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El efecto Carandiru (o del Brasil que se pudre en las cárceles)

Fuentes: Otramérica

A 20 años de la masacre de Carandiru, las profundas heridas del sistema penitenciario brasileño siguen sangrando. En los reportajes sobre el milagro económico de Brasil no aparece el medio millón de presos que sobrevive en las hacinadas y violentas cárceles del gigante verde. Abrimos la celda informativa para que mires dentro. Hay fechas que […]

A 20 años de la masacre de Carandiru, las profundas heridas del sistema penitenciario brasileño siguen sangrando. En los reportajes sobre el milagro económico de Brasil no aparece el medio millón de presos que sobrevive en las hacinadas y violentas cárceles del gigante verde. Abrimos la celda informativa para que mires dentro.

Hay fechas que parecen surgidas para el recuerdo, mientras que otras, por el contrario, intentan huir avergonzadas de la lista de efemérides en los almanaques. A estas últimas se le sumó hace ahora poco más de veinte años la segunda jornada del mes de octubre. Aquel 2 de octubre de 1992, unos 350 policías militares a las órdenes del coronel Ubiratán Guimarães, tras recibir luz verde del gobernador de São Paulo, Luiz Antônio Fleury, irrumpieron en el pabellón número 9 de Carandiru, el mayor presidio de América Latina. El operativo tenía como misión sofocar el incómodo motín que una pelea entre reclusos había desencadenado justo una víspera electoral. Pero los acontecimientos que siguieron acabaron conformando uno de los episodios más luctuosos de esa pérfida historia de Brasil que hoy intenta pasar desapercibida en los calendarios: la masacre de Carandiru.

En total, 111 presos murieron como consecuencia de aquel operativo. O al menos esos son los datos oficiales, porque algunos testigos estiman que el número de víctimas fue muy superior. Sidney Sales era uno de los 2.500 detenidos que se encontraban aquella jornada en el pabellón 9 del presidio y cuestiona abiertamente estas cifras. A su juicio, «los 111 eran los que tenían padre, madre y abogados, los que apelaron. Pero había otras personas que no tenían familia». Y no le faltan motivos para la sospecha. Al menos treinta razones, tantas como el número de cuerpos sin vida que él mismo ayudó a cargar una vez finalizado el asalto. Por ello Sales calcula que la operación policial se cobró la vida de al menos 250 presos. Una estimación que no resulta descabellada si se tiene presente que la policía llegó a realizar unos 3.500 disparos de pistola y ametralladora. La mayoría de las víctimas, además, presentaban impactos de bala en la cabeza y el tórax, una circunstancia que llevó a la comisión que investigó los hechos a tener que admitir que la policía en ningún momento se planteó una salida negociada a la crisis. Su objetivo era claro: acabar con el motín carcelario a sangre y fuego.

Pese a la evidencia de auténticas ejecuciones sumarísimas y el alcance de la matanza, sólo una persona fue condenada por lo sucedido: el coronel Guimarães. Sobre él cayó en junio de 2001 una condena de 632 años de cárcel. Sin embargo, el hecho de ser su primer delito le permitió recurrir y eludir el ingreso en prisión, toda una ironía si se piensa que también la mayoría de los presos del pabellón 9 estaban en Carandiru por su primer delito y esperaban la confirmación de sus penas. Pero Guimarães no solo evitó así la cárcel. La popularidad mediática que logró por aquellos hechos le abrió las puertas de una carrera política que le llevaría un año más tarde a ser elegido diputado del Partido Social Democrático por São Paulo. No acabaría ahí la buena estrella del coronel. En febrero de 2006 su sentencia fue de nuevo revisada y esta vez anulada por errores procesales. Finalmente, los jueces le exoneraron de cualquier responsabilidad al considerar que Guimarães se limitó a cumplir órdenes. Sin embargo, el destino hizo que solo unos meses más tarde, el 10 septiembre, su cuerpo apareciese con el pecho atravesado por una bala que le había disparado su amante. Aunque el caso Carandiru nada tuvo que ver con este crimen, alguien recordaría unos días más tarde a sus víctimas dejando escrito en un muro del edificio donde fue asesinado: aquí se hace, aquí se paga.

La sombra de Carandiru

La masacre de Carandiru es la tragedia carcelaria registrada en Brasil que mayor transcendencia internacional ha tenido, debido en parte a la recreación de los hechos que el cineasta Héctor Babenco hizo en su película Carandiru (2003). Sin embargo, aquellos sucesos no fueron un hecho aislado sino una manifestación extrema de las lacras del sistema penitenciario brasileño, muchas de las cuales se mantienen intactas veinte años más tarde. Una prueba de ello es el centro penitenciario de Urso Branco, en el estado de Rondônia. Solo en los seis primeros meses de 2002 fueron asesinados en sus galerías 37 presos. Esta cifra de asesinatos obligó a intervenir a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA que mostró su preocupación por la la situación de las cárceles brasileñas e instó al gobierno a tomar medidas urgentes para acabar con la degeneración de las condiciones de vida de los presos.

