas y las violaciones en contextos de conflicto, y se ha suplantado a la antigua Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas por un Consejo con mayor peso político.
Mientras tanto en el mundo real cada tres segundos muere un niño por causas vinculadas a la pobreza. «Es un crimen», comenta cualquier hombre o mujer de la calle cuando se le pide opinión sobre la muerte de mil inocentes por hora por causas que se evitarían fácilmente vacunando o proveyendo agua potable, pero ese crimen no ha tenido jamás criminales identificables a los que se pueda llevar al banquillo de los acusados.
Para cambiar esa situación y defender el derecho a la vida de los pobres, Luise Arbour, alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, ha convocado a una consulta mundial sobre un documento titulado «Pobreza Extrema y Derechos Humanos: los Derechos de los Pobres», en el que se incluyen «principios rectores» concretos para que los derechos humanos también lleguen a los pobres, incluyendo en algunas circunstancias el reclamo de castigo a los culpables (el texto completo se encuentra en: www.ohchr.org/english/bodies/subcom/docs/58/A.HRC.Sub.1.58.36_sp.pdf). El Consejo de Derechos Humanos va a considerar estos principios, a la luz de los resultados de esta consulta mundial, y podría aprobarlos, probablemente con algunas modificaciones, en 2008, sesenta años después de que la Declaración Universal de Derechos Humanos proclamara como la aspiración más elevada «el advenimiento de un mundo en el que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias».
Los principios rectores definen a la pobreza no como falta de dinero sino como «una condición humana que se caracteriza por la privación continua o crónica de los recursos, la capacidad, las opciones, la seguridad y el poder necesarios para disfrutar de un nivel de vida adecuado y de otros derechos civiles, culturales, económicos, políticos y sociales». La extrema pobreza y la exclusión social son «una violación de la dignidad humana» y como los pobres son personas «con derecho a disfrutar plenamente de todos los derechos humanos» es legítimo que «exijan» políticas y programas nacionales e internacionales para erradicar la pobreza, y participación en su definición. Los Estados, por su parte, tienen la «obligación» de actuar «con eficacia» contra la pobreza extrema y los países más ricos la obligación de cooperar con los más pobres en este sentido.
La violación de estos principios por parte de «los Estados, las organizaciones intergubernamentales, las empresas nacionales y transnacionales o las ONG», ya sea deliberada o por negligencia, será considerada como una violación a los derechos humanos «y sus autores deberán responder de ella, con las consecuencias jurídicas que se deriven».
No se castiga a ningún gobierno porque el país sea pobre, pero sí se condena la adopción de medidas que lleven al empobrecimiento de su población. Así, por ejemplo, el documento abunda sobre el derecho al agua potable y especifica que «la negligencia, la omisión o la planificación que provoquen la falta de servicios de abastecimiento de agua deben considerarse un atentado contra la vida humana. De igual manera, la destrucción de los medios de abastecimiento de agua, la venta de los derechos sobre el agua, la privatización de los recursos hídricos y su gestión que priven a las poblaciones de acceso al agua potable deben considerarse una vulneración de ese derecho».
En relación a la salud, los principios establecen la obligación del Estado de «garantizar la cabal realización de ese derecho», con «un trato digno, respetuoso y humano» a los pobres. «En las situaciones en que su capacidad de respuesta se ve rebasada, el Estado tiene la obligación de pedir ayuda a la comunidad internacional y ésta debe concedérsela inmediatamente». En contrapartida, «toda negligencia de los responsables de la ejecución de los planes de prevención o atención y toda planificación errónea, inadecuada o malintencionada que causen la muerte de personas deben dar lugar al enjuiciamiento y castigo de los culpables, tanto en el plano nacional como en el internacional».
Asimismo, «el robo, la corrupción, el tráfico, el mercado negro o cualquier otro delito relacionado con vacunas, medicamentos, material quirúrgico o de otro tipo destinados a la asistencia médica deben castigarse severamente y, según su importancia, considerarse como crímenes de la mayor gravedad y ser perseguidos y juzgados por tribunales competentes. Las víctimas o sus derechohabientes tienen derecho a reparación».
Similares principios se aplican con relación al derecho a la alimentación, frente al cual deben considerarse como violaciones a los derechos humanos «y ser punibles con penas ejemplares» la corrupción, el contrabando de alimentos, el robo de asistencia internacional humanitaria, la alteración voluntaria de alimentos destinados a la población, la distribución de alimentos caducados y cualquier otro acto culposo del mismo orden».
El documento explicita, además, los derechos a la vivienda, al trabajo, a la educación y a la cultura, en un marco de pleno goce de los derechos civiles y políticos por parte de los pobres y de condena a la discriminación. La cooperación internacional es un «deber» y no debe restringirse solo a la ayuda, sino que «debe acompañarse de medidas adecuadas en materia de comercio internacional, desarrollo de mercados e inversiones» y «anulación de la deuda externa». Las organizaciones públicas y privadas (las ONG) dedicadas a combatir la pobreza deben tener altos niveles de transparencia y responsabilidad y «tienen la obligación de hacer públicos sus programas, dar a conocer sus métodos y objetivos, así como su financiamiento, y rendir cuentas de sus acciones».
Los principios van sin duda a producir polémicas. La equiparación de la prostitución con el trabajo forzoso, por ejemplo, se afilia con las tesis prohibicionistas con relación al trabajo sexual y obligaría a revisar la legislación en los países que han preferido formalizarlo. Pero esos detalles no disminuyen el enorme valor de una propuesta que avanza hacia hacer exigibles los derechos económicos sociales y culturales, muchos de ellos consagrados incluso en constituciones, pero que carecen hasta ahora de un marco legal internacional que los vuelva efectivos.
UNA CONSULTA MUNDIAL La Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos ha convocado a opinar sobre el mismo a «los Estados, los organismos de las Naciones Unidas, (…) las organizaciones intergubernamentales, las instituciones nacionales de derechos humanos, las ONG, especialmente aquellas en que expresan sus opiniones las personas en situación de extrema pobreza y otras partes interesadas», o sea a todo el mundo.
Los comentarios deben dirigirse, antes del 1 de setiembre, a: Jefe, Subdivisión de Investigación y del Derecho al Desarrollo Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos Palacio de las Naciones, CH-1211 Ginebra, Suiza Fax: (41 22) 9179008
Roberto Bissio es director ejecutivo del Instituto del Tercer Mundo.