La historia no se repite, pero rima. El mundo que se perfila no es una anomalía, sino una actualización del viejo orden: un capitalismo que se quita la máscara liberal para mostrarse autoritario, militarista y depredador.
Hace poco el canciller de Alemania, Friedrich Merz, afirmó en una entrevista que los trabajadores alemanes tenían que trabajar más y de una manera más eficiente. Unas semanas más tarde el líder conservador español, Alberto Núñez Feijóo, denunció que el incremento del salario mínimo en España había sido indiscriminado, lo que a su entender suponía únicamente un coste adicional para las empresas. El mismo día, y en un acto de conmemoración por el final de la esclavitud, Donald Trump criticó el exceso de días festivos y pidió reducirlos para que supuestamente Estados Unidos no perdiera miles de millones de dólares.
Podría haber añadido otros ejemplos recientes, pero es suficiente: me interesa subrayar que estas visiones del mundo compartidas por los líderes conservadores adelantan un panorama muy sombrío para la clase trabajadora occidental. Si hay algo que tienen en común estos líderes es precisamente su concepción de que hay que elevar la tasa de explotación laboral para que una economía «funcione bien». Se podrá argumentar que esto ha sido así desde siempre, y que el neoliberalismo es, de hecho, una cosmovisión elevada sobre esa reflexión. Pero esta vez hay algo diferente.
El neoliberalismo fue una reacción histórica contra las políticas keynesianas o socialdemócratas que habían configurado las economías occidentales desde la segunda guerra mundial. Como es sabido, este arreglo institucional de posguerra se basaba en un acuerdo tácito entre capital y trabajo por el cual compartían los beneficios de la actividad económica, de tal manera que los incrementos de productividad -por ejemplos debida al progreso tecnológico- fueran repartidos por igual entre capital (los beneficios empresariales) y trabajo (los salarios). El neoliberalismo que vino después fue una política claramente pro-capital, lo que se expresó claramente en la pérdida de peso de los salarios (mientras los beneficios empresariales seguían creciendo).
Los gobiernos que se subieron a la ola neoliberal desde los años ochenta pusieron en marcha un desmontaje progresivo y radical de la mayoría de las conquistas de la clase trabajadora. Eran los tiempos del «fin de la historia», en los que parecía que el libre mercado y la globalización neoliberal suponían la última parada de la historia humana. Las tareas del Estado, se decía entonces, quedaban limitadas a unas pocas funciones básicas que hubieran parecido radicales incluso a Adam Smith -quien, por ejemplo, defendía el papel de la educación pública-.
La crisis financiera de 2008, la pandemia de 2020, la invasión de Rusia sobre Ucrania de 2021 y la amenaza de fondo de China sobre la hegemonía de Estados Unidos, terminó haciendo añicos esa creencia. Y, lo más importante, obligó a los gobiernos a deshacerse del neoliberalismo teórico. Primero los gobiernos usaron al Estado para socializar las pérdidas privadas; después recurrieron a él para intervenir en la financiación de vacunas, facilitar la recuperación de la actividad económica e incluso para el diseño de cierta política industrial; y finalmente lo emplean ahora también para incrementar la capacidad militar. El Estado ha vuelto como actor principal, pero bajo formas muy diferentes: ya no ocupado en la mitigación de los conflictos de clase sino como desnudo instrumento al servicio de los intereses del capital nacional.
Es aquí donde suele tener lugar la principal confusión. La visión popular representa la intervención del Estado como algo de izquierdas, aspecto que lleva a mucha gente a confundir la retórica intervencionista neomercantilista y pro-industrialización de Trump como algo progresista. Pero esa perspectiva es equívoca, ya que los conservadores y reaccionarios han usado al Estado para asegurar sus intereses cuando les ha convenido. El Estado jugó un papel modulador del conflicto de clases durante un período histórico concreto, pero antes ya había sido utilizado profusamente en beneficio de una de las partes.
