Para la política del Gobierno de aumentar a como dé lugar las exportaciones de commodities para conseguir algunos dólares –que siempre se van por la canaleta de la deuda y la fuga de capitales– los reclamos ambientales aparecen como una amenaza. El supuesto antagonismo entre desarrollo económico y protección ambiental, se convirtió en un debate de cierta notoriedad en este contexto.
El Gobierno de Alberto Fernández suele ser presentado por sectores de la oposición de JxC o desde algunos ámbitos empresariales como hostil al desarrollo de las exportaciones. Pero por el contrario, si bien AF ha tomado decisiones puntuales como el cierre de las exportaciones de carnes, desde que asumió viene mostrando un afán por aumentar los dólares logrados con el comercio exterior a como dé lugar. Los caminos para lograrlo, al igual que en el Gobierno de Macri que lo precedió o en los de Cristina Fernández y Néstor Kirchner –en esto no hay grieta– pasaron ante todo por estimular el aprovechamiento de los recursos naturales para exportar commodities, ya sea ampliando el agronegocio –lo que incluye la novedosa incursión en los trigos transgénicos–, nuevos proyectos de megaminería, aumentar los estímulos fiscales para el fracking, favorecer la extracción de litio, y apostar a las megagranjas porcinas. Si bien el agropower avanza sin barreras a pesar de todos los daños, bien documentados, que produce el uso indiscriminado de herbicidas, y también ocurre lo mismo con la extracción de hidrocarburos, otras iniciativas se toparon con resistencia y en algunos casos debieron ser archivadas. Desde que asumió Fernández dos proyectos de megaminería que contaban con su apoyo, los impulsados por Mendoza y Chubut, se chocaron con un extendido rechazo popular en ambas jurisdicciones. Y hace unos meses, la legislatura de Tierra del Fuego prohibió la cría de salmones en cautiverio en la jurisdicción de la provincia, tras un año de fuerte resistencia comunitaria a la instalación de salmoneras en el Canal Beagle.
Como resultado de estos reveses, un cierto número de académicos afines al Gobierno, algunos de ellos con despacho en ministerios como el de Desarrollo Productivo comandado por Matías Kulfas y otros simplemente entusiastas que intervienen en el debate por vocación y ad honorem (aunque el honor de esta tarea sea bastante dudoso), viene apuntando vehementemente contra lo que han dado en llamar un ecologismo o ambientalismo “bobo”, o “trucho”, término este último que utilizó el secretario de Industria, Ariel Schale, el jueves pasado al participar en el acto organizado por la UIA [1]. En una caritacura grotesta, los reclamos ambientales son presentados como el gran problema de la Argentina por las trabas que imponen al despliegue exportador. Los movimientos ambientalistas y todas las comunidades que se movilizan en rechazo a la megaminería, al fracking, a la producción salmonera, a las granjas porcinas, y otras tantas actividades, serían los responsables de la perpetuación del atraso nacional.
No se trata de un contrapunto que se plantee hoy en términos muy originales. De hecho, esta manera de responder a las demandas ambientales por parte de los gobiernos llamados posneoliberales estuvo presente durante los últimos 20 años ante numerosos conflictos que suscitaron varios proyectos de alto impacto. Lo novedoso es el grado de virulencia que adquirió el debate en algunos ámbitos, y la manera, verdaderamente bochornosa, en la que se escamotea el destino que verdaderamente tendrán las divisas que esperan conseguir de un aumento de las exportaciones, el cual no tiene nada que ver con ningún desarrollo.
El fervor de las diatribas va en proporción inversa a los comentarios que merecen las muestras que da este Gobierno –con el que estos vociferantes se identifican cuando no son directamente funcionarios– de amoldarse a las restricciones que sí explican de manera directa y sin lugar a dudas la perpetuación del atraso y la decadencia nacional: los dictados del FMI, las demandas de los acreedores de la deuda eterna, las prerrogativas de los empresarios vaciadores y los privilegios del capital imperialista. Los antagonistas de los reclamos ambientales no hacen sobre esto ningún comentario; se trata, parece, de un dato de la realidad que no parece posible cuestionar ni aspirar a modificar. A lo sumo se puede volver más soportable gracias al salto exportador. Esta aspiración que solo resulta impedida por la “irracional” pretensión de algunas comunidades de no ser fumigadas desde aviones con agrotóxicos o de no soportar los movimientos sísmicos que genera el fracking. Por eso contra estas se descarga la furia twittera de la heterodoxia económica afín al oficialismo, devenida adalid de un neoextractivismo que se quiere hacer pasar por desarrollismo.
