«Globalización» significa que todos dependemos unos de otros. Las distancias importan poco ahora. Lo que suceda en un lugar puede tener consecuencias mundiales. Gracias a los recursos, instrumentos técnicos y conocimientos que hemos adquirido, nuestras acciones abarcan enormes distancias en el espacio y en el tiempo. Por muy limitadas localmente que sean nuestras intenciones, erraríamos […]
«Globalización» significa que todos dependemos unos de otros. Las distancias importan poco ahora. Lo que suceda en un lugar puede tener consecuencias mundiales. Gracias a los recursos, instrumentos técnicos y conocimientos que hemos adquirido, nuestras acciones abarcan enormes distancias en el espacio y en el tiempo. Por muy limitadas localmente que sean nuestras intenciones, erraríamos si no tuviéramos en cuenta los factores globales, pues pueden decidir el éxito o el fracaso de nuestras acciones.
Lo que hacemos (o nos abstenemos de hacer) puede influir en las condiciones de vida (o de muerte) de gente que vive en lugares que nunca visitaremos y de generaciones que no conoceremos jamás. Seamos conscientes o no, éstas son las condiciones bajo las que hacemos hoy nuestra historia común. Aunque buena parte (y muy posiblemente toda o casi toda) la historia que se va tejiendo dependa de decisiones humanas, las condiciones bajo las que se toman estas decisiones escapan a nuestro control. Una vez derribados la mayoría de los límites que antes confinaban nuestra potencial acción a un territorio que podíamos inspeccionar, supervisar y controlar, hemos dejado de poder protegernos, tanto a nosotros como a los que sufren las consecuencias de nuestras acciones, de esta red mundial de interdependencias.
No se puede hacer nada para dar marcha atrás a la globalización. Uno puede estar «a favor» o «en contra» de esta nueva interdependencia mundial. Pero sí hay muchas cosas que dependen de nuestro consentimiento o resistencia a la equívoca forma que hasta la fecha ha adoptado la globalización.
Hace sólo medio siglo, Karl Jaspers podía aún separar limpiamente la «culpa moral» (el remordimiento que sentimos cuando hacemos daño a otros seres humanos, bien por lo que hemos hecho o por lo que hemos dejado de hacer) de la «culpa metafísica» (la culpa que sentimos cuando se hace daño a un ser humano, aunque dicho daño no esté en absoluto relacionado con nuestra acción).
Esta distinción ha perdido su sentido con la globalización. La frase de John Donne «no preguntes nunca por quién doblan las campanas; están doblando por ti» representa como nunca la solidaridad de nuestro destino, aunque todavía esté lejos de ser equilibrada por la solidaridad de nuestros sentimientos y acciones. Cuando un ser humano sufre indignidad, pobreza o dolor, no podemos tener certeza de nuestra inocencia moral. No podemos declarar que no lo sabíamos, ni estar seguros de que no hay nada que cambiar en nuestra conducta para impedir o por lo menos aliviar la suerte del que sufre. Puede que individualmente seamos impotentes, pero podríamos hacer algo unidos.
Y esta unión está hecha de individuos y por los individuos. El problema es, como alegaba Hans Jonas, otro gran filósofo del siglo XX, que, aunque el espacio y el tiempo ya no establezcan límites a las consecuencias de nuestras acciones, nuestra imaginación moral no ha ido mucho más allá del ámbito que tenía en los tiempos de Adán y Eva.
Las responsabilidades que estamos dispuestos a asumir no se han aventurado tan lejos como la influencia que nuestra conducta diaria ejerce sobre las vidas de personas cada vez más lejanas.
El «proceso de globalización» significa que esa red de dependencias llega a los más remotos recovecos del planeta, pero poco más (por lo menos hasta ahora). Sería muy prematuro hablar de una sociedad global o de una cultura global, y más aún de una política o un derecho globales. ¿Está surgiendo un sistema social global en ese extremo último del proceso de globalización? Si tal sistema existe, no se parece a los sistemas sociales que solemos considerar normativos. Solíamos pensar en los sistemas sociales como una totalidad que coordinaba y adaptaba todos los aspectos de la existencia humana a través de mecanismos económicos, poder político y patrones culturales.
Hoy día, sin embargo, aquello que se solía coordinar al mismo nivel y dentro de una misma totalidad ha sido separado y situado en niveles radicalmente diferentes.
La globalidad del capital, las finanzas y el comercio (esas fuerzas decisivas para la libertad de elección y la eficacia de las acciones humanas) no se ha emparejado a una escala semejante con los recursos que la humanidad ha desarrollado para controlar las fuerzas que rigen las vidas humanas.
Y lo que es más importante, la globalidad no se ha igualado con una escala global semejante de control democrático. De hecho podemos decir que el poder ha «volado» de las instituciones desarrolladas a lo largo de la historia que, en los Estados nacionales modernos, solían ejercer un control democrático sobre los usos y abusos del poder. La globalización en su forma actual significa pérdida de poder de los Estados nacionales y (por el momento) ausencia de cualquier sustituto eficaz.
