Un fantasma recorre el mundo: el que dice que los fantasmas son la única realidad. Pero a diferencia de lo que ocurría con el comunismo en 1848, ninguna potencia de la vieja Europa ni del Nuevo Mundo, del Este, el Oeste, el Norte o el Sur, ningún polizonte alemán, ningún robocop gringo, no digamos ya la Unión de Explotadores agazapada bajo la UE ni, mucho menos, el pato Donald (ese tuiteador de fakes que otea el mundo desde el último piso de la torre Trump, en la Quinta Avenida, cuando se aburre de estar en la Casa Blanca), se han aliado en santa jauría para darle caza. Al revés, todos ellos parecen contentísimos al ver cómo se extiende y atraviesa todas las paredes (las de piedra, ladrillo o madera y las del sentido común).
Es un fantasma con mucha solera. Empezó a aparecérsele a Descartes en el siglo XVII, y el buen Renato creyó poder conjurarlo con un simple pensamiento, un par de coordenadas y la ayuda de Dios. Pero no hizo más que darle alas. Un escocés descreído, mejor historiador que filósofo, le insufló nueva vida al reducir las cosas a haces de sensaciones, y un piadoso profesor prusiano de prolija pluma, cuyo inmenso talento se sintió intimidado por el de aquel escocés llamado Hume, le edificó (como corresponde a todo fantasma que se precie) un magnífico castillo conceptual desde el que el fantasma estableció su reinado sobre las mentes más avanzadas bajo el majestuoso título de Yo Transcendental. A partir de entonces, la especie humana (o mejor, su apariencia) empezó a vivir en una Era Fenomenal (no porque se viviera fenomenalmente bien, sino porque todo lo que la gente podía llevarse a la boca ya no eran cosas, sino fenómenos). Eso sí, aunque las cosas no podían tocarse ni comerse, sí que podían pensarse. Algo es algo.
Pero apareció entonces, ay, la nación alemana (otro fantasma, por supuesto, pero uno muy proclive, además, al exceso en todo). Y entonces sus promotores (Fichte, por ejemplo), inspirados por las teorías del piadoso profesor prusiano Kant, pero yendo más allá de ellas, decretaron que las cosas ni siquiera podían pensarse, por la sencilla razón de que todo era pensamiento, con lo que éste sólo podía pensarse a sí mismo y, a partir de sí mismo, crear su propio objeto de contemplación, que inicialmente surgiría como negación del pensamiento, pero que finalmente el pensamiento acabaría por absorber. Y el fantasma creció y creció, y, al germanizarse del todo, abandonó su modesta condición de ghost para elevarse hasta la de geist, lo que en el mundo latino le permitió entroncar con la prestigiosa tradición clásica y denominarse “espíritu”, concepto de acendrada raigambre teológica.
Hubo quien, desde dentro de esa misma corriente fantasmal, intentó darle la vuelta a la “sábana” para que se le vieran las costuras y demostrar que el pensamiento no es lo único ni lo primero, que no es antecedente, sino consecuente. Pero la fuerza del fantasma se había hecho ya muy grande y lo máximo que pudo lograr aquel hijo de un abogado judío converso, cuyo apellido era una forma sincopada de Markus (Marks o Marx), fue poner como antecedente, en lugar del pensamiento, la acción. Cosa muy sensata y provechosa, porque permitía derribar los prejuicios retrógrados que en todas las pautas sociales establecidas veían leyes naturales eternas e inamovibles (lo que era muy conveniente para el mantenimiento de los privilegios hereditarios de unos cuantos).
O sea que ese fantasma reconvertido hizo un gran servicio a la humanidad, aunque sólo fuera por meterles el miedo en el cuerpo a los detentadores de privilegios inmerecidos, algo a lo que también contribuyó decisivamente, antes de que naciera Marx, el invento de un tal doctor Guillotin al servicio de la Revolución (Francesa).
Pero la inercia adquirida por aquel Espíritu en movimiento (tan móvil que él mismo se identificaba, para muchos, con el movimiento mismo) llevaría (¿fatalmente?) con el paso de los años a sucesivas reencarnaciones de la idea de Fichte: la superación o absorción del mundo objetivo por la subjetividad.
De modo que poco a poco hemos ido asistiendo al nacimiento de teorías (que cualquier persona sensata, no contagiada por alguna de las sucesivas mutaciones del virus idealista, no dudaría en calificar de delirantes) según las cuales no sólo la sociedad es una construcción humana en vez de ser una estructura natural (como acertadamente sostenía Marx), sino que la realidad en general es toda ella una construcción. Construida ¿por quién? Obviamente, por el ser humano, quien a su vez no tiene existencia propiamente humana al margen de una sociedad. Si ese “socioantropocentrismo” absoluto se quedara ahí, la cosa ya sería bastante disparatada, pero al menos habría un mínimo de terra firma en la que apoyarse y dentro de la cual orientarse. Pero, claro, una vez eliminadas las “cosas en sí” reconocidas (aunque dejadas de lado) por Kant, no hay terra firma que valga: todo se vuelve océano, y un océano, además, sin corrientes como las que servían a los antiguos polinesios para orientarse en la inmensidad del Pacífico. De modo que no tiene por qué haber una única forma de construcción social, como tampoco hay una única sociedad. En eso consiste fundamentalmente la sociedad “líquida” descrita por Zygmunt Bauman, que otros preferimos llamar relativismo radical.
El propio marxismo ha sido víctima, en no pocos casos, de esa variante de idealismo que el historiador y filósofo marxista Domenico Losurdo, fallecido hace exactamente dos años (28-6-2018), no dudaba en calificar de “idealismo de la praxis”. La cosa viene de lejos, de Marx mismo, aunque en su obra no adquiriese ni mucho menos la dimensión que encontramos en epígonos contemporáneos. Losurdo sitúa el antecedente inmediato, como ya hemos señalado, en Fichte: “Con su insistencia en la praxis y la transformación del mundo, el pensamiento revolucionario está expuesto a lo que podríamos llamar el idealismo de la praxis. Pensemos en Fichte, que traza un paralelo entre su Doctrina de la ciencia y la enérgica acción de la Francia revolucionaria: «Así como esa nación libera al hombre de las cadenas externas, mi sistema le libera de las ataduras de las cosas en sí, de las influencias externas» (La lucha de clases, Barcelona, El Viejo Topo, 2014: p. 272).
Se trataría, pues, según Fichte, de eliminar cualquier realidad existente por sí misma, independiente del acto «creador» del Yo, sujeto éste que ni siquiera cabría adjetivar de «humano», ya que en esa concepción no hay naturaleza humana previa que pueda condicionar la absoluta y libérrima espontaneidad del Yo. Sigue Losurdo:
“Se podría decir que la presencia de Fichte y la de Hegel coexisten, en un entramado a veces contradictorio, en Marx y Engels (y en la teoría de la lucha de clases que formulan). Los dos filósofos y militantes revolucionarios se forman en unos años en que, por un lado, todavía se oyen los ecos de la Revolución Francesa y, por otro, ya se aprecian signos premonitorios de la revolución que en 1848 barrería la Europa continental. Una revolución que, como esperaban los dos jóvenes revolucionarios, además de las viejas relaciones feudales, acabaría poniendo en cuestión el orden burgués. Situados entre estas dos gigantescas olas de perturbaciones históricas que sacuden el mundo en sus cimientos y abren un horizonte ilimitado a la transformación revolucionaria impulsada por la lucha de clases, se comprende que los dos filósofos y militantes revolucionarios tiendan a caer también ellos en el idealismo de la praxis. En el futuro comunista imaginado por Marx y Engels, junto al antagonismo de las clases, también desaparecerían el mercado, la nación, la religión, el Estado y quizá incluso