¿Exportar para qué?
A la hora de hacer suyo el mandato exportador, la “heterodoxia” económica resulta difícil de distinguir en sus planteos de los postulados tradicionalmente asociados al liberalismo económico. Ideas como las de que si no se exporta no se puede crecer ni por lo tanto redistribuir progresivamente, parecen sacadas de las obras de Pablo Gerchunoff, que se autopercibe “liberal de izquierda”, y bajo este posicionamiento hizo digeribles para un público “progresista” nociones arraigadas en una lógica económica del mainstream ortodoxo liberal, más allá de los adornos argumentales que lo acompañen.
Los caminos a través de los cuales se aspira a cumplir este mandato exportador reproducen, de manera exacerbada, los patrones del comercio exterior de los países dependientes, más allá de los cambios registrados en los socios comerciales, con China hoy como principal comprador en casi todos los rubros. El imperativo de incrementar los saldos exportables, y el dominio de las cadenas de valor de la mayoría de los rubros por grandes empresas multinacionales que dominan la tecnología aplicada y determinan cómo y cuánto se produce con fines que nada tienen que ver con los requerimientos productivos de los países donde operan, conduce a la primacía de procesos extractivos que adquieren características insustentables, en el sentido de que destrozan ecosistemas que deberían ser legados a generaciones venideras.
Esta insustentabilidad está presente en varias actividades muy gravitantes en el país, como lo muestra incluso un paneo superficial. Empezando por la agricultura comercial, un pilar histórico del capitalismo dependiente argentino, que se revigorizó durante las últimas décadas gracias los paquetes tecnológicos que ampliaron las posibilidades de siembra de soja y maíz, estimulando el desmonte de bosques y el desplazamiento de otras actividades en favor de privilegiar unos pocos cultivos que ofrecen elevados márgenes. Estos cultivos se basan en el uso de potentes herbicidas que han ido perdiendo efectividad con el paso del tiempo, como consecuencia de las resistencias que las malezas fueron desarrollando a su fórmula. Esto llevó a los productores a usarlos en cada vez mayor volumen para hacer frente a súpermalezas, haciendo que el resultado sea cada vez menor en proporción a la cantidad de agroquímico utilizado. En la actualidad el glifosato empieza a ser reemplazado por el glufosinato de amonio, de toxicidad aún mayor, con la novedad de que en las nuevas especies transgénicas disponibles en el país resistentes a esta nueva línea de herbicidas se incluirá el trigo, que hasta el momento no contaba con variedades genéticamente modificadas [2]. A la minería convencional, cuya viabilidad se reduce con el agotamiento de los yacimientos, la sustituye la megaminería, que consume ingente agua y utiliza materiales altamente contaminantes para extraer el mineral diseminado en la roca. La extracción de litio, que por su rol en el desarrollo de energías que reemplazan a los combustibles fósiles es presentada como parte de modelos sustentables, se basa en mecanismos que exigen un elevado consumo de agua en regiones áridas, además de que, como observa Bárbara Göbel, los espacios concesionados “se solapan con tierras de pastoreo, territorios indígenas y reservas naturales” [3]. El fracking, también basado en un elevado consumo de agua que involucra los métodos para extraer petróleo de esquisto, ha sido denunciado también por el incremento de actividad sísmica asociado a las fracturas. A contramano del reconocimiento de las problemáticas ambientales que se ha vuelto cotidiano en los foros globales dirigidos por los países imperialistas y donde participan los CEO de las firmas globales más renombradas, la pulsión del capitalismo que empuja a las firmas a maximizar ingresos, minimizar costos y multiplicar la escala de producción para amasar mayores ganancias, lleva a que esas mismas firmas que se dicen preocupadas por el medio ambiente participen de manera directa o indirecta (por los insumos que utilizan) en la profundización de estas actividades extractivas, sin miramiento de los límites que imponen los ciclos de la naturaleza y produciendo desechos en niveles crecientes. El proyecto de exportar más implica que se lleve a cabo en el país más de todo esto, estimulando la radicación de actividades que los países y empresas imperialistas “tercerizan” en las economías dependientes para desplazar a estos territorios las consecuencias indeseadas de las mismas. La idea de que esto pueda justificarse por la necesidad de exportar más, y que las consecuencias ambientales que genere podrán ser una preocupación del futuro, resulta sumamente peligrosa. Ya hoy observamos las huellas que deja la profundización de la rapacidad extractivista, en los efectos de la contaminación de agrotóxicos y otros químicos vertidos por empresas mineras en personas y animales, en las inundaciones agravadas por los desmontes, en las sequías cada vez más devastadoras, en los incendios forestales, y un largo etcétera.
