Un mundo como el que nos ha tocado vivir, regido en gran parte por ese principio políticamente devastador que es la veneración por lo simple, es propenso a plantear los complejos problemas políticos que obligatoriamente toda sociedad tiene que afrontar y resolver en el curso de su historia, recurriendo a los dilemas sencillos y elementales, […]
Un mundo como el que nos ha tocado vivir, regido en gran parte por ese principio políticamente devastador que es la veneración por lo simple, es propenso a plantear los complejos problemas políticos que obligatoriamente toda sociedad tiene que afrontar y resolver en el curso de su historia, recurriendo a los dilemas sencillos y elementales, calcados de la plantilla básica del maniqueísmo político: hay que elegir entre blanco y negro, entre el bien y el mal, entre nosotros y nuestros enemigos. No hay posiciones intermedias. No existen matices de gris.
Elegir entre el bien y el mal
Así fue como, durante los decenios de la llamada «guerra fría», las relaciones internacionales se basaron en la oposición política, económica, cultural y diplomática entre el «imperio del mal», centrado en Moscú, y los países democráticos y libres, cuyo eje se sustentaba en Washington. En otro nivel paralelo – el del enfrentamiento ideológico – la oposición se estableció entre comunismo y democracia, o entre marxismo y libertad. De mi juventud en los años cuarenta, recuerdo todavía un programa radiofónico de exaltación nacional, transmitido diariamente por la emisora local de la ciudad donde vivía, que concluía indefectiblemente así: «¡O Roma o Moscú!». Mezclando nacionalcatolicismo e hispanidad, la disyuntiva se planteaba sin vacilaciones. No había mucho donde elegir, apenas nada que discutir. Era, a pequeña escala provinciana de la España oscura de la posguerra civil, lo mismo que el presidente Bush planteó tras los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, dividiendo el mundo en dos bandos: los que estaban a favor de EEUU – y, por tanto, tenían que apoyar forzosamente cualquier política antiterrorista fraguada en la Casa Blanca, por delirante que fuese – y los que, por el simple hecho de no estar de acuerdo con las decisiones tomadas en Washington, se les consideraba culpables de favorecer o apoyar al terrorismo.
Una de las primeras voces públicas que se alzó contra este perverso planteamiento fue la del entonces ministro francés de Asuntos Exteriores, Hubert Vedrine, que en febrero de 2002 calificaba así la política exterior de EEUU: «El peligro hoy es esa cualidad simplista de la política estadounidense que reduce todos los problemas del mundo a la lucha contra el terrorismo. Eso no es pensar correctamente», declaraba en la radio estatal francesa[1]. Muchos compartíamos entonces esta opinión, que también era considerada inoportuna, ante los exacerbados y primitivos sentimientos del espíritu de «cruzada antiterrorista», enarbolados con entusiasmo en España por el Gobierno del Partido Popular, para apoyar sus opciones de política interior[2].
Así pues, por efecto del golpe de timón de la Casa Blanca a raíz de los atentados del 11-S, se construyó el sustituto del enemigo universal comunista que durante varios decenios había servido para configurar la política exterior de EEUU y de sus aliados, incluidos en lugar destacado los países miembros de la OTAN. Del mismo modo como la lucha contra el comunismo simplificó en los años de la guerra fría los planteamientos de la política exterior de las potencias occidentales, el presidente Bush – y la camarilla neoconservadora de inspiración cristina que viene rigiendo sus pasos cada día de modo más rígido – ha creído suficiente agitar la bandera del antiterrorismo para concitar el apoyo universal del que gozó EEUU cuando el enemigo total era el perverso comunismo moscovita. Pero atenuada la indignación que suscitaron en todo el mundo los atentados del 11-S, este paralelismo no está funcionando como se esperaba en Washington.
Agotado también en EEUU el enfervorizado ardor ultrapatriótico con el que se hizo reaccionar a la población, y que sirvió para ocultar el penoso entramado de mentiras y falsedades en el que se basó la perniciosa estrategia de la «guerra preventiva» aplicada a la lucha antiterrorista (de la que hoy los pueblos de Afganistán e Iraq sufren sus terribles consecuencias), cada vez es más sonora y activa la crítica que desde dentro del país se hace a la política internacional de la Casa Blanca y a sus nefastas repercusiones en la política interior.
Desmontando el dilema
El primer paso para deshacer el falso dilema entre seguridad y libertad, con el que algunos gobiernos pretenden amordazar un poco más a la opinión pública y desembarazarse, también un poco más, de las constricciones legales y morales que les impiden actuar a sus anchas, sin frenos ni limitaciones, es considerar que el efecto mediático manipulado tiende a magnificar la importancia de las víctimas del terrorismo, haciéndolas resaltar extraordinariamente sobre otras causas de muerte de seres inocentes, cualitativa y cuantitativamente mucho más dañinas para los pueblos que los efectos producidos por la violencia terrorista. Del mismo modo que ésta se propaga mediante agentes identificables – los terroristas de diversas organizaciones y sus apoyos de todo tipo -, el hambre y la miseria, que son la causa de un elevado número de víctimas inocentes, tienen también un origen fácilmente reconocible y son producto de una violencia que puede calificarse de asesina, pues mata sin piedad (sin diferenciarse en esto del terrorismo puro). Es la causada por las seculares injusticias impuestas por unos modos y prácticas, financieros, comerciales y políticos, que no porque sean atribuibles a sujetos colectivos más o menos abstractos (gobiernos, teorías económicas, empresas transnacionales, hábitos y modos de vida) son menos culpables de las muertes que producen y de las situaciones desesperadamente insostenibles que no están decididos a resolver, porque esto no forma parte de sus objetivos esenciales al servicio del beneficio y del idolatrado libre mercado.
