A principios del siglo XIX, la burguesía y los terratenientes prusianos comenzaron un proceso de negociaciones con otros treinta Estados germánicos de cara conseguir una unión que estimaban beneficiosa para sus intereses. Tras diversos tratados comerciales, en 1835 todos los negociadores, excepción hecha de Austria, constituyeron el «zoelverein» o unión aduanera, aunque la formación del […]
A principios del siglo XIX, la burguesía y los terratenientes prusianos comenzaron un proceso de negociaciones con otros treinta Estados germánicos de cara conseguir una unión que estimaban beneficiosa para sus intereses. Tras diversos tratados comerciales, en 1835 todos los negociadores, excepción hecha de Austria, constituyeron el «zoelverein» o unión aduanera, aunque la formación del nuevo Estado alemán no culminaría hasta la victoria de Prusia sobre Francia en 1871 con el Canciller Otto Von Bismarck. Es seguro que los primeros ideólogos de la unificación europea -Coundenhove, Briand, Herriot, Clemenceau, Natoli, Pacciardi: Locke, Montesquieu, Proudhon, Krause o Comte habían escrito mucho sobre la cuestión en los siglos XVIII y XIX- tuvieron en cuenta la experiencia alemana, no lo es tanto que los actuales dirigentes de la Unión Europea se hayan fijado en ella, tampoco si tienen un modelo de futuro o se dedican únicamente a improvisar y aplicar las políticas neoliberales salidas de las mentes perversas de los economistas vieneses que enseñaron a Milton Friedman a elaborar unas teorías que sirviesen a los grandes mercaderes para acrecer la explotación y la desigualdad en todo el planeta tomando como primer campo de experimentación la dictadura chilena del genocida Pinochet. Lo que sí parece cierto es que Europa navega a la deriva dirigida por burócratas de medio pelo que han consentido que la primera economía mundial se vea zarandeada por los especuladores de todo el mundo incluidos los propios, que Europa no pinte nada en el panorama internacional, que Alemania utilice la moneda para su propio beneficio cortoplacista que le permite crecer a costa la crisis de sus socios y que el Estado del bienestar se esté desmantelando a base de reformas que favorecen a los dueños del dinero a costa del interés general.
Desde sus comienzos en 1952 con la firma del tratado que daba nacimiento a la CECA, Comunidad Europea del carbón y el acero, el proceso seguido para llegar a la unión europea se basó en planteamientos economicistas. Así se deduce del Tratado de Roma, por el que nació la Comunidad Económica Europea y el EURATOM en 1957, y de los sucesivos tratados que suprimieron aduanas y dieron nacimiento a la moneda única, hecho este que fue acogido con esperanza por la ciudadanía de los países donde hoy rige, pues parecía que por fin se estaban dando pasos firmes hacia la deseada unión política. No fue así, y una vez conseguida la libre circulación de mercancías y capitales y la implantación del euro se procedió a una apresurada y premeditada ampliación que paralizó por completo todos los proyectos, dejando a los organismos europeos como una especie de árbitros caseros de ese particular «laissez faire, laissez passer» que proclaman los adalides del capitalismo salvaje.
Nadie, salvo algún nostálgico irreflexivo, puede negar que la unión monetaria fue un éxito sin paliativos, de hecho hoy es la moneda más fuerte del planeta. Pero, ¿en qué ha beneficiado a los ciudadanos de a pie, a los trabajadores europeos ese hecho histórico? Pues, sinceramente creo que en nada, absolutamente en nada, salvo que consideremos, y lo es, un beneficio poder viajar por una serie de países sin tener que ir cargado de divisas. Al paralizarse el proceso de unión política por la ampliación -han sido muchos los analistas que han señalado el interés de Estados Unidos para que Europa siga ampliándose hasta el infinito: Saben que es un viaje a ninguna parte- y por el rechazo francés a una Constitución que suscitaba recelos en muchos europeos, del sueño europeo ha quedado fundamentalmente el euro, y el euro, así, a palo seco, dentro de una sociedad «de libre mercado» donde todo se rige por «una mano invisible» que es la más visible de todas, la de los especuladores y acaparadores, ha tenido unos efectos devastadores sobre las economías familiares.
Si la implantación de la moneda única se hubiese hecho con los debidos controles políticos y administrativos, con las debidas y duras sanciones para todos los despabilados que se aprovechan de los cambios y dentro de un proyecto de futuro ilusionante para todos, hoy el euro, y por tanto Europa, sería una realidad fuerte y querida. Pero no ha sido así, y el proyecto europeo parece que sólo ha servido para que los mercaderes acumulen más riquezas y los trabajadores de casi todas las categorías hayan visto disminuir su nivel de vida de forma alarmante. Tan es así que hoy por hoy, cuando en los nueve años de vigencia del euro hemos contemplado como los precios se han multiplicado por tres en muchos países sin que ninguna autoridad comunitaria o estatal haya hecho nada, cuando parece evidente que el único objetivo de la unificación monetaria y de la propia unión europea ha sido que aumente la desigualdad y que los plutócratas lo sean más que nunca, son pocos los que creen en la idea de Europa, en su futuro como entidad política supranacional viable. El euroexcepticismo, promocionado por Estados Unidos, el Reino Unido, Alemania -incorporada hace unos años para utilizar al euro en su propio beneficio- y los neocon infiltrados en las principales instituciones -Comisión Europea, Banco Central- ha ganado la partida. Esperemos que sólo sea una batalla, y no el final de una guerra, pues la unión política de Europa -pese al esquilmo que ha supuesto el euro para las economías más precarias- es una necesidad acuciante, es el único futuro posible, sobre todo si somos conscientes de que la inacción, la indolencia, el pesimismo, el individualismo exacerbado y la aceptación de la regresión como algo inevitable siempre han sido los principales enemigos del progreso, la libertad y la justicia.
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