Igual de peligrosa, por falaz, es la idea de que el problema no está en este tipo de emprendimientos sino en la manera en que se llevan a cabo, por lo cual la cuestión no estaría en rechazarlas o prohibirlas sino en asegurar un control adecuado del Estado. Esta pretensión de que un control adecuado puede limitar los efectos ambientales negativos de la deriva extractivista, carece de asidero cuando los efectos son intrínsecos a las técnicas utilizadas o a las escalas que requiere hacer rentable la explotación capitalista de los recursos naturales.
Obviamente, en un país capitalista dependiente como la Argentina, que desde mediados del siglo XX encontró sus ciclos económicos determinados por la disponibilidad de dólares para importar insumos productivos, es casi tautológico afirmar que si las exportaciones no crecen o se estancan, habrá un límite al crecimiento o al desarrollo. Pero esta obviedad se evidencia como un planteo falso si miramos más en detalle lo que viene ocurriendo con las cuentas externas del país. La insuficiencia de dólares no viene en la actualidad determinada por los requerimientos de importación que no llegan a satisfacerse, como ocurría durante los ciclos pare siga [4] tal como estos se sucedieron en el país desde mediados del siglo XX hasta la crisis que desembocó en el Rodrigazo. Durante ese período se trataba de una estrechez divisas que estrangulaba la producción, y que surgía de desbalances comerciales crónicos que venían determinados por la configuración de la estructura productiva. No es lo que ocurre en la actualidad. Si durante la última década el desenvolvimiento –casi estancado– del capitalismo argentino estuvo signado por una insuficiencia de dólares, esta no se debió a un saldo comercial deficitario; excepto en los años 2015, 2017 y 2018, las exportaciones superaron a las importaciones. Las primeras medidas de restricción cambiaria durante el último mandato de CFK se dieron en dos años, 2011 y 2012, durante los cuales el país registró el mayor nivel de exportaciones de su historia, amasando un superávit comercial de USD 9.000 millones y 12.000 millones, respectivamente. Entre 2003 y 2014, el país amasó por superávit comercial la friolera de USD 165.000 millones, lo que equivalía a casi un tercio del tamaño de la economía en cuando terminó el Gobierno de CFK en 2015. Un superávit comercial abultado y sostenido en el tiempo es algo que no tenía precedentes en el país hacía décadas. Así y todo, no alcanzaron para solventar la sangría de divisas. El problema, como se ve, no es solamente conseguir dólares, sino que estos no se escurran de las manos del Banco Central. Ningún cambio significativo vendrá en materia de desarrollo si se lograra aumentar el peso de las exportaciones como porcentaje del PBI, si en igual medida aumenta la pérdida de divisas por distintas vías, que es lo que ocurrió durante la “década ganada”.
