Nuestro país tuvo una potente banca pública de la que hoy no queda vestigio. Murió tras el tozudo empeño privatizador desarrollado durante los gobiernos socialistas presididos por Felipe González y los posteriores gobiernos del PP. Ahora se sufren las consecuencias de haber saldado tan alegremente un instrumento cuya utilidad evidencian las tribulaciones del actual Gobierno […]
Nuestro país tuvo una potente banca pública de la que hoy no queda vestigio. Murió tras el tozudo empeño privatizador desarrollado durante los gobiernos socialistas presididos por Felipe González y los posteriores gobiernos del PP. Ahora se sufren las consecuencias de haber saldado tan alegremente un instrumento cuya utilidad evidencian las tribulaciones del actual Gobierno en sus fallidos intentos de promover el crédito.
La banca pública existía desde antiguo en nuestro país y tenía un peso importante. En la década de los ochenta otorgaba más del 20% de los créditos, mientras que el resto correspondía a la banca privada y a las cajas de ahorros. A principios de los noventa la banca pública concedía todavía el 15% de los créditos cuando el Gobierno del PSOE decidió unificarla en el grupo llamado Argentaria para facilitar su privatización en bloque. Tras la pérdida de las elecciones por el PSOE, este proceso se remató durante el Gobierno del PP con la integración de Argentaria en el grupo privado BBV -dando lugar al actual BBVA-,con lo que el Estado se desprendió finalmente de su participación minoritaria. La estrategia privatizadora alcanzó extremos surrealistas en su afán de liquidar cualquier traza de banca pública, como fue la segregación de las sucursales que tenía la antigua Caja Postal en las estafetas de Correos, para ofrecérselas al Deutsche Bank, cuya presencia aparece hoy insólitamente vinculada a las 2.000 oficinas de Correos que pueblan la geografía nacional.
Los bancos públicos habían surgido para asegurar que los antiguos servicios de crédito del Estado pudieran ejercer directamente sus funciones de intermediación financiera sin depender de las entidades privadas, como sigue ocurriendo en la mayoría de los países. Pero en España, tras haber desmantelado la banca pública, el Estado perdió esas funciones, por lo que el propio Instituto de Crédito Oficial (ICO) tuvo que recurrir a la banca privada para colocar sus préstamos. Resulta penoso observar cómo la banca privada no sólo ha hecho caso omiso de las reiteradas demandas del presidente Rodríguez Zapatero de «arrimar el hombro» en la concesión de créditos, sino que ha exigido al Estado mayores comisiones y garantías para conceder los préstamos del ICO, a la vez que hacía gala de sus millonarios beneficios. Es decir, que la banca privada, además de negarse a modificar los criterios en la concesión de créditos, saca la máxima tajada posible por el mero hecho de tramitar los del ICO, dejando por completo fuera de lugar las ingenuas sugerencias del presidente Zapatero.
El desmantelamiento de la banca pública entra en franca contradicción con las funciones que ahora se plantea el Estado con motivo de la crisis. Tras tanto adelgazar al Estado y engordar los negocios privados, el volumen y los riesgos de estos crecen a un ritmo muy superior al de los recursos públicos. Por ejemplo, si en 1995 el importe de los créditos doblaba al de los ingresos fiscales del Estado, en 2007 lo quintuplica, con lo que son cada vez más limitados los recursos públicos en comparación con los privados. Durante la crisis bancaria vivida entre 1977 y 1985, el saneamiento de las entidades financieras españolas exigió al Estado ayudas billonarias en pesetas y la crisis actual va camino de exigirlas en euros. En este caso, sería razonable aprovechar, al menos, tan enorme esfuerzo para reestablecer la propiedad y el control del Estado en el sistema bancario y paliar así los excesos privatizadores del pasado.
José Manuel Naredo es Economista y estadístico