A finales de 1987, altos cargos políticos de Francia y Alemania se reunieron para llegar a acuerdos bilaterales en materia de defensa militar, sobre todo en relación al arsenal nuclear de la potencia gala. El francés Jacques Attali se dirigió a la delegación alemana con un mensaje inquietante: «Para poder tener un equilibrio, hablemos ahora […]
A finales de 1987, altos cargos políticos de Francia y Alemania se reunieron para llegar a acuerdos bilaterales en materia de defensa militar, sobre todo en relación al arsenal nuclear de la potencia gala. El francés Jacques Attali se dirigió a la delegación alemana con un mensaje inquietante: «Para poder tener un equilibrio, hablemos ahora de la bomba atómica alemana». Los alemanes no salían de su asombro: «Sabéis que no tenemos la bomba atómica. ¿Qué quieres decir?». A lo que Attali, en aquel entonces consejero del presidente Mitterrand, respondió: «Me refiero al marco alemán» [1]. La anécdota es bastante ilustrativa de una realidad que, en su momento, pasó bastante desapercibida: el euro no se gestó en un laboratorio de brillantes economistas ni tampoco fue el producto de un irracional derroche de generosidad por parte de nuestros vecinos del norte. Su creación debe mucho más al juego de intereses de las grandes potencias europeas y de las oligarquías financieras locales que a una casi inexistente discusión intelectual sobre las ventajas y los peligros de una unión monetaria entre economías con comportamientos y necesidades tan dispares.
Más de una década más tarde, parece que la durísima crisis económica que sufre España y la manifiesta insolidaridad y sadismo con los que se está respondiendo desde Bruselas y Frankfurt han permitido abrir, con indudable retraso, el debate sobre la cuestión de la moneda única europea. Un debate en el que, hasta hace bien poco, los escasos partidarios de tener en cuenta todas las opciones se arriesgaban a una fulminante orden de destierro al reino de lo políticamente demencial. Independientemente de las conclusiones que uno pueda sacar como lector, hay que celebrar la aparición de la última obra del economista Juan Francisco Martín Seco, Contra el euro, aunque sólo sea como ejemplo de coraje intelectual. Escrito en un lenguaje comprensible y con voluntad de ser leído por todo aquel que quiera sofisticar su conocimiento sobre la crisis y el papel de la política monetaria en el abanico de remedios disponibles a corto y medio plazo, el libro es una aportación incisiva y rigurosa al todavía incipiente debate sobre la permanencia en el euro.
El libro empieza con una convincente identificación de las causas que explicarían el innegable declive de la pasión europea en España. Durante la segunda mitad del siglo XX, a la Europa occidental se la asociaba popularmente con la democracia y el bienestar social, dos valores en claro antagonismo con el odiado régimen franquista. Sin embargo, a estas alturas, tras más de dos décadas de giro neoliberal europeo, a nadie se le escapa que las instituciones de la Unión Europea poco tienen que ver con la promoción de estos dos valores. Más bien lo contrario. Desde el estallido de la crisis económica, casi todo lo que llega de la UE -ya sea en forma de recomendación, orden o chantaje-, sólo se puede interpretar como un renovado intento de socavar los principios de la democracia y favorecer el empobrecimiento general de la mayoría.
