La decisión de leer y comentar un libro que sustenta ideas antagónicas a las propias puede basarse en que se lo considere un trabajo de singular rigor intelectual, elevado exponente de posiciones a las que se quiere comprender más a fondo, someter a análisis crítico y eventualmente refutar, con la aspiración a hacerlo en un […]
La decisión de leer y comentar un libro que sustenta ideas antagónicas a las propias puede basarse en que se lo considere un trabajo de singular rigor intelectual, elevado exponente de posiciones a las que se quiere comprender más a fondo, someter a análisis crítico y eventualmente refutar, con la aspiración a hacerlo en un nivel acorde con el de la obra que se aborda.
Otra posibilidad es que no se lo juzgue un trabajo dotado de intrínseca relevancia, pero haya tenido una gran difusión, tanto por lectura directa como por repercusiones mediáticas, y ponerlo en discusión implique el objetivo de atraer la atención de un público más amplio, y el ingreso a la disputa sobre el sentido común predominante en torno a los temas tratados.
No creo que esta obra, escrita por un chileno y una guatemalteca, jóvenes ambos de menos de 35 años, con trayectorias ligadas a polémicas públicas, think thanks y acciones mediáticas, acompañada por un paso de ambos por universidades europeas de renombre, contenga aportes conceptuales originales e importantes. Tampoco pareciera destinada a constituirse en un fulgurante éxito de ventas que estimule por sí solo el salir al cruce de sus planteos.
¿Por qué entonces ocuparse de este libro? El motivo plausible es el de ser un escrito sumamente representativo del tipo de polémica intelectual y política que la derecha latinoamericana desea llevar a cabo en estos años, y en particular a la construcción, dándole una amplitud tan extensa como conveniente para sus fines, de la noción de «populismo». Noción que se diseña del modo más apropiado para convertir ese término en una baza central para mejor impulsar la demonización de todas aquellas corrientes políticas y teóricas susceptibles de confrontar con las orientaciones más radicales del liberalismo económico y político. Así quedan etiquetados como populistas, Fidel Castro y los líderes de los fascismo europeos, por ejemplo. Pero sobre todo, se hace un martilleo constante sobre la vinculación entre «populismo» y socialismo, entre las ideas de Marx y la de los presidentes latinoamericanos de los primeros años del siglo XXI. El propósito debería ser transparente, construir y consolidar un «espantajo» que condene a toda idea real o supuesta portadora de cuestionamientos al predominio absoluto de las reglas del capitalismo. Tal como en las décadas que van de los 50′ a los 80′ el rótulo de «comunista» podía ser extendido hasta los límites de lo imaginable para condenar al adversario permanente u ocasional, el de «populista» cumple en los últimos años, sobre todo pero no sólo en nuestro continente, un rol similar. En realidad la descalificación se extiende a un exponente situado fuera de nuestro continente: El partido española «Podemos» y su máximo dirigente Pablo Iglesias. Los griegos de Syriza ocupan un lugar mucho menor. Nada casualmente no se ocupan los autores del Frente Nacional francés, del UKIP británico u otras expresiones que pueden ser consideradas como «populismos de derecha». El implícito parece claro: Quizás los «apóstoles de la libertad» necesiten en un futuro de esas expresiones antiinmigratorias, racistas, furiosamente antisocialistas, como en otras etapas de su historia, y por tanto no están dispuestos a enfrentarlos. Sí lo hacen con Podemos, que incurrió en insolentes reivindicaciones de la Venezuela chavista y con múltiples recaídas en el «igualitarismo», y se permite postular regulaciones estatales sobre el poder del capital.
No hay en estas páginas mayor preocupación por la precisión teórica del término, el empeño está puesto en extender su alcance hasta cubrir todo lo que pueda ser asociado como vituperable para el sentido común convencional. La «recalificación» del líder revolucionario cubano es un ejemplo palmario. Quien siempre fue un «tirano comunista» para todos los aliados de Washington, es reconvertido en «jefazo» del populismo, transparente modo de hacer converger los esfuerzos de medio siglo de empeños macarthistas con la mucho más reciente «cruzada» antipopulista, que se ha convertido en una «voz de orden» más actual y de potencial redituable en términos políticos.
