“El olor de los pobres” [1] es el título de una crítica, magnífica en mi opinión, de Ana Useros (crítica de cine y traductora) de la oscarizada Parásitos. La finalidad de esta nota es dar cuenta de su aproximación, de sus reflexiones, centradas esencialmente en el tema de la película, no en aspectos del lenguaje cinematográfico del film.
(Dicho sea entre paréntesis, Ana Useros es también traductora de un libro que no deberíamos perdernos, sobre todo las mujeres. Absolutamente recomendable: Jenny, Laura y Eleanor Marx, Las hijas de Karl Marx. Correspondencia familiar 1866-1898, Huarte, Libros Corrientes, 2019
No puedo dejar de reproducir una carta que Eleanor Marx, con 11 años, envía a su padre el 19 de marzo de 1866 (la cursiva es mía):
Mi querido papá:
Como Jenny [su hermana mayor] va a escribirte, quería también adjuntarte una breve carta. Tu primera aventura es muy graciosa. Que confundieras a un sordo con un ciego es magnífico. Me extraña que los “oídos del sordo no se abrieran” [referencia a Isaías 35,5: “Entonces se abrirán los ojos de los ciegos/ De y los oídos de los sordos se abrirán” (trad de Bover/Cantera, B,C.A. 1953)] ante tu llegada. Entiendo perfectamente que te intimidara quedarte a solas con un ciego que era sordo.
Ahora bien: ¡Karl Marx, doctor en filosofía errada, espero que mantengas tu promesas y vengas el jueves! Se despide con amor, siempre.
Tu afectuosa,
Ellie.
Ana Useros abre su crítica con una descripción de lo sucedido (con un recuerdo para Roma) en la última edición de los Óscar. Se ha comentado hasta la saciedad, señala, que es la primera vez en la historia de los premios que una producción con diálogos en una lengua diferente a la inglesa “se ha impuesto a los pesos pesados de la industria más poderosa del mundo”. Aún es pronto, en su opinión, para saber si lo sucedido será un hecho aislado o síntoma de algo más, de una tendencia nueva, así como para saber de “qué tendencia hablamos, aunque seguramente tendrá algo que ver con la nueva hegemonía propiciada por las plataformas globales de producción y distribución por streaming”. El año pasado, nos recuerda, “otra película “extranjera” (ahora se ha cambiado oficialmente la denominación a película “internacional”), Roma, centrada en una trabajadora doméstica sumisa y sufriente, subyugada por la familia rica a la que sirve, estuvo a punto de ganar ese premio”. Es tentador señalar el paralelismo y forzar ligeramente la metáfora: “pues los personajes de Parásitos acceden al universo codiciado de la clase alta (¿Hollywood?) por la puerta de servicio, si bien lo hacen con una actitud completamente opuesta”, opuesta a la del personaje central, la trabajadora doméstica, de Roma.
Esa actitud, ese descaro de los personajes de Parásitos, destaca Useros, “es sin duda una de las causas por las que, a diferencia de la película de Cuarón, al hablar de Parásitos la crítica mencione no solamente la enorme desigualdad social y la división de clases, sino esa expresión casi proscrita: ‘lucha de clases”. Y sin embargo, matiza con todo acierto (y sin apenas comentarios similares en otras críticas), “poco tiene que ver Parásitos con la reivindicación colectiva de un mundo diferente”. Sí tiene mucho que ver, en cambio, “con otra venerable tradición social, con ese impulso individual(ista) por medrar, por integrarse en una clase social superior y disfrutar de sus privilegios, lo que de toda la vida se ha llamado arribismo”. Este es el punto esencial de su reflexión.
Prosigue Useros con un apunte histórico. La coincidencia de una sociedad industrializada y una cultura obsesionada no solamente por la clase social sino por los signos externos de pertenencia a esa clase, “propició que la figura del arribista tuviera su representación más sólida en la literatura anglosajona a partir de la segunda mitad del siglo XIX”. La desazón social producida por la revolución industrial “tuvo primero en Dickens a un cronista del movimiento inverso, del desclasamiento, de la súbita caída en la pobreza por razones fuera del control de sus personajes (David Copperfield, la pequeña Dorrit, los protagonistas de Casa desolada)”. Cuando el autor gran novelista inglés retrata “a un arribista, como Pip en Grandes esperanzas, lo hace con tal ternura que apenas nos atrevemos a darle ese apelativo, y su ascensión por la escala social está tan fuera de su control como el descenso por la misma escala de los otros personajes”. Totalmente opuesto, en opinión de Useros, “es el otro gran personaje arribista de la primera época victoriana, el Barry Lyndon de W. M. Thackeray, este sí, cínico y calculador”.