El irregular proceso con el que se pretendió aprobar la llamada «Constitución europea» constituye el ejemplo más significativo del talante demofóbico de la UE. Como se recordará, las autoridades europeas sortearon los resultados negativos de los referéndums de Francia y Holanda, con la cuestionable maniobra de trasladar los apartados más importantes del fracasado proyecto constitucional al nuevo Tratado de Lisboa, lo que permitió a la casi totalidad de los gobiernos ahorrarse el incierto trámite de tener que aprobarlo vía referéndum. La única excepción fue Irlanda, donde en un primer referéndum ganó el no al Tratado y no fue hasta el segundo, ya bajo la presión de la crisis y la intervención, cuando el pequeño país celta «entró en razón». La presión para tumbar a los gobiernos electos de Grecia e Italia y sustituirlos por tecnócratas cercanos a la oligarquía financiera también fue otro episodio muy elocuente. Martín Seco acierta al señalar al Banco Central Europeo (BCE) como el logro más relevante e influyente de la filosofía antidemocrática que domina el actual proyecto de construcción europea. Con la creación del BCE, todos los países de la Eurozona cedieron la política monetaria -un pilar fundamental de toda política económica-, a un gobernador «independiente» de la política. Los estatutos del BCE están fuertemente impregnados por la ideología neoliberal. A diferencia de otros bancos centrales, entre cuyos mandatos figura el fomento de políticas de pleno empleo, el europeo se caracteriza por tener una única misión: la estabilidad de precios. Con la crisis se ha demostrado que el BCE no sólo es un organismo ideológicamente muy afín a los intereses de la élite financiera europea, sino que, además, es totalmente insensible al sufrimiento de las naciones más débiles de la Eurozona. Junto con la libre circulación de capitales, el Banco Central Europeo es el otro gran responsable de la actual vulnerabilidad gubernamental ante los ataques especulativos de los mercados financieros. Para los países con problemas de financiación, el BCE se ha revelado como una institución opresiva y extranjera, siguiendo la política monetaria que más convenía a los intereses del gobierno alemán y negándose a apoyar la deuda de los países de la periferia. Desde Frankfurt se ha aprovechado la asfixia financiera de estos gobiernos para forzar cambios en la política fiscal, social y laboral con un marcado sesgo neoliberal, cambios que hunden todavía más a la economía del país afectado y que suponen una injerencia intolerable contra la democracia y la soberanía nacional. La política de socorro financiero con fuertes dosis de condicionalidad ha cerrado un injustificable círculo de expropiación competencial. El BCE, que ya nació usurpando definitivamente la política monetaria de los mecanismos de fiscalización democrática, ha acabado imponiendo su criterio ideológico en todas las áreas relevantes de política económica.
La otra gran víctima del desarrollo institucional europeo ha sido el ya de por sí precario Estado del Bienestar español. La destrucción continua de garantías sociales ha sido facilitada por el aparente caos asimétrico del proceso de construcción europea, el cual, en el fondo, no deja de tener una coherencia bastante sólida. Sólo con que se analice con cierto detenimiento, no es difícil llegar a la conclusión de que la Unión Europea ha tendido a armonizar y fragmentar lo que más le ha convenido a las élites financieras. Por una parte, ha unificado la moneda, la religión del déficit cero y una legislación sobre la competencia, que, en la práctica, desarma a los gobiernos de toda posibilidad de legislar a favor de los intereses de sus clases populares. Al mismo tiempo, ha mantenido fraccionados el ámbito tributario (salvo algunas normas concretas en la imposición indirecta), las prestaciones sociales y la legislación laboral. Las consecuencias eran previsibles. La ausencia de una política fiscal, social y laboral de ámbito europeo, combinada con la libre circulación de mercancías y de capital, deja a los Estados a merced del chantaje de las grandes empresas. Éstas siempre podrán amenazar con marcharse al país donde las condiciones sean más amables para el gran capital y más duras para el trabajo. Ante la amenaza de deslocalización, los gobiernos se ven forzados a cargar el grueso de la presión fiscal en impuestos indirectos y en las nóminas, así como a desmantelar la legislación laboral existente. Sin los grandes instrumentos necesarios para articular una política económica nacional, los gobiernos han acabado optando por caer en la trampa que ellos mismos se habían tendido, aplicando políticas de dumping fiscal y laboral como única vía posible para ganar cierta competitividad. En consecuencia, el atractivo del proyecto europeo ha quedado irremediablemente dañado por esta tendencia a homogeneizar las condiciones laborales por abajo. Para el Sur de Europa, el proceso de convergencia europea no está implicando el prometido acercamiento paulatino al bienestar escandinavo, sino más bien un vertiginoso descenso a la competencia con la precariedad y la inseguridad laborales de la Europa del Este.
