A la niñez se le dedica un día al año, como gesto simbólico y oportunidad política.
En la mayoría de países, el Día del Niño se celebra en distinta fecha. La marcada como oficial corresponde a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, emitida por la ONU en 1954. Esta coincide con los aniversarios del Día Universal del Niño, la adopción de la Declaración Universal de los Derechos del Niño (1959) y la aprobación de la Convención de los Derechos del Niño (1989). Todos ellos, documentos de la mayor trascendencia, firmados y ratificados por todos los países del mundo.
Pero ¿qué sucede con esos derechos en el escenario real? 4 millones de recién nacidos en el mundo mueren durante su primer mes de vida. 148 millones de menores de cinco años en las regiones en desarrollo -en donde se encuentra nuestro continente- tienen un peso insuficiente para su edad. 1.020 millones de seres humanos pasan hambre todos los días. 1.400 millones de personas carecen de acceso al agua potable, una situación que empeora cada día por el cambio climático y las migraciones forzadas.
Organizaciones creadas específicamente para observar y contribuir al mejoramiento de la situación de la niñez, coinciden en señalar cómo esta afecta a millones de niñas, niños y adolescentes, condenándolos a un escenario de pobreza extrema, violencia, explotación y abuso. Sumado a ello, los países tercermundistas consideran a la niñez y adolescencia un subproducto social, dada su condición de vulnerabilidad y por no poseer la menor incidencia en las decisiones políticas. Debido a ello, se encuentran sujetas a decisiones que no les favorecen y sufren la carga adicional de la marginación en el diseño y aplicación de políticas públicas.
Ante la devastación provocada por los fenómenos climáticos, los efectos de las guerras, la injusticia de las migraciones forzadas, la polarización de la riqueza y la corrupción de los gobiernos, las mayores víctimas se concentran entre la población infantil y juvenil. Para las potencias económicas y los centros mundiales de poder político y económico, estas masas de niñas y niños hambrientos y plagados de enfermedades evitables son bajas colaterales. Ante esta realidad, celebraciones como la señalada anteriormente no solo resultan de un simbolismo vacío, sino además son un recordatorio obligado de la absoluta falta de observancia de las Declaraciones dedicadas a proteger a quienes son su principal objetivo.
Uno de los más graves efectos del abandono en el cual se desarrollan las nuevas generaciones es el aumento sostenido de problemas de desnutrición, autoestima, crisis de identidad y depresión. Esto, que ya era parte de la situación de pobreza en la cual se encuentra la inmensa mayoría de niños, niñas y jóvenes, ha experimentado un fuerte incremento a partir de la pandemia. De acuerdo con el informe Estado Mundial de la Infancia 2021, elaborado por Unicef, “El suicidio es la cuarta causa principal de muerte entre los adolescentes de 15 a 19 años. Cada año, casi 46.000 niños de entre 10 y 19 años se quitan la vida: es decir, un niño cada 11 minutos.”
Cuando un niño se quita la vida, algo muere también en cada uno de nosotros.
Los discursos demagógicos y gestos condescendientes de los líderes políticos en sus promesas de campaña constituyen, ante este crudo panorama de la infancia, un ejemplo de la aberrante pérdida de sentido de la realidad que les condiciona en cuanto acceden al poder. La obligación de la ciudadanía es insistir en el respeto por los derechos de este sector, tan importante como marginado. De él depende el futuro y esas no son palabras vacías.
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