La “restricción externa” con la que se chocó el capitalismo argentino en la última década, y que está en las raíz del estancamiento económico que arrojó la evolución promedio del PBI en este período, no se debió a desequilibrios surgidos de la estructura productiva, sino a las demandas que impuso sobre los dólares comerciales el resto de los componentes deficitarios de la balanza de pagos: los pagos de servicios de deuda, las remesas de utilidades de las empresas extranjeras y de otras regalías que imponen por el uso de tecnología, y la fuga de capitales. Por supuesto, la desarticulación de la estructura productiva, rasgo que se profundizó en el período que va desde la dictadura de 1976 hasta el final de la Convertibilidad y no se revirtió, configura una economía que funciona con una alta propensión a importar a medida que crece la economía. Industrias como la automotriz o la electrónica son básicamente armadurías que importan 60 % o más de sus componentes, y a medida que crecen aumentan el déficit comercial. Incluso durante los últimos años del Gobierno de CFK se agravaron cuestiones como el déficit comercial energético. También hay que considerar la debilidad de la inversión productiva durante estos años como un elemento que puso límites al rojo comercial; más inversión habría significado más importaciones, y menos superávit. Pero, aún con estos considerandos, el dato es que el superávit comercial fue relativamente sostenido durante estos años. Lo que llevó a la restricción externa fue que el saldo favorable del comercio exterior dejó de alcanzar para toda la sangría producida por los otros factores mencionados. Eso determinó, primero, la imposición de medidas que buscaron cuidar los dólares imponiendo restricciones, al precio del crecimiento de la economía. Después, con Macri, se anuló este cepo y se buscó atraer capitales armando una bicicleta financiera y recurriendo al endeudamiento “serial” en moneda extranjera. Cuando esto estalló, volvieron otra vez las restricciones.
En toda esta parábola, lo que nunca se alteró, más allá de las variaciones cuantitativas, es el lastre que estas sangrías imponen sobre la economía argentina y las divisas que generan las exportaciones, lo que estuvo determinado por cómo la burguesía argentina y el imperialismo hicieron y hacen uso del excedente. Sin poner en cuestión esto, lo cual exige atacar las posiciones del gran capital y el imperialismo en los resortes de la economía nacional, poniendo en movimiento la fuerza de la clase trabajadora para tomar medidas fundamentales como el monopolio del comercio exterior, la nacionalización de los bancos, o la expropiación de la gran propiedad agraria, cualquier “salto exportador” solo aumentará, en primera instancia, los dólares disponibles para que se embolsen los saqueadores. Solo en segunda instancia, las migajas que queden de este jugoso banquete podrán quedar disponibles para estimular el crecimiento o el desarrollo. Sobre estas cuestiones, que no se interroga el consenso exportador de commodities que hoy no conoce grieta, ponía el dedo en la llaga el investigador Gustavo Burachik cuando se preguntaba, “exportar más, ¿para qué?”. También lo hicieron más recientemente Francisco Cantamutto y Martín Schorr en un artículo de Nueva Sociedad en el que cuestionaban el “fetiche de las exportaciones como fuente de desarrollo”. Además de analizar las formas de especialización que caracterizaron a las exportaciones de América Latina en las últimas décadas (cuyos pilares son, en importancia variable según el país, la extracción en gran escala de recursos naturales con métodos cada vez más destructivos, la maquila industrial y el turismo internacional), “estuvieron centradas en el desmantelamiento de las estructuras productivas interna” y que no respondieron “a necesidades nacionales o a programas de desarrollo, sino a la crisis y la necesidad de obtener recursos externos y fiscales para pagar deuda”, que se ha convertido en el gran organizador de la producción y es lo que domina la apropiación de las divisas generadas por el comercio exterior en el conjunto de la región. Los grandes proyectos exportadores recientes no fueron puestos en marcha para sostener ni al consumo ni la inversión; en muchos casos no generan una demanda significativa de fuerza de trabajo (aunque ese suele ser uno de los argumentos con los cuales los gobiernos nacionales o provinciales los justifican) además de que muchas veces impactan negativamente sobre otras actividades y por lo tanto destruyen puestos de trabajo. Además, algunas exportaciones dependen de remunerar mal a la fuerza de trabajo, para poder “competir” internacionalmente. “No parecen ser promesas de desarrollo atractivas”, concluyen los autores.
¿El fin justifica los medios?
El mandato exportador fundamenta la legitimidad de todos los trastornos ambientales que puedan generar las actividades impulsadas, desde los impactos locales sobre ríos o ecosistemas hasta la contribución a agravar problemas globales como el calentamiento global, en un “derecho al desarrollo”. Ya sea que se plantee de manera explícita o implícita, el planteo básico es que un país de ingresos medios, y que viene mostrando una tendencia declinante como la Argentina, no puede darse el lujo de desaprovechar sus recursos. Debe usarlos para elevar su nivel de ingresos, aunque sea al precio de agravar la huella ambiental. El argumento, que podría ser a priori debatible en abstracto, se transforma en falacia cuando es invocado para continuar en un círculo vicioso que deja huellas ambientales en todo el territorio sin contribuir en lo más mínimo al pretendido desarrollo.