Otro ejemplo de esta degradación la pudieron comprobar más recientemente los integrantes del Conselho Estadual de Direitos Humanos de Paraíba que el pasado mes de agosto, sin previo aviso, fueron a inspeccionar la cárcel de máxima seguridad Dr. Romeu Gonçalves de Abrantes, en João Pessoa. Los miembros de la delegación, antes de ser retenidos por los propios funcionarios al detectar que estaban realizando fotografías, pudieron comprobar entre otras irregularidades cómo permanecían encerrados 80 presos en una sola sala, desnudos, sin colchones, rodeados de inmundicias, obligados a dormir en el suelo entre sus propios vómitos, orines y heces.

Son casos extremos, sin duda. Pero por desgracia no tan excepcionales. En última instancia estamos ante una muestra de la masificación que caracteriza a las cárceles brasileñas, uno de sus males endémicos. Los últimos datos hechos público por el Departamento Penitenciario Nacional (Depen) así lo atestiguan. Brasil contaba en diciembre de 2011 con una población reclusa de 514.582 personas, lo que le convierte en el cuarto país del mundo con mayor número de presos, solo superado por Estados Unidos, China y Rusia. Sin embargo, el número de plazas penitenciarias existente en el país es de 306.497, lo que implica un déficit de 208.085. La consecuencia inevitable es el hacinamiento, con el consiguiente deterioro de las condiciones de vida y de convivencia. El escritor Frei Betto describe gráficamente la situación: «La ley de Ejecución Penal asegura a cada preso seis metros cuadrados de espacio en la celda. Hoy la mayoría se exprime entre un metro y 70 centímetros cuadrados».

Esta circunstancia se vio agravada desde los años 90 del pasado siglo. En concreto, según los datos de Tribunal Popular, una red que agrupa a distintas organizaciones, activistas y familiares de víctimas, entre 1995 y 2005 la población reclusa se incrementó un 143,9%, pasando de unas 148.000 personas a más de 361.000. Para esta entidad el fenómeno no es ajeno a las políticas de ajuste neoliberal promovidas en aquellos años. «El aumento extraordinario de la población carcelaria en el país a partir de los años 90 se dio acompañado de una reducción drástica de las políticas públicas sociales dirigidas a la juventud y a los pobres en general», destacan.

En cualquier caso, los números no dejan de crecer. São Paulo es un buen ejemplo. Con unos 190.000 presos, el estado acoge al 37% de los reclusos del país. Sólo entre el 1 de enero y el 31 de agosto de 2012 la Secretaria de Administración Penitenciaria contabilizó el ingreso de 72.491 detenidos, lo que representa una media diaria de 302 personas. En consecuencia, se estima que para acabar con ese déficit de plazas y la masificación sería preciso construir sólo en ese estado 93 centros penitenciarios nuevos con capacidad para 768 personas cada uno. Excepto en Piauí, esta situación se repite por el resto de estados: en Pernambuco son precisas más de 15.100 nuevas plazas carcelarias para acabar con la masificación; en Minas Gerais, más de 13.500. En Porto Alegre el nivel de hacinamiento registrado en su Presidio Central llegó a tal extremo que se prohibió el ingreso de más detenidos. Según informaciones publicadas por el diario O Globo, en el 68% de las cárceles brasileñas tienen hasta nueve presos por cada una de sus plazas.

El negocio de la reclusión

Así las cosas, no es extraño que la solución de este problema se haya convertido en un apetitoso negocio. En unos casos, porque para municipios deprimidos del interior recibir uno de estos centros se percibe como una alternativa para acceder a más fondos públicos, especialmente aquellos relacionados con el número de habitantes. Y es que la llegada de presos puede en no pocos casos duplicar en la práctica el número de habitantes de estas pequeñas poblaciones. Además, la actividad que estas instituciones traen acompañada son en ocasiones elementos de dinamización para sus economías locales. En consecuencia, muchos municipios han puesto sus esperanzas en el Plan de Expansión de presidios diseñado por el estado de São Paulo y que prevé la construcción de 49 nuevas cárceles.