El segundo nivel de reflexión es el que conduce a pensar que no sólo está inseguro el que en algún momento puede convertirse en víctima de un atentado terrorista, sino cualquier persona que corre el riesgo de perder la vida al ser torturado en un cuartel o comisaría de Policía; o ser abatido a tiros en la calle tras robar una cartera y no detenerse al oír la voz de alto; o permanecer encerrado de por vida en una celda (en algunos lugares, torturado y ejecutado) por no haber podido demostrar su inocencia frente a un sistema judicial que en demasiados países favorece a los ricos o poderosos; o el que muere bajo las bombas, experimentando en su cuerpo los efectos de la tan alabada guerra preventiva, instrumento al servicio de los intereses de los poderosos grupos financieros que en la reconstrucción de lo previamente aniquilado por las armas obtienen sustanciales beneficios. Podría alargarse bastante más esta lúgubre enumeración de las diversas causas de muerte, consecuencia de la universal e inacabable guerra contra el terrorismo que ha sido proclamada y sigue siendo alimentada por la política actual de Washington.
En tercer lugar es preciso deshacer una argumentación que no por habitual es menos falsa. Se expresa más o menos así: Si yo no tengo nada que ocultar, si vivo de acuerdo con la Ley y cumplo mis obligaciones ciudadanas, ¿por qué habría de oponerme a ser controlado más estrechamente por la Autoridad? Si no voy a abusar taimadamente de los resquicios del sistema democrático para atacarlo y destruirlo – como hacen las organizaciones políticas que amparan el terrorismo – ¿por qué he de rechazar que sean más rígidas y extensas las exigencias de la Autoridad y se reduzcan las garantías y protecciones legales frente a los muy posibles abusos e injusticias? Dicho brevemente: quien siempre respeta la Ley, podría y debería aceptar un régimen de libertades muy restringidas si con ello se destruye el terrorismo.
Tal argumentación es insostenible. Primero, porque es obvio que por mucho que se recorten las libertades nunca se logrará una seguridad absoluta – quimera inalcanzable – para todos ni se destruirá al terrorismo. Si en algún relato de ficción se describe una sociedad totalmente invulnerable y protegida, es indudable que esa forma de vida nada tiene que ver con lo que hoy se entiende como la aspiración más humana y satisfactoria a vivir como personas en libertad y justicia. Después, conviene tener en cuenta que bien pudiera ocurrir que lo que no es necesario ocultar hoy por quienes se atienen fielmente a la legalidad vigente, pudiera ser necesario esconderlo mañana para seguir viviendo. Así ocurrió con la condición de judío étnico en los años anteriores al brutal estallido racista en la Alemania nazi.
Por último, hay que rebatir un equívoco muy extendido: el que afirma sin vacilación que estamos ante una nueva guerra. Podrá tratarse de un nuevo conflicto, de un nuevo problema o una nueva amenaza. Pero no es la cuarta guerra mundial, como algunos se empeñan en proclamar. No hay guerra contra el terrorismo, como no la puede haber contra el hambre (que mata más personas que los terroristas y también tiene causas localizables y conocidas, como antes se ha recordado), ni contra el narcotráfico, el blanqueo de dinero, la trata de blancas, la esclavitud o cualquiera de las nocivas plagas que la Humanidad ha tenido que soportar durante milenios.
Ciertamente hay muchos, y desde puestos relevantes, que aluden insistentemente a la guerra contra el terrorismo, empezando por el presidente de EEUU, al que hacen eco – aunque cada vez con menos entusiasmo – sus corifeos europeos. Todos deberían recordar que cuando se manipula sin motivo esa mítica llamada – ¡a las armas! – que tantas veces ha hecho correr la sangre en nuestro planeta, se desintegran pronto muchos avances positivos que con gran esfuerzo ha alcanzado la Humanidad. Como le ocurrió al actual Fiscal General de EEUU, para quien los Convenios de Ginebra se convirtieron en obsoletos y pintorescos y, por tanto, no válidos, cuando EEUU decidió invadir Iraq y él ejercía de consejero legal de Bush[3]. Es un ejemplo de lo que puede llegar a ocurrir cuando la guerra impone sus exigencias sobre el Derecho Internacional humanitario.
Terminaré estas reflexiones no ocultando mi extrañeza al observar que muchos de los que, ante el dilema aquí comentado, se inclinan por la seguridad a costa de la libertad, se revelan a la vez como acérrimos partidarios de la guerra. Muestran con ello que no la conocen lo suficiente, que ignoran las milenarias lecciones de la Historia y que han olvidado que la guerra – toda guerra – es, precisamente, el exacto paradigma de la inseguridad más absoluta para los seres humanos que sufren sus efectos.
[1] BBC, France criticises US ‘simplistic’ policy, 6 de febrero de 2002
[2] El 7 de diciembre de 2001 escribí lo siguiente en «Estrella Digital» (www.estrelladigital.es): «La tan anunciada lucha contra el terrorismo deberá ir acompañada de otra lucha implacable contra la injusticia y la opresión de muchos pueblos, so pena de extender por el mundo una oleada inacabable de terroristas suicidas que ningún ejército ni ninguna policía del mundo podrán contener».
[3] The New York Review of Books, volumen 51, nº 12, 15 julio 2004: « Making Torture Legal».
Alberto Piris es General de Artillería en la Reserva y analista del CIP-FUHEM
Publicado en INETemas, revista del Instituto de Estudios Transnacionales de Córdoba
Año XII, número 32, diciembre de 2005