El tratamiento contenido en el libro enlaza con una vasta tradición de la derecha del continente y del mundo. La genealogía de muchos de sus planteamientos se remonta, y a menudo eso se hace explícito, desde los liberales ingleses del siglo XVIII, para llegar hasta el pensamiento hegemónico en los EEUU de la época de la guerra fría. Valga como ejemplo que el economista liberal Friedrich von Hayek es una de las «autoridades» más citadas a lo largo del libro. Para mejor cohonestar esa extensa genealogía, se rechaza con insistencia la denominación «neoliberalismo», para cobijarse en la designación de «liberalismo clásico», en un derrotero histórico que va desde John Locke y Edmund Burke hasta «papers» recientes de intelectuales del establishment, norteamericanos, europeos y de nuestros países. No por azar Mario Vargas Llosa y Enrique Krauze aparecen en la contratapa, con su firma en sendos elogios breves del libro. La derecha latinoamericana acude a la cita.
Frente a ese pensamiento de la «libertad», presentado como único promotor de la riqueza y de los «auténticos» derechos y libertades, se erige en contraposición el identificado como «anticapitalista», «autor
Del «mundo de las ideas» nuestros autores descenderán al de los veloces análisis económicos y políticos donde, en clave de rigurosa dicotomía, describirán los éxitos pasados y presentes de las sociedades «liberales», para contraponerles la reducción a la pobreza y la esclavitud política a la que han llevado las experiencias «populistas» y «socialistas». El requisito previo será el rechazo a la existencia de cualquier relación entre los «éxitos» de unas y el «fracaso» de las otras, comenzando por la idea de que el pago de las deudas externas, la extracción de dividendos y fugas de capitales, o los «sabotajes» más variados a la estabilidad económica y política de los gobiernos considerados «indeseables» guarden la menor relación con ellas, o siquiera existan. Toda insinuación de que el gran capital de escala mundial tiene algo que ver con las «desgracias» de nuestros países es presentada como un demagógico empeño en echar afuera las culpas, un artero intento de responsabilizar a poderes externos de las catástrofes provocadas por las políticas, por supuesto, «populistas o socialistas». El señalamiento de la concentración de la riqueza y el poder en manos de las clases dominantes son excusas para «sembrar el odio» artificialmente, y construir la imagen de un «antipueblo» ficcional, utilizado como coartada para los abusos de los gobernantes «populistas».
Por el contrario, ha sido el abandono del «camino correcto» del absoluto «libre albedrío» del capital, el que conduce a la ruina. Así se afirma sobre Argentina. «La elección del general Juan Domingo Perón, un fascista, terminaría por sepultar definitivamente una proyección que pudo haber sido gloriosa.» Y en esa línea, se lanza una afirmación general sobre el «populismo argentino» de la actualidad: No es entonces, como creen algunos, que…carezca de fundamentos ideológicos y se trate solo de estrategias de poder. Más bien se encuadra en las estrategias de dominación cultural que planteó el socialismo del siglo XXI.» (p. 112) Y en contraposición, el virtual milagro chileno: «…a diferencia de Argentina, que jamás logró recuperarse, Chile realizó una revolución en las décadas del 70, 80 y 90 que lo hizo regresar a sus orígenes liberales, conviritiéndose en el país más rico, próspero y con la democracia más sólida de América Latina.» (p. 118) El crecimiento de la desigualdad, la disminución del acceso a los bienes públicos, el deterioro medioambiental, son factores que en nada empañan el éxito del «modelo chileno». Tampoco el liberalismo republicano de Kaiser y Álvarez se siente molesto porque el singular éxito haya sido inaugurado por los largos años de la dictadura de Pinochet.
La complacencia hacia las experiencias dictatoriales, con tal de que den lugar al «progreso» deseable, coexiste con el repudio a «la izquierda gobernante» (la de hoy en Chile): «escudada en el manto de moralidad de la causa igualitarista, volvió a polarizar el ambiente, a utilizar la retórica populista de buenos contra malos, el odio de clases y la lógica del pueblo y antipueblo.″ (p. 118)
El desarrollo del libro remite todo el tiempo a la preocupación por sostener la batalla por el «sentido común». Pero, con buen criterio, los destinatarios inmediatos no son tanto sus portadores, la gente «de a pie» sino quienes pueden tener influencia en su conformación. Se parte del supuesto de que las ideas «de izquierda», «socialistas», «po
No habría que simplificar afirmando que el pensamiento reflejado en este libro es, sin más, el predominante en las derechas latinoamericanas y entre los dueños del gran capital.Es más bien un programa «de máxima». Hay sectores de la gran empresa o vinculados a ella que no consideran factible la aplicación plena de esos objetivos, al menos no en el corto plazo. Existen también los que ni siquiera la consideran deseable y abogan por variantes más «sustentables» en términos sociales y políticos. Pululan los «pragmáticos» que se inclinan a mayores o menores dosis de «libre mercado» según los momentos y sus intereses concretos. Más allá de inclinaciones intelectuales y políticas, vastos sectores del gran capital trasnacional y local supieron hacer grandes negocios en coexistencia, e incluso en «sociedad,» con gobiernos «populistas», en lugar de dedicarse por entero a combatirlos.