En este contexto, no resulta extraño que el necesario debate público que debería haber precedido el proyecto de la unión monetaria fuera sustituido por una ensordecedora campaña de propaganda para celebrar el aparente paso de gigante que estaba dando Europa en su ascenso hacia cotas históricas de integración política continental. De haberse producido un debate serio sobre el euro, quizás se hubieran tenido en cuenta las lecciones más evidentes del fracaso de su precedente más inmediato, el Sistema Monetario Europeo (SME), el mecanismo por el cual varias monedas nacionales europeas establecieron unos estrechos márgenes de fluctuación en sus respectivos tipos de cambio. El abandono efectivo del SME en 1993, cuando se ampliaron las bandas de fluctuación hasta un 15%, demostró que el establecimiento de tipos de cambio fijo entre economías tan diferentes provocaba problemas que acababan pagando los países con mayor déficit en sus balanzas de pago. También dejó claro que la imposición de límites en la fluctuación cambiaria no había implicado una correspondiente convergencia en los ritmos de inflación de los distintos países. Un debate previo sobre la conveniencia de entrar en la moneda única también habría popularizado el análisis económico que avala la creación de una moneda única para las llamadas «zonas monetarias óptimas». Según este modelo explicativo, la Eurozona incumple dos de las cuatro principales condiciones para establecer un sistema de convergencia monetaria. No hay una auténtica movilidad laboral (las diferencias culturales y lingüísticas la hacen inviable y dolorosa) y, sobre todo, no hay una verdadera unión fiscal. Por «unión fiscal» no hay que entender la perversa caricatura que propone la canciller alemana (constitucionalización de la prohibición del déficit público estructural), sino el establecimiento de una Hacienda pública comunitaria, con potentes impuestos propios, con capacidad para hacer frente a los gastos y las prestaciones sociales de todos los ciudadanos europeos y con voluntad de corregir los desequilibrios territoriales transfiriendo enormes cantidades de riqueza desde las regiones ricas a las pobres. Hay que reconocer que la actual alternativa a la Hacienda europea, los llamados fondos de cohesión estructural, han supuesto un gran éxito en términos de efectividad publicitaria, pero sus efectos en la redistribución de la riqueza entre regiones han sido prácticamente insignificantes. Estos fondos siempre han representado una cifra irrisoria del PIB europeo (el presupuesto total europeo equivale a poco más del 1% del PIB global de la UE, y la principal partida es para la agricultura). En muchos casos, los fondos de cohesión han incentivado una política de grandes infraestructuras de dudosa utilidad, que ha distorsionado el presupuesto del gobierno español y que ha contribuido a consolidar un modelo productivo con altas tasas de paro.
Sin una auténtica unión fiscal y política que corrija los desequilibrios que provoca inevitablemente cualquier unión monetaria y comercial, el euro sólo puede funcionar como un instrumento intensificador de la tendencia a la desigualdad social y regional en el seno de la Eurozona. En efecto, actualmente, la moneda única fomenta la transferencia de recursos a través de los mercados financieros, pero, en contra de la lógica políticamente aceptable, esta transferencia se efectúa desde los países pobres a los países ricos. Alemania y otros países acreedores son los principales beneficiados del euro, al menos en el corto plazo. El mantenimiento del mismo tipo de cambio erosiona la competitividad de países como España con un ritmo de inflación mucho más elevado e incrementa sus déficits en la balanza de pagos, mientras favorece que Alemania acumule superávits. Como consecuencia, Alemania puede financiar su deuda a un tipo de interés privilegiado, mientras que los países de la periferia, abandonados por un BCE que sólo escucha a Berlín, se ven forzados a tener que financiar su deuda pública con tipos prohibitivos. Como se ha dicho, la unión monetaria también favorece el incremento de las desigualdades sociales. Sin posibilidad de recurrir a la devaluación de la moneda, se presiona a los países deudores para que fomenten la devaluación interna de los precios como estrategia para lograr la llamada deflación competitiva. La hegemonía neoliberal de las últimas décadas ha hecho impensable establecer mecanismos de intervención de precios para grandes áreas de la economía nacional, con lo que la deflación competitiva se acaba limitando a las políticas de contracción intencionada de los salarios.