Prosigue nuestra crítica señalando que a medida “que los ejércitos de mano de obra asalariada invaden los cinturones urbanos, el temor a contaminarse por la irrupción de esa humanidad que la clase alta conceptualiza como impenetrable y animal adopta varias formas literarias”, desde el mito de Frankenstein (que “Franco Moretti dice que simboliza el miedo de la burguesía hacia el proletariado”) hasta la “novela policiaca, que nace como género en ese momento”. La fascinación, surgida del temor y la curiosidad, alimenta, en opinión de Useros, “la figura del arribista, un hombre del pueblo con talentos excepcionales (por supuesto, todo talento de un proletario, campesino, etcétera, será excepcional por definición), que aspira a ocupar un lugar que no le corresponde por nacimiento (como Jude el oscuro, de Thomas Hardy)”.
Esa fascinación se codifica a menudo como erótica: “el arribista ingresa en la clase alta mediante una relación sexual con una mujer a la que seduce, no por su adecuación a los nuevos códigos, sino por sus “errores””. El ejemplo clásico es “Una tragedia americana, de Theodore Dreiser, lo que nos recuerda que la novela estadounidense hereda este tema del arribismo y lo resitúa en la gran burguesía industrial, en lugar de la aristocracia.”
En este mundo incierto, sostiene Useros, en el que un huérfano como Heathcliff puede acabar siendo el dueño de Cumbres Borrascosas, “se vigilan continuamente las marcas culturales de la pertenencia a una clase”. Los arribistas corren el riesgo “permanente de ser descubiertos, ridiculizados o expuestos”. Los delatan “su piel morena, sus modales toscos, las patadas a la gramática (el protagonista epónimo de Martin Eden), la pronunciación incorrecta del alemán (Leonard Bast en Howards End), la ropa desgastada o inadecuada”
Pero los protagonistas de Parásitos, ayudados por la tecnología moderna y por la permeabilidad moderna de las costumbres “son prácticamente infalibles y no cometen ninguno de los errores de sus predecesores”. Sin embargo “su olor corporal los delata, el “olor a pobre”, como se define sucintamente en la película, sin ninguna referencia a sus connotaciones de enfermedad, falta de higiene, hacinamiento”. No solamente es un “error” imposible de subsanar, “sino que probablemente sea el único error que nunca será un instrumento de seducción”. Consecuencia: “Impedirá la integración perfecta de los perfectos arribistas, lo que no desencadenará una lucha de clases, pero sí una masacre colectiva” [la cursiva es mía]. De nuevo énfasis en el mismo nudo de su aproximación.
Enraizada en la tradición cinematográfica y literaria del arribista o del trepa, prosigue nuestra crítica, “Parásitos se separa de películas claramente emparentadas con ella, como El sirviente, de Joseph Losey, porque no trata de un ‘trepa’, sino de varios”. El que los miembros de la familia “se sumen uno a uno a la trama es una de las claves del humor de la película y de la incomodidad que suscita”. Da la sensación, prosigue, “de que podrían multiplicarse hasta el infinito, de que cualquier persona, pariente o no, podría participar con la misma destreza en el engaño. Y eso quizá sea lo más subversivo y novedoso de la película”. En el relato clásico, un arribista individual trata de alcanzar una posición que admira y “para ello debe imitarla con su talento, y esa imitación es el mejor elogio y legitimación posible del orden social”. La suerte del arribista se justifica por una especie de “meritocracia que a su vez ratifica los valores que sostienen la jerarquía”. Bien decía Orwell, nos recuerda nuestra traductora, “que no se creería nunca a nadie que dijera admirar a la clase obrera hasta que no lo viera adoptar los modales del proletariado en la mesa.”
Nuestra aguda crítica, con mucho acierto, cierra así su aproximación:
«Si cualquiera puede imitar el objeto de deseo y si la diferencia entre el original y la copia es algo tan intangible como un olor que solo perciben los privilegiados, la exclusividad y el aura se devalúan. Eso podría conducir, como soñaba Walter Benjamin, a un cambio social radical. Pero, por mucho que la crítica la invoque, si la lucha de clases no está presente, esa devaluación quizá sea solamente un síntoma más de la nueva hegemonía audiovisual«. [La cursiva es mía]
¿Alguna observación menor? Tal vez hubiera estado sido conveniente completar esta mirada crítica de clase con una perspectiva feminista (a la que alude puntualmente) que pusiera también su foco sobre el papel de las mujeres en el film, y no sólo entre las mujeres trabajadoras.
Sea como fuere, muchas gracias compañera Useros por la reseña… y, si pueden, no se pierdan la película.
Nota:
(1) https://elpais.com/cultura/2020/02/14/babelia/1581690765_342973.html