Pero sí el de los autores de esta obra es el lenguaje de los momentos de más firme «ofensiva» del gran capital, constitutivo del discurso apto para el rechazo de la menor limitación o cortapisa a sus posibilidades de obtención de ganancias, para lanzarse a la destrucción de derechos sociales y laborales que dificulten la explotación de los trabajadores, para reorientar las fuentes de recursos del estado hacia el endeudamiento y no a los impuestos, para dirigir el gasto público al servicio directo de sus oportunidades de negocios y de la provisión de la infraestructura necesaria para los mismos, con la correlativa disminución del empleo público, el «gasto social» y de aquellos subsidios que no contribuyan a su beneficio inmediato. El de Álvarez y Kaiser es el pensamiento de la «mercantilización» universal, para el que hasta la salud y la educación se convierten en «bienes de consumo» plenos, y no existe ninguna consideración económica, estratégica o de «bien común» que justifique que lo que pueda ser una empresa capitalista esté en manos del Estado o de cualquier ámbito no guiado por el propósito de obtención de utilidades. Todo sobre el telón de fondo del abandono de toda idea «igualitarista» o «colectivista», lo que implica el combate activo contra cualquier grado de confianza puesto en la acción colectiva, la organización social o la militancia política. Sólo el esfuerzo individual, el espíritu «emprendedor» la voluntad de «autoayuda», son las vías para el triunfo del individuo, el que, como «enseñó» Margaret Thatcher, existe en la realidad, en contraposición a la ficción denominada «sociedad».
El libro refleja en cierto modo el que vastos sectores de la derecha de nuestro continente entienden que están ante una oportunidad histórica para instaurar nuevamente un «pensamiento único», en el que ya no se discutan sino las herramientas «técnicas» para mejor favorecer los intereses del gran capital, aceptado como portador exclusivo del progreso económico, social y cultural.El ciclo abierto por el proceso venezolano sobre el final del siglo XX y ampliado con diferentes modalidades a varios países de América Latina, constituyó en primer lugar una sorpresa para el mundo de la gran empresa, acunado en los años 90 por el villancico del «fin de la historia». Y el asombro se trocó en pesadilla, en la medida en que el vuelco hacia políticas con aspiraciones de autonomía internacional y algún grado de «justicia social» se reveló duradero y, para peor «contagioso». Acontecimientos como la profunda crisis venezolana y el triunfo electoral de Mauricio Macri en Argentina los han vuelto a una vigilia de esperanza. Kaiser y Álvarez son exponentes «2.0″ del programa de los años 90′, ahora en manos de nuevas generaciones de nativos digitales que aspiran a terminar para siempre con las «lacras del siglo XX» y colaborar con el establecimiento de una hegemonía capitalista en la que la política y el auténtico debate de ideas hayan dejado finalmente de existir, y los «ciudadanos» se hayan resignado de modo irrevocable a la más profunda y schumpeteriana apatía política, con el voto desganado cada dos o cuatro años como único momento para levantar la vista más allá del horizonte individual y familiar, guiado en primer lugar por las aspiraciones de consumo.
La experiencia histórica indica que los espera una nueva frustración, y las palabras «imperialismo», «explotación», «clases dominantes» seguirán resonando en el lenguaje de las ciencias sociales y la actividad social y política de nuestro continente y del mundo. Y que las luchas colectivas siguen cauces que ni todos los millones de dólares de think tanks y consultoras pueden detener u obturar. Al llamado a rescatar a nuestros países de la «amenaza populista» no le cabe otra respuesta que la convocatoria a la lucha, frontal, integral, sin concesiones, contra el universo de desigualdad, injusticia y destrucción general, en nombre de las ganancias empresarias, que nos proponen los renovados apóstoles del «republicanismo», dispuestos como siempre a arrasar con todos y con todo lo que el interés del gran capital exija. Ellos son, siempre lo han sido, los que pavimentaron una y otra vez su camino con millares de cadáveres de trabajadores y pobres. Por fortuna, la historia no ha terminado. Y habrá que retomar la proclama, una vez más, de «socialismo o barbarie».
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