Ya en otra ocasión, los actores económicos efectuaron una desaparición a lo Houdini semejante a ésta, aunque, evidentemente, a una escala mucho más modesta que la que se ha efectuado en nuestra era de la globalización. Max Weber, uno de los analistas más agudos de la lógica de la historia moderna (o de la falta de ella), observó que lo que marcaba el nacimiento del nuevo capitalismo era la separación de la actividad económica de lo doméstico (donde lo «doméstico» significaba la densa red de derechos y obligaciones mutuas mantenidos por las comunidades rurales y urbanas, por las parroquias o los gremios de artesanos, en las que familias y vecinos habían estado estrechamente envueltos). Con esta separación (mejor llamarla «secesión» en honor de la antigua alegoría de Menenio Agripa), el mundo de los negocios se aventuró por una auténtica tierra fronteriza, una tierra de nadie libre de problemas morales y restricciones legales y pronta a ser subordinada al código de conducta propio de la empresa. Como ya sabemos, esta extraterritorialidad sin precedentes de la actividad económica condujo en su momento a un espectacular avance de la capacidad industrial y al acrecimiento de la riqueza. También sabemos que, durante casi la totalidad del siglo XIX, esa misma extraterritorialidad redundó en mucha miseria humana, en pobreza y en una casi inconcebible polarización de las oportunidades y niveles de vida de la humanidad.
Por último, también sabemos que los Estados modernos entonces emergentes reclamaron esa tierra de nadie que el mundo de los negocios consideraba de su exclusiva propiedad.
Los organismos que establecen las normas del comportamiento de los Estados invadieron aquel espacio hasta que, no sin vencer una resistencia feroz, se lo anexionaron y colonizaron, llenando así el vacío ético y mitigando sus consecuencias más desagradables para la vida de sus súbditos o ciudadanos. La globalización se puede considerar como la «segunda secesión».
Una vez más, el mundo económico se ha escapado del confinamiento doméstico, aunque esta vez el hogar que se ha abandonado es el moderno «hogar imaginario», circunscrito y protegido por los poderes económicos, militares y culturales del Estado nacional, a los que se suma la soberanía política. De nuevo, el ámbito económico ha conseguido un «territorio extraterritorial», un espacio propio por el que pueden andar, tumbando con toda libertad los pequeños obstáculos levantados por las débiles potencias de lo local y tratando de sortear los obstáculos construidos por los fuertes, y donde pueden perseguir sus fines pasando por alto o dando de lado el resto de los fines, a los que consideran irrelevantes económicamente y por tanto ilegítimos. Y una vez más observamos unos efectos sociales semejantes a aquellos que, en tiempos de la primera secesión, tropezaron con la repulsa social, sólo que esta vez a una escala inmensamente mayor, global (como la segunda secesión en sí). Hace casi dos siglos, en plena primera secesión, Karl Marx acusó de «utópicos» a aquellos que abogaban por una sociedad mejor, más equitativa y justa y que tenían la esperanza de lograrlo deteniendo en seco el avance del capitalismo y volviendo al punto de partida, al mundo pre-moderno del ámbito doméstico y los talleres familiares. No había vuelta atrás, insistía Marx; y, al menos en ese punto, la historia le dio la razón. Cualquier tipo de justicia y de equidad susceptible de arraigar hoy día tiene que partir del punto en que unas transformaciones irreversibles han llevado ya a la condición humana. Una vuelta atrás de la globalización de la dependencia humana, del alcance global de la tecnología y de las actividades económicas es imprevisible con toda seguridad.
Respuestas como «pongamos las carretas en círculo» o «volvamos a las tiendas de campaña tribales» (nacionales, comunitarias) no servirán. No se trata de cómo remontar el río de la historia, sino de cómo luchar contra su contaminación y canalizar sus aguas para lograr una distribución más equitativa de los beneficios que comporta. Y otro punto que es necesario recordar: sea cual fuere la forma que adopte el control global sobre las fuerzas globales, no puede ser una copia ampliada de las instituciones democráticas desarrolladas en los dos primeros siglos de la historia contemporánea. Dichas instituciones se hicieron a la medida del Estado nacional, que entonces era la ‘totalidad social’, de mayor tamaño y que más abarcaba y son particularmente poco aptas para ser ampliadas hasta una escala global.
El Estado nacional no era tampoco una hipérbole de los mecanismos comunitarios sino que, por el contrario, era el producto final de formas radicalmente nuevas de convivencia humana, así como de solidaridad social. Tampoco fue el resultado de una negociación y un consenso logrado tras una dura negociación entre comunidades locales. El Estado nacional, que finalmente proporcionó la tan buscada respuesta a los desafíos de la «primera secesión», surgió a pesar de los obstinados defensores de las tradiciones comunitarias y mediante la progresiva erosión de las ya escuálidas y menguadas soberanías locales. Toda respuesta eficaz a la globalización no puede más que ser global. Y el destino de semejante respuesta global depende de que surja y arraigue un ámbito político global (entendido como algo distinto de «internacional» o, para ser más precisos, interestatal).
Es este ámbito político el que hoy brilla por su ausencia.
Los actuales actores mundiales se niegan abiertamente a establecer dicho ámbito.
Sus adversarios visibles, entrenados en el viejo y cada día menos eficaz arte de la diplomacia entre Estados, parecen carecer de la habilidad necesaria y de los recursos indispensables para lograrlo. Se necesitan nuevas fuerzas para establecer y dar vigor a un foro auténticamente mundial adecuado a la era de la globalización, y éstas sólo se harán valer evitando a unos y otros. Ésta parece ser la única certeza. El resto depende de nuestra inventiva compartida y de la práctica política del tanteo.
Al fin y al cabo, muy pocos pensadores, si es que hubo alguno, fueron capaces de prever en plena primera secesión la forma que adoptaría finalmente la operación encaminada a reparar los daños. De lo que sí estaban seguros era de que una operación de esa clase era la necesidad más imperiosa de su tiempo.
Todos estamos en deuda con ellos por esa clarividencia.
(*) Zygmunt Bauman es Sociólogo, catedrático en varias universidades del mundo, fue el primer pensador que definió categóricamente la globalización. Y de prevenir al mundo de sus consecuencias.