La otra vertiente del negocio es la privatización de la gestión de los distintos centros. Este modelo está ya en funcionamiento en estados como Amazonas, Bahía, Ceará, Espirito Santo, Pernambuco y Santa Catarina. En estos casos, la empresa que asume la gestión de la cárcel recibe del estado por cada preso unos 1.500 reales de media para su manutención, más otros mil por compensación, en total 2.500 reales (unos 920 euros). Sin embargo, el sistema no contabiliza de ningún modo ni las condiciones de los presos ni medidas de reinserción. Valdir João Silveiria, coordinador nacional de la Pastoral Carcerária subraya esta carencia. «Quien privatiza no se preocupa por la reinserción social. Cuanto más tiempo mantenga al preso mejor porque va a estar produciendo para la empresa que está privatizando», afirma.

Al mismo tiempo llama la atención la escasa inversión que el estado brasileño está destinando a la solución del sangrante problema social que se vive en sus cárceles. Como destaca Frei Betto: «nuestras unidades penitenciarias están desvencijadas y abandonadas. Por la Ley Presupuestaria ellas deberían haber recibido este año del Gobierno federal 277,5 millones de reales. Obtuvieron apenas 2,5 millones, menos del 1% de lo previsto». Esa degradación de la vida en las prisiones tiene su inevitable plasmación en el incremento de la violencia en su interior, incluidos los malos tratos infligidos. «Por lo general -destaca el escritor-, nuestros policías están mal formados, hasta el punto de que consideran los derechos humanos una liberación para los delincuentes». Los datos hechos públicos este mismo mes por la coordinadora general de Combate la Tortura, de la Secretaria de Derechos Humanos de la Presidencia de la República, Ana Paula Diniz, destacan que el 65% de las reclamaciones recibidas en el teléfono de denuncias sobre el sistema penitenciario están relacionadas con la tortura en las cárceles.

De este modo, las cárceles abarrotadas se convierten en una imagen en negativo de la bonanza que proyecta el país, mostrando los graves problemas de pobreza y la marginación que perviven en el Brasil del crecimiento. Según las cifras del Depen, el 60% de los detenidos son negros y unos 135.000 son jóvenes con edades comprendidas entre los 18 y los 24 años. Igualmente, informes del Ministerio de Justicia ponen de manifiesto que el 47% son analfabetos o no habían finalizado la enseñanza básica. Se estima que el 20% son enfermos de VIH/Sida. Por el tipo de delito, el mayor número de presos lo componen los acusados de tráfico de droga, seguidos por los hurtos y robo sin armas. El 90% de los ex detenidos acaba regresando a la prisión.

Para la red Tribunal Popular, que junto con entidades como la Pastoral Carcerária, la Associação de Juízes pela Democracia o la Defensoria Pública do Estado de São Paulo, intenta promover desde 2008 un debate sobre el sistema penitenciario brasileño, el actual modelo destaca por su fracaso social. «En Brasil el Estado Penal adquiere una dimensión más cruel porque se intensifica en una sociedad donde el Estado de Bienestar nunca fue una realidad concreta«, señalan. «En este sentido, se fortalece cada vez más un sistema penal selectivo, que castiga a los negros, pobres y excluidos. Y punitivo, donde en lugar de la aplicación de los derechos y garantías individuales, el castigo se convierte en una política pública de contención social».

También Frei Betto reclama la urgente necesidad de un cambio de modelo. «En Brasil no existe una política penitenciaria y mucho menos de reinserción social de los detenidos. Ante la violencia urbana muchos claman ingenuamente por más cadenas. Presionados por el clamor popular, los gobiernos federal y estatales invierten en prisiones lo que deberían destinar a escuelas», destaca. A su juicio, la solución pasa por la educación, tanto dentro como fuera de las prisiones: «¿Cómo evitar la criminalidad si 5,3 millones de jóvenes de entre 18 y 25 años, están fuera de la escuela y sin trabajo». Y advierte: «si el estado y la sociedad no cuida de los presos, ellos mismos tratarán de buscar lo que más les convenga: autorganizados en comandos, en redes de informantes para carceleros y policías, vinculándose con las bandas que actúan en libertad. Y nosotros, ciudadanos, pagamos doblemente: por sustentar un sistema inoperante y como víctimas de la recurrente espiral de violencia».

Mientras tanto, la sombra y el recuerdo de Carandiru siguen proyectándose sobre la cotidianidad de miles de presos para los que su vida en la cárcel solo puede compararse con un infierno. Una imagen que, sin duda, tenía muy presente el ministro de Justicia, José Eduardo Cardozo, cuando, durante un reciente encuentro con empresarios paulistas, admitió: «En el fondo de mi corazón, si tuviera que cumplir muchos años en alguna de nuestras prisiones, preferiría morir».

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