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El estado nacional dentro de nosotros

Fuentes: Rebelión

El 6 y 7 de septiembre se realizó en el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, Celarg, el «Taller sobre Investigación social y experiencia comunitaria». Los invitados para orientar las discusiones que se iban a suscitar fueron la compañera Atenea Giménez, de la Red de Comuneros y Comuneras, Darío Azzellini, sociólogo, docente de la Universidad […]

El 6 y 7 de septiembre se realizó en el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, Celarg, el «Taller sobre Investigación social y experiencia comunitaria». Los invitados para orientar las discusiones que se iban a suscitar fueron la compañera Atenea Giménez, de la Red de Comuneros y Comuneras, Darío Azzellini, sociólogo, docente de la Universidad de Linz (Austria), realizador del documental «Comuna en Construcción», y Leonardo Bracamonte. El documental se pasea por el estado de la organización popular y muestra, tomando el testimonio de sus propios protagonistas, las contradicciones a las que se enfrentan comúnmente estos espacios surgidos en la compleja travesía que lleva el socialismo en Venezuela. El objetivo de la iniciativa era hacer énfasis, entre otros asuntos, en las complejas relaciones que mantienen las comunas y los consejos comunales con el Estado. Antes se dio una contextualización de un proceso como el venezolano, que ha decidido potenciar las experiencias democráticas locales. De esta forma la revolución bolivariana ha retomado una tradición «consejista» visible en pasadas experiencias sobre todo durante el siglo XIX en Europa, en las revoluciones de 1848 y en la Comuna de París en 1871, como lo hizo ver en su oportunidad el propio Azzellini.

Para nosotros estaba claro que la reorganización estructural de la sociedad, una vez que el capitalismo histórico termine de colapsar mundialmente (Wallerstein), debería implicar que el sistema que logre modelos de estabilidad más permanentes y democráticos, debe tomar en cuenta formas locales que rescaten el carácter participativo y directo, al tiempo en que se daría primacía el tipo de sociabilidad local de suyo más horizontal, para propiciar desde ahí vías para una hegemonía cultural distinta. En todo caso, lo empíricamente comprobable aquí es la crisis global del capital, y de la constatación de este hecho, es preciso tener en cuenta que ahora se abren alternativas para reinventar otra política.

Lleva cierta ironía este principio de la sociedad «comunal», porque sobre todo durante el siglo XVIII, la noción de comunidad, con sus lazos más afectivos aunque jerarquizados, sus tradiciones inveteradas, su orden rural aparentemente inmutable, fueron elementos desdeñados por algunas tradiciones del pensamiento progresista. Lo cierto es que las ideologías antisistémicas durante el siglo XX, que prometían el progresivo desmantelamiento de los estados respectivos, pronto pragmáticamente olvidaron ese objetivo histórico, en parte para salvar sus propias revoluciones de las amenazas internas y externas. El resultado fue el fortalecimiento de los estados nacionales, sobre todo en su vertiente represiva.

El proceso bolivariano ha sabido detectar como una instancia estratégica para potenciar formas alternativas de sociabilidad, el ámbito de las comunidades. Desde hace varios años se viene promoviendo la participación de los ámbitos comunitarios y su incidencia en las políticas que lleva el Estado. Con el transcurso del tiempo, como en verdad era predecible, ya se han generado tensiones entre un movimiento popular anclado en la comunidad, y las instituciones estatales que vienen condicionando se desarrollo. Muchos movimientos locales acusan a las instituciones de ineficientes, y a su funcionariado de indolentes, burgueses, soberbios o corruptos. Los testimonios y los distintos análisis de estos problemas se vieron expuestos con claridad en el documental mencionado arriba; «Comuna en construcción», y en las intervenciones de varios compañeros en el taller desarrollado en el Celarg. De modo que en estas condiciones estaría planteado un conflicto de algunas proporciones que sin embargo, es parte de la «naturaleza» del proceso de cambios. En este aspecto, conviene hacer algunas precisiones que son útiles para tratar de superar una polémica que en los términos en que con regularidad se plantea, podría terminar por confundir las cosas.

No se trata entonces de negar las contradicciones estructurales entre revolución, y los mecanismos de control que dispone todo estado nacional, incluso uno que estaría propiciando una revolución. En primer lugar, normalmente quienes la emprenden en contra del carácter en algunas ocasiones inoperante de las instituciones, de los ministerios, del Estado en su conjunto, lo hacen desde una perspectiva falsa, ideológica, ingenua y engañosa. Parten del presupuesto según el cual ese estado no tuviera nada que ver con la sociedad, con los sujetos sociales, con el movimiento popular, con el desarrollo histórico de la sociedad. En síntesis, en sus argumentos subyace la opinión según la cual las estructuras estatales estarían fuera de la sociedad, o en el peor de los casos, como si fueran criaturas extrañas incrustadas en el cuerpo de una nación. Esta apreciación es, por último, bastante liberal. Entre otras cosas porque se enmarca en tradiciones hegemónicas de pensamiento que entienden al estado, a la sociedad, y a los procesos económicos, como reinos separados. Cuando a lo sumo representan instancias interrelacionadas capaces de sobre-determinarse unas a otras.

En concreto el Estado, sus instituciones, su funcionariado, constituyen un producto histórico específico de la sociedad. Se podría incluso sostener que nuestro Estado petrolero ha contribuido a generar patrones culturales determinantes en la sociedad venezolana. Y al mismo tiempo las instancias sociales organizadas han incidido en el funcionamiento del estado, al momento de demandar reformas sustanciales, o servicios puntuales convertidos en reivindicaciones generales. En decir, estamos hablando de que la conformación de nuestra propia cultura está determinada por estas expresiones estatales que perviven y se reproducen fuera de nosotros, pero que también están muy dentro de nuestra propia subjetividad social. Una implicación de esto es la limitación que hace tiempo muestra la lectura marxista «vulgar», según la cual el estado es instrumento de dominio de las clases históricamente dominantes. Esto no es que haya dejado de ser cierto, lo que ocurre es que no es solamente eso. En consecuencia, el objetivo estratégico de desmantelar el estado clientelar, en parte corrupto y adiposo, debe contemplarse como una acción que involucra el desmantelamiento de una parte de nosotros mismos, o más específicamente, de lo peor de nosotros mismos. En otras palabras, a un estado burgués, le corresponde una sociedad profundamente burguesa.

 

Las actividades que se desarrollaron en el Celarg comentadas al principio son muestras de una peculiar realidad. Los marcos de acción política y de participación comunal, están inscritas, para el caso venezolano, en coordenadas diseñadas previamente por los burócratas de la detestada institucionalidad. Es una escena, además, que se realiza con regularidad en el desarrollo del documental de Azzellini. Quienes van hasta las comunidades e incluso en muchos casos propician la creación de los Consejos comunales en los rincones más apartados de la geografía, son cuadros que provienen de alguna oficina ministerial. Las soluciones que proponían algunos de los compañeros que posaban de anti-estatales y anarquistas, siempre pasaban por una razonable intervención del estado en determinados asuntos. Es claro que llegado a un momento, las instancias estatales deberían superarse, tal como están creadas, como paso previo para plantearse escenarios en verdad revolucionarios. Pero ese objetivo debería comenzar por una decisión política y sin duda histórica de los movimientos sociales, según la cual la conquista de su propia autonomía, debe implicar el cuestionamiento de los peores rasgos de una cultura política típicamente estado-céntrica.


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