La gran apuesta arancelaria, fracturar la economía global (El Tábano Economista)
El 2 de abril de 2025, el presidente Donald Trump anunció una medida que sacudió los cimientos del comercio global: la imposición de aranceles «recíprocos» sobre las importaciones estadounidenses procedentes de todos sus socios comerciales. La base del 10% aplicable a casi todas las importaciones se complementó con tasas adicionales, calculadas en función de los déficits bilaterales y ajustadas a realidades políticas tanto como económicas.
Brasil, por ejemplo, recibió un arancel del 50%, justificado no solo por barreras comerciales sino también por lo que la Casa Blanca denominó «preocupaciones políticas» que veremos en el próximo artículo. Canadá, por su parte, enfrentó un 35% con argumentos que mezclaban disputas agrícolas históricas con acusaciones de negligencia en el control del tráfico de fentanilo.
La narrativa oficial insistía en que estos aranceles protegerían la industria nacional y corregirían los desequilibrios comerciales. Sin embargo, tras el lenguaje de reciprocidad se escondía una estrategia más audaz: un intento de reconfigurar el orden económico global mediante la coerción. La pausa de 90 días anunciada el 9 de abril —y extendida hasta el 1 de agosto— no fue un gesto de moderación, sino una tregua táctica para negociar acuerdos bilaterales bajo presión. Las cartas enviadas a más de 20 países el 7 de julio, detallando las tasas que entrarían en vigor sin acuerdo, confirmaron que el objetivo real era la capitulación negociada.
Los datos, sin embargo, desmienten la retórica de las intenciones americana para las tarifas. Según la Oficina de Análisis Económico de Estados Unidos, el déficit comercial en bienes y servicios alcanzó los 71.500 millones de dólares en mayo de 2025, un aumento de 11.300 millones respecto a abril. Las exportaciones cayeron en 11.600 millones en el mismo período, y el acumulado anual mostró un incremento del 50.4% en el déficit frente a 2024. Lejos de equilibrar la balanza, la política arancelaria exacerbó el problema que pretendía resolver.
El informe del Laboratorio de Presupuesto de la Universidad de Yale, publicado el 14 de julio, cuantificó el costo interno de esta estrategia: los consumidores estadounidenses enfrentan una tasa arancelaria efectiva promedio del 20.6%, la más alta desde 1910. El impacto inmediato se tradujo en un aumento del 2.1% en el nivel de precios, equivalente a una pérdida de 2.800 dólares por hogar en 2025. El PIB real crecería 0.9 puntos porcentuales menos, el desempleo aumentaría un 0.5% y se destruirían 641.000 empleos.
Lo más revelador fue la naturaleza regresiva de estos impuestos: el 10% más pobre de la población soportaría una carga 3.5 veces mayor que el 10% más rico (-3.9% vs. -1.1% de sus ingresos). Las pequeñas empresas, incapaces de renegociar precios con proveedores extranjeros, absorbieron gran parte del impacto. Un ejemplo paradigmático fue China, donde los exportadores redujeron sus precios solo un 0.7% pese a los aranceles del 30%, trasladando el costo a los importadores estadounidenses y, finalmente, a los consumidores.
No todo fueron pérdidas. El gobierno federal proyectó un aumento de 171.100 millones de dólares en ingresos fiscales (0.56% del PIB), el mayor desde 1993. A largo plazo, se esperaba que la manufactura local creciera un 2.6%, aunque este beneficio sectorial palidece ante el daño macroeconómico. Aquí reside la paradoja: el proteccionismo de Trump operó como un impuesto encubierto, redistribuyendo recursos desde los hogares y las pymes hacia el fisco y algunas industrias selectas.
Las consecuencias externas fueron aún más profundas. Las represalias no se hicieron esperar: la UE, China, Canadá, México e India impusieron sus propios aranceles a productos estadounidenses, desde automóviles hasta alimentos. El sector agrícola, dependiente de las exportaciones, fue el más golpeado. Pero el verdadero daño se produjo en las cadenas de suministro. Industrias como la electrónica o la automotriz, que dependen de insumos globales, enfrentaron disrupciones, aumentos de costos y retrasos.
La OCDE y el Banco Mundial revisaron a la baja sus proyecciones de crecimiento global, advirtiendo que los aranceles podrían reducir el PIB mundial en un 0.5% a corto plazo y hasta un 2% a mediano plazo. La incertidumbre política ahuyentó inversiones y contrajo el comercio internacional. Este «caos controlado» no fue un efecto colateral, sino parte de un cálculo geopolítico: al fragmentar las redes comerciales, EE.UU. buscaba ralentizar el ascenso de China y los BRICS, mientras renegociaba su posición en un mundo multipolar.
Al 22 de julio de 2025, solo cuatro países (China, Vietnam, Reino Unido e Indonesia) habían alcanzado acuerdos para reducir aranceles. Los 14 restantes —incluidos la UE, Japón y Brasil— seguían en pie de guerra. Esta polarización revela la verdadera apuesta de la administración Trump: usar el proteccionismo no como herramienta económica, sino como arma geopolítica. El mensaje era claro, la cooperación multilateral sería reemplazada por transacciones bilaterales, donde el poder de negociación de EE.UU. resultaría decisivo.
Los datos demuestran que, hasta julio de 2025, los aranceles han fracasado en sus objetivos declarados. El déficit comercial creció, el empleo se contrajo y la inflación erosionó el poder adquisitivo. Sin embargo, sería un error juzgar esta política solo por sus resultados económicos. Su éxito real radica en haber reabierto el tablero de la geopolítica comercial, forzando a los socios de EE.UU. a elegir entre la resistencia costosa o la adaptación pragmática.
El problema es que, en el proceso, Washington subestimó su propia vulnerabilidad. La economía global no es un juego de suma cero, y el daño autoinfligido por el proteccionismo podría terminar siendo mayor que las concesiones obtenidas. Trump, en su afán por revivir el aislacionismo, podría estar llevando a EE.UU. —y al mundo— hacia un desierto económico del que será difícil escapar.
Fuente: https://eltabanoeconomista.wordpress.com/2025/07/23/el-experimento-arancelario-de-trump/