Martín Seco no se limita a un análisis abstracto de la moneda única. El libro detalla la contribución del euro a la actual crisis económica española y concluye que, si bien el euro no es la única causa de la burbuja inmobiliaria y del déficit en la balanza de pagos, sí que ha actuado como uno de sus requisitos imprescindibles. En primer lugar, la moneda única ha supuesto un fuerte lastre para la competitividad de la economía española. El euro se creó con la promesa -incumplida- de que su propia puesta en marcha favorecería una confluencia en los ritmos de inflación y con la premisa -indefendible- según la cual los intereses de la economía alemana en política monetaria siempre serían idénticos a los de una economía tan diferente como la de España. La puesta en marcha de la unión monetaria ha evidenciado la fragilidad de estos supuestos teóricos. Desde la constitución de la unión monetaria en 1999 hasta 2008, la media de la inflación en la Eurozona fue del 22%, pero su comportamiento varió mucho en función del país. En Alemania los precios crecieron un 17,42%, mientras que en España lo hicieron en un 34,28%. Los productos españoles, pues, se encarecieron un 17% respecto a los alemanes. Hay que tener en cuenta que, al permanecer en el euro, los países del Sur de Europa no sólo pierden competitividad en relación con países como Alemania, Austria y Francia. También la pierden respecto a otras potencias económicas mundiales. Desde su creación en 1999, el euro se ha apreciado un 31% frente al dólar, un 32% con la libra, un 54% con el rublo, un 70% con el peso mexicano… Aunque las recetas impuestas desde la UE defienden lo contrario, la verdad es que el diferencial de inflación entre España y Alemania no se explica por una política fiscal expansiva (España tenía superávit presupuestario al estallar la crisis) ni tampoco por incrementos salariales significativos. En cualquier caso, se trata de un diferencial que no debería sorprender a nadie que se haya tomado la molestia de observar la evolución histórica de los tipos de cambio entre los diversos países de la Eurozona. En los treinta años anteriores a la creación del euro, el marco se había apreciado en un 500% respecto a la peseta y en más de un 2.000% respecto al dracma.
En su momento, el euro también contribuyó a hinchar la burbuja inmobiliaria con una abundancia de crédito barato. Sin la moneda única europea, los bancos alemanes y franceses no hubieran podido prestar tanto y a un tipo tan atractivo a los bancos españoles. Sin duda, la crisis habría estallado de cualquier modo, pero no con esta magnitud. Habiendo cedido la soberanía monetaria, las autoridades españolas disponen ahora de menos instrumentos para hacerle frente. El euro, pues, tiene mucho que ver con la intensidad y el origen de la crisis, así como con las dificultades para poner en marcha soluciones realistas y socialmente equitativas.
A estas alturas, ya nadie se atreve a defender a los artífices de la moneda única europea como estadistas con una gran visión de futuro. Los apologetas entusiastas de ayer han cambiado el tono. Conscientes de que la única promesa concreta que puede ofrecer la Troika (BCE, Comisión Europea y FMI) es la de más «sudor, sangre y lágrimas», los defensores de la permanencia incondicional en el euro oscilan entre el discurso del miedo y la apelación a la presunta irreversibilidad de la historia. Lo que se pretende, en definitiva, es acallar las preguntas razonables que se debería plantear la ciudadanía en la actual encrucijada histórica. ¿Es sostenible el euro tal como existe hoy día? ¿Los costes de permanecer en el euro son menores que los de marcharse? El autor huye del tono apocalíptico y expone, con matices, los distintos escenarios posibles.
En caso de permanecer dentro del euro, los desequilibrios actuales se podrían corregir de tres maneras. Una salida posible pasaría por una política fiscal expansiva de los países acreedores para estimular su demanda interna, lo que favorecería las exportaciones de los países deficitarios. Esta política debería estar coordinada con una política monetaria expansiva del BCE que permitiera la devaluación del euro y mayores tasas de inflación en la Eurozona, especialmente en Alemania. Sería una solución provisional y, a pesar de todo, difícil de conseguir. El principal obstáculo es que no depende de nosotros, sino de un improbable cambio en el escenario político alemán, ya que, hoy por hoy, los grandes partidos de Alemania están en contra.