La cuestión de fondo, retaceada cuando se plantea este antagonismo entre desarrollo y protección ambiental en pos de privilegiar al primer término en detrimento del segundo, es que esta meta se ha convertido en una quimera para los países dependientes como la Argentina. Como hemos discutido en otra oportunidad, ni siquiera entre los casos de países “exitosos” en lograr una industrialización exportadora durante la reestructuración productiva que realizó el capital imperialista durante las últimas décadas, hay muchos que pueda decirse que traspasaron un umbral de desarrollo que los ponga en niveles comparables con los países imperialistas. Mucho menos en el caso de países como la Argentina, condenada a participar de la división internacional del trabajo que caracteriza hoy al sistema mundial capitalista como proveedor de commodities. Por eso, la ideología del desarrollo (capitalista), ya sea en sus variantes más neoliberales basadas en la inversión extranjera o en las “nacionales y populares”, es en la Argentina actual una quimera. La clase capitalista tiene como única aspiración realizar los negocios más jugosos que estén al alcance de su mano, sin preocuparse por la perpetuación del carácter dependiente y con rasgos semicoloniales del capitalismo argentino. No tiene razón de ser, en términos capitalistas, otro patrón que el de la (sub)acumulación que viene caracterizando a la economía nacional. La perspectiva del desarrollo le sirve a los pocos sectores de la clase dominante argentina que apelan a este imaginario, como una zanahoria, una promesa de una futura compensación para las penurias que esta clase social impone a los trabajadores y sectores populares, que se vienen agravando en las últimas décadas al calor de una oleada de crisis.
Romper este círculo vicioso del (no) desarrollo capitalista que es una máquina de producir pobreza, desigualdad y daños ambientales es clave para poder encarar un camino que pueda plantearse seriamente aumentar la capacidad de generación de riqueza –necesaria para mejorar las condiciones de vida del pueblo trabajador y reducir el tiempo del día que debe ser dedicado al trabajo– y establecer una relación racional y sostenible con la naturaleza, dimensiones ambas negadas por la deriva extractivista. Lograr esto requiere crear una alianza social del conjunto del pueblo pobre, que articule las demandas de todas las comunidades movilizadas por los reclamos ambientales que se enfrentan a las empresas y gobiernos provinciales y nacional, e integre a los movimientos ambientalistas que apuntan contra la lógica capitalista como principal motor de destrucción ambiental, hegemonizada por la clase trabajadora. Esto es fundamental para cortar las ataduras con el imperialismo y sus aliados locales, imponiendo un gobierno de trabajadores que se proponga reorganizar toda la producción en función de las necesidades sociales y privilegiando una relación armónica con el ambiente.
Ecología y desarrollo: respuestas de otra clase
Entre las medidas fundamentales que desde la izquierda anticapitalista y socialista planteamos para cortar el círculo vicioso del atraso y la dependencia, están la nacionalización de los bancos para conformar una banca estatal única, y el establecimiento de un monopolio estatal del comercio exterior, junto con la nacionalización y estatización de las empresas imperialistas que controlan resortes estratégicos de la economía. Estas medidas no solo son fundamentales para cortar con el atraso y la dependencia. Son también la base para iniciar una transición hacia un metabolismo sostenible con la naturaleza, que resulta imposible en el capitalismo.
Lo que los “neodesarrollistas” devenidos neoextrativistas dicen querer resolver mediante un aumento de las exportaciones –que no es lo mismo que lo que efectivamente ocurre con los dólares del superávit comercial–, es decir, obtener divisas para realizar inversiones fundamentales, no requiere en realidad embarcarse en un incremento del volumen exportado. Como vimos, bastaría con parar la sangría de divisas que tiene lugar de manera crónica. La fuga de capitales, los servicios de la deuda, las remesas de ganancias de las empresas multinacionales que operan en el país a sus casas matrices, y las rentas como la agraria apropiadas por el agropower, muestran que el problema no es la falta de recursos potencialmente disponibles para realizar las inversiones más urgentes. Si cortamos con estas vías de vaciamiento es posible disponer de medios para invertir en incrementar la capacidad de crear riqueza, mejorando o creando infraestructuras clave, a la construcción de viviendas, escuelas, hospitales, a la modernización de los transportes, a garantizar el acceso a la cultura y el esparcimiento.