En realidad, la actual configuración mundial encuentra muchas más similitudes con la era del mercantilismo y el inicio de la economía-mundo a partir del siglo XVI. Entonces, como ahora, los intereses comerciales de los imperios quedaban protegidos por el poder militar de los nacientes Estados, que aseguraban las rutas de suministro y los monopolios comerciales, y por una legislación destinada a promover el crecimiento de la riqueza por la vía de quitársela a otros mediante el saqueo y la guerra. Una visión de la escasez de recursos naturales impulsaba esa cosmovisión mercantilista que dominó el panorama internacional entre 1600 y 1750, pero que nunca ha desaparecido por completo.
En aquel mundo de los primeros imperios modernos, el trabajo era un recurso barato que explotar. No por casualidad la esclavitud acompañó e hizo posible el nacimiento del capitalismo. Aunque pocas veces se hace mención, las primeras colonias inglesas y francesas en América fueron levantadas sobre todo con ‘esclavos blancos’ que habían firmado contratos de servidumbre por plazos de hasta una década, siendo solo luego sustituidos en enorme magnitud por la esclavitud africana. En todo caso, el capitalismo se levantó sobre la llamada acumulación originaria: una explotación laboral brutal que reducía al ser humano a un simple recurso desechable. Los trabajadores occidentales eran explotados libremente hasta su literal extenuación, mientras que los trabajadores del resto del mundo eran explotados y esclavizados en grado aún mayor.
Hoy las cosas no son vistas de forma muy diferente por parte de los líderes conservadores. Su objetivo es defender la posición privilegiada de Occidente y frenar el ascenso de las economías asiáticas, que entre otras cosas han ascendido por la escalera de desarrollo combinando intervención estatal y bajos salarios. Dentro de esa lógica, los Estados occidentales ya se ha realineado para asumir un nuevo rol, mucho más intervencionista y militarista. El renacer de la OTAN es un síntoma evidente de este aspecto, pero también debemos incluir aquí la nueva orientación aparentemente pro-industrial tanto de Estados Unidos como de la Unión Europea. En esta configuración no hay rasgo alguno que nos invite a pensar que la orientación del Estado vaya a ser pro-trabajo, sino todo lo contrario. Esta actualización del papel del Estado tiene un claro componente pro-capital, y los dirigentes conservadores solamente están adaptando sus viejas cosmovisiones económicas a la nueva etapa. Como en la era del mercantilismo, nos dirigimos a un escenario de Estados fuertes y militarizados y una clase trabajadora débil, reprimida y desarticulada.
Los elementos progresistas que defienden una visión del Estado más sensible a las demandas de la clase trabajadora son demasiado débiles o están en retirada en todo Occidente. Obsérvese el caso de España, donde la política de redistribución de rentas y subida notable del salario mínimo, que ha iluminado la política nacional durante varios años, puede ser finalmente sustituida por un gobierno reaccionario que considera que estas mejoras han sido, en el mejor de los casos, ‘indiscriminadas’.
La historia no se repite, pero rima. El mundo que se perfila no es una anomalía, sino una actualización del viejo orden: un capitalismo que se quita la máscara liberal para mostrarse autoritario, militarista y depredador. Si la clase trabajadora no es capaz de recomponer sus fuerzas, construir organización y disputar el sentido y el uso del Estado, la nueva fase del capitalismo no sólo será más dura, sino que nos devolverá a los tiempos en los que la riqueza de unos pocos se construía con la sangre de los demás. La alternativa no es entre Estado o mercado, sino entre un Estado al servicio del capital… o al servicio del trabajo y de una vida digna dentro de los límites del planeta.
Aunque pensándolo mejor, seguro que para muchos es más fructífera la enésima división dentro de la izquierda o la búsqueda de ‘traidores’ que no rinden culto a las ruidosas pero inútiles y empequeñecidas facciones de la izquierda.
Alberto Garzón Espinosa. @agarzon
Fuente: https://www.eldiario.es/opinion/zona-critica/vuelto-no_129_12413714.html