Otra solución -la que se está llevando a cabo en la actualidad- es cargar la responsabilidad del ajuste a los países deudores: la llamada deflación competitiva, una estrategia que, como ya se ha comentado, siempre se acaba limitando a la contracción salarial y en ningún caso garantiza los mismos resultados de una depreciación monetaria, porque parte de la errónea e interesada premisa que identifica los incrementos salariales como principal causa de la inflación. Vale la pena recordar que en España la inflación no viene dada por alzas en los salarios (de hecho, los costes laborales unitarios en términos reales cayeron seis puntos entre 1999 y 2007, tres puntos más que la media europea), sino por el aumento del excedente empresarial (más alto que muchos otros países de la UE). Como se sabe, el poder adquisitivo de los trabajadores durante los años de falsa prosperidad de antes de 2007 apenas se mantuvo. El principal defecto de la deflación competitiva es su carácter profundamente inequitativo. Afecta principalmente a los trabajadores y a los pequeños empresarios, mientras que los grandes empresarios, especialmente aquellos que dominan sectores de escasa o nula competencia, quedan beneficiados. Con la deflación competitiva, los que tienen deudas ven como éstas crecen respecto a sus salarios, mientras que los que acumulan riquezas se vuelven más ricos en términos relativos.
La tercera solución dentro del euro sería la de construir los cimientos necesarios para un funcionamiento sostenible de la unión monetaria a través de una verdadera unión política y fiscal. Es decir, un proceso político para Europa similar al de la Alemania unificada. Probablemente a muchos trabajadores alemanes de la antigua RDA, desencantados con el proceso de unificación alemana, les sorprendería saber que la máxima aspiración del Sur de Europa pase por una repetición de su cuestionable modelo de integración. Sin embargo, la verdad es que actualmente ésta es la mejor esperanza para los países de la periferia que decidan permanecer en el euro. Para lograr este objetivo, la dificultad política es, por decirlo de manera suave, casi insalvable. No existe un sentimiento de solidaridad europea comparable al de una nación y, por lo tanto, no es verosímil imaginar que Alemania esté dispuesta a practicar un grado de solidaridad interregional similar al que practican, por ejemplo, las Islas Baleares con el resto de España. Además, siempre habría que contar con el obstáculo añadido de no poder aspirar al mismo grado de movilidad laboral que permite la unidad cultural y lingüística de los alemanes. El horizonte de un gobierno nacional y democrático para toda la Eurozona, que guíe su política a partir de un interés general europeo y saque a la UE del actual atolladero, puede resultar un objetivo político loable, pero, en los tiempos de emergencia y colapso sociales que padecemos, no parece una opción muy factible. Para lograrla haría falta una revolución democrática de ámbito europeo, basada en una conciencia colectiva que, a día de hoy, brilla por su ausencia. Es difícil imaginar la creación de este nuevo sentimiento de pertenencia cuando no se cuenta ni siquiera con una esfera pública europea. Valga como ejemplo que, tras décadas de «integración europea», todavía no existe ni un solo gran medio de comunicación continental.
Finalmente, queda la opción de romper el tabú y empezar a sopesar la salida del euro como vía para corregir los desequilibrios de la economía española. Sin negar el shock económico inmediato que esta medida supondría, hay que recordar que la salida del euro no debería implicar necesariamente la salida de la UE (hay países de la UE que no entraron en el euro y que, en vista de su desastroso funcionamiento, han preferido mantenerse al margen). También hay que tener en cuenta que la salida de la moneda única tiene escenarios muy diversos. No es lo mismo ser la única moneda que sale del euro (peor escenario), que una salida colectiva y ordenada o una salida de un grupo de países, ya sea los que pertenecen a la antigua área del marco alemán o, por ejemplo, los del sur de Europa.
El principal problema de la salida del euro y la consiguiente devaluación de la nueva moneda nacional sería, sin duda, el encarecimiento de las importaciones y el posible -aunque cuestionado por no pocos economistas- efecto negativo que ello tendría en el incremento de la inflación, especialmente en un país como España, tan dependiente de las fuentes exteriores de energía. Sin embargo, no es menos cierto que la subida de precios en los productos importados podría favorecer la industria local, un fenómeno que, junto con el aumento del turismo y de las exportaciones, contribuiría a equilibrar la balanza de pagos. La nueva moneda contaría con el apoyo de un banco central propio que apoyaría a la deuda nacional y, con toda probabilidad, también recibiría el apoyo indirecto de los países con moneda fuerte, ya que a éstos tampoco les convendría una excesiva devaluación de la nueva moneda. Desde una óptica progresista, lo más atractivo de la devaluación es la posibilidad de repartir el coste del ajuste sobre todas las clases sociales, así como sobre los acreedores extranjeros que cometieron la imprudencia de conceder créditos (una moneda propia devaluada permitiría hacer una quita encubierta de la deuda). La salida del euro favorecería una salida más equitativa en la medida en que sólo modificaría los precios interiores con respecto a los exteriores, pero no tendría por qué alterar significativamente los precios relativos (incluidos los salarios) en el interior. Finalmente, si, como parece previsible, no se avanza seriamente hacia la unión política y fiscal europea, tarde o temprano la situación se volverá tan insostenible que la salida del euro acabará ocurriendo de forma ineluctable. En este caso, una salida planificada de la unión monetaria puede ser una alternativa mucho más razonable que la de tener que sufrir largos años de agonía para acabar siendo expulsados de forma caótica e incontrolada.
El libro de Martín Seco es una obra inteligente y honesta sobre la historia de un desastre anunciado. También es un libro útil para ampliar los horizontes del discurso de la izquierda española, que en materia económica parece conformarse con lanzar propuestas de política fiscal dentro de los márgenes competenciales que permite el actual modelo de integración europea. Es muy probable que algunos comentaristas sientan la tentación de caricaturizar injustamente al libro de Martín Seco como una explicación falazmente totémica de la crisis o como un simple ataque de vanidad en forma de «yo ya lo decía». Lo cierto es que Martín Seco expone sus argumentos de forma humilde. No los presenta como geniales hallazgos sino como meras constataciones de hechos obvios para cualquiera que no quisiera hacerse el ciego. Martín Seco tampoco plantea la salida del euro como una panacea. Sin minimizar el coste y el trauma inherentes que comportaría el retorno a la soberanía monetaria, considera, con razón, que los culpables de sus consecuencias no son los que proponen la salida del euro, sino los que nos empujaron a una entrada irresponsable y suicida. El autor lo compara inteligentemente con la burbuja inmobiliaria. Resultaba evidente que, una vez dentro, el pinchazo sería terrible, pero ¿acaso valió la pena alargarla para luego sufrir consecuencias aún más devastadoras?
Contra el euro es, por encima de todo, un libro contra el miedo. El autor razona sin complejos y sin temor a ser tachado de antieuropeísta, rechazando los constreñimientos mentales de quienes han interiorizado su papel como economistas coloniales. La mejor aportación del libro de Martín Seco es la generosidad con la que comparte sus conocimientos económicos para evidenciar que el debate del euro no puede limitarse a una cuestión técnica entre economistas profesionales. Tras constatar que dentro de la actual unión monetaria no es posible una salida democrática y social a la última crisis del capitalismo español, la discusión para transformar esta realidad sólo puede entenderse como parte de un debate de estrategia política. Se trata de decidir si es factible una solución europea o si, por el contrario, la izquierda y el movimiento democrático deben contar con un programa que, sin olvidar la esencia internacionalista de todo proyecto emancipador, incluya planes de contingencia ante una eventual recuperación de la soberanía monetaria y el consiguiente abandono del proyecto más ambicioso y devastador de la oligarquía financiera europea.
Nota
[1] David Marsh, The Euro. The Battle For The New Global Currency, New Haven, Yale University Press, 2009, pp. 120-121.
[Andreu Espasa es historiador y miembro de Attac-Acordem]