En este conjunto de medidas está también la base para restablecer el metabolismo entre sociedad y naturaleza roto por el capitalismo.
La expropiación de los grandes terratenientes es clave no solo para una apropiación íntegra de la renta agraria que hoy se reparten los eslabones del agropower, sino para replantear de manera radical el agronegocio. Esto permitirá poner en primer lugar la satisfacción de necesidades alimentarias de la población en vez de privilegiar la búsqueda de saldos exportables. También hará posible estimular el desarrollo de métodos que permitan obtener rendimientos similares con menor utilización de energía y agroquímicos.
Con estas medidas como punto de partida, un gobierno de la clase trabajadora podría acelerar la necesaria transición energética e impulsar la soberanía alimentaria. También podría decidir democráticamente, mediante el más amplio debate del conjunto de la sociedad y con especial énfasis en las comunidades y sectores potencialmente afectados, qué actividades exportadoras pueden seguir llevándose a cabo, cuáles deben reformularse, y cuáles –como el fracking y la megaminería– deben abandonarse completamente. Exportar dejaría de ser un fin en sí mismo que solo sirve para solventar la salida crónica de divisas, para convertirse simplemente en un medio para adquirir los medios de producción e insumos importados que sean requeridos para mejorar las condiciones de vida del pueblo trabajador. Y cuya principal condición será que las actividades exportadoras se lleven a cabo en condiciones verdaderamente sustentables, compatibles con la regeneración de los recursos naturales y sin producir daños irreversibles.
El crédito público de la banca nacionalizada y los impuestos (guiados por un criterio de reforma progresiva para gravar más a los sectores de la población de mayor riqueza y a las empresas privadas que operen con ganancias extraordinarias), junto al monopolio estatal del comercio exterior, pueden convertirse en mecanismos para promover los sectores económicos que ningún empresario se propuso ni se propone desarrollar, con un criterio que ponga por delante el interés público (debatido colectivamente por la clase trabajadora y el pueblo), como la agroecología que hoy apenas prospera en los bordes del agronegocio. También podría invertirse en el saneamiento de la contaminación urbana y rural acumulada durante décadas, cuestión que hoy está claramente al final de las prioridades y cuyos padecimientos recaen sobre todo en el pueblo pobre.
Una salida de este tipo, protagonizada por la clase trabajadora en alianza con el conjunto del pueblo pobre, es la única manera de hacer compatible lo que en el capitalismo dependiente argentino aparece como un antagonismo irresoluble entre salir de la decadencia y el atraso y la protección del medio ambiente. La perspectiva que planteamos puede iniciarse en los marcos nacionales, cortando las ataduras que imponen la burguesía y el imperialismo, pero solo puede concretarse seriamente a escala internacional. El puntapié inicial para ello es unir lazos con los pueblos de América Latina.
Notas:
[1] Entre los que han salido a defender más entusiastamente la necesidad de aumentar las exportaciones y apuntado contra la traba que representan los reclamos ambientales para dicho objetivo, podemos encontrar a Claudio Scaletta, Eduardo Crespo, José Natanson, y a Daniel Schteingart. Este último dirige el Centro de Estudios para la Producción, que está dentro del organigrama del ministerio de Desarrollo Productivo comandado por Matías Kulfas.
[2] El caso del trigo es presentado como un logro del desarrollo tecnológico nacional, ya que las variedades de transgénicas fueron inscriptas por Bioceres, empresa semillera que es resultado de la colaboración entre el sector público y firmas privadas, que tiene entre sus accionistas a Gustavo Grobocopatel y Hugo Sigman, y FlorimondDesprez de Francia.
[3] Göbel, Barbara, “La minería del litio en la Puna de Atacama: interdependencias transregionales y disputas locales”, Iberoamericana, año XIII, N.º 49, marzo 2013.
[4] Sobre esta dinámica de ciclos pare siga, puede consultarse el artículo “El poder económico en la historia argentina».