La teoría está muy clara, tanto que parece haber sido elaborada por un niño antes de haber acudido a la escuela. Si cada uno de nosotros busca su interés personal al final, la suma de búsquedas, dará el interés general. Si yo cultivo cebada y veo que la cebada cada vez vale menos, dejaré de cultivarla y me dedicaré a otra cosa. Si trabajo con un banco y no me atiende bien, ni remunera mis ahorros ni me facilita el crédito a un interés razonable, pues cambio de entidad y a otra cosa. Si pesco sardinas y no me pagan en la lonja más de medio euro, las tiro al mar y pesco calamar. Perfecto, pero es mentira y causa un extraordinario daño a las personas y a la naturaleza.
Estamos asistiendo a un periodo de inflación desbocada que ya se deja notar en la subyacente, en la que no evalúa el precio de los combustibles ni el de los alimentos perecederos. Dicen los analistas económicos que a menudo estas cosas suceden por simpatía, es decir que, ante el aumento justificado de un determinado producto, se ocasiona una estampida de precios al alza bien porque la primera subida aumentó los costes de producción de otras, bien porque muchos productores se apuntan al carro, aunque los bienes que fabrican no hayan experimentado ningún sobrecoste. En la situación actual partimos del incremento de los precios de la energía, hecho que comenzó a producirse mucho antes de la invasión de Ucrania por Putin. La subida de los precios de los combustibles fósiles -esos que íbamos a abandonar en breve para dejar de emitir gases de efecto invernadero- ha provocado la de la electricidad y la del transporte. Ambas subidas afectan a la mayoría de las cosas que habitualmente consumimos. Sin embargo, a día de hoy no existe ningún problema de escasez de petróleo ni de gas, además disponemos de una oferta de energías limpias mucho más grande de la que existía hace veinte años. ¿Qué sucede?
Lo primero que tendríamos que considerar es quienes son los que ponen precio a las cosas en la sociedad globalizada de mercado. Dicen que los precios dependen de las leyes de la oferta y la demanda, pero claro la oferta de petróleo o de gas la ponen unos señores reunidos en consejo de administración y la potencia hegemónica. Ahora mismo las reservas mundiales de petróleo permitirían -aunque los efectos sobre el calentamiento global serían devastadores- seguir consumiendo ese recurso energético durante cien años más, pudiendo sustituirse el petróleo ruso con solo dejar a Venezuela, país con las mayores reservas del planeta, producir a la mitad del ritmo que Arabia Saudí. Sucede que Estados Unidos mantiene un férreo bloqueo sobre la economía venezolana con el propósito de derrocar al gobierno de ese país, que por falta de medios tecnológicos suficientes apenas puede extraer la décima parte de lo que podría en otras condiciones. De modo que, pese a las decisiones de la OPEP, el precio final del petróleo lo fija Estados Unidos, quien, por otra parte, tiene asegurados sus suministros desde que ocupó Irak y gracias también a su íntima amistad con los reyes feudales de Arabia. China contará en breve con todo el combustible ruso que necesite y Europa, que apenas había comenzado la transición hacia la economía verde, se verá abocada a comprar lo que le deje el amigo americano y al precio que este diga. Es decir, que con la excusa de la invasión de Ucrania aquí los grandes intermediarios energéticos se están forrando como nunca antes lo habían hecho, mientras los países europeos, gracias a una política exterior desastrosa, comienzan de nuevo a quemar carbón mientras las temperaturas suben año tras año sin dar tregua.
Lo mismo que sucede con los combustibles, ocurre en sectores como la agricultura o la ganadería. No hay que hacer un trabajo de investigación en exceso complicado para saber que recibe un agricultor por un kilo de naranjas o uno de patatas. La naranja en el bancal se ha estado pagando a unos treinta céntimos, la patata a unos céntimos más. Sin embargo, en las fruterías, grandes superficies o mercados de abastos el precio de ambos productos se paga a tres o cuatro veces el valor de origen. Evidentemente el mercado es una auténtica calamidad que está contribuyendo a dejar el campo vacío mientras se entrega la producción a grandes explotaciones ultra contaminantes controladas por grandes empresas a las que importa muy poco acabar con los acuíferos, pagar sueldos de miseria o dejar las tierras estériles para el día de mañana. Entre esos grandes productores y los grandes distribuidores se llevan más de dos tercios del precio sin que el pequeño agricultor o ganadero reciba un céntimo más que hace diez años. ¿Qué hacer? Para todo hay soluciones, pero si se quiere mantener con vida al medio rural, si se quiere acabar con la especulación, si se quiere de una vez por todas poner la economía al servicio de los ciudadanos, es imprescindible poner un precio mínimo y grabar los márgenes de beneficio de distribuidores y especuladores. En otro caso, si el precio de los alimentos y otros recursos de primera necesidad se dejan exclusivamente a la decisión de los mercados y los mercaderes, es decir de los grandes productores e intermediarios, nos encontraremos en breve plazo de tiempo con la desaparición de los pequeños productores y la imposición de unos precios cada vez más inaccesibles para la mayoría.
Llevamos años sacralizando al mercado sin que nadie se atreva a decir que es el sistema en el que el pez grande se come al chico e impone su voluntad. La neutralidad de los estados a la hora de intervenir en la regulación de la producción y en los precios está llevándonos a un callejón sin salida que terminará por bloquear la producción mundial de bienes de primera necesidad. Si se reduce el número de productores y se abandonan las pequeñas explotaciones, la oferta mundial estará en manos de grupos oligárquicos que impondrán el precio que más beneficios les depare, afectando además de modo irreparable al mantenimiento de la vida en el mundo rural, con lo que eso supone para la conservación del medio natural.
El capitalismo, los grandes capitalistas que controlan el comercio mundial, ha decidido que manda el mercado y que el mercado son ellos. Pongamos otro ejemplo criminal. Si usted ha decidido poner placas solares en su vivienda para abaratar la factura o ser autosuficiente en la medida de lo posible, tendrá que saber que si en algún momento le falta electricidad tendrá que pagarla al precio de oro que indica el mercado, pero si tiene excedentes las compañías eléctricas encargadas de la distribución se lo remunerarán a precio de limosna. Ese es el mercado, una boca muy ancha para la oligarquía dominante, una muy estrecha para quienes están abajo.
Dicen que estamos en crisis y que se avecina una gran recesión debido a los desajustes producidos por la pandemia y por la guerra de Ucrania. Es posible, pero lo que es cierto es que esa crisis la pagaremos los de abajo mientras los que controlan el mercado seguirán celebrando la mayor de las fiestas, la fiesta de la desigualdad, de la acumulación de riquezas en pocas manos, de la multiplicación de la pobreza. Y el responsable sólo tiene un nombre, se llama Mercado, esa cosa que sólo se rige por la norma de maximizar beneficios como sea y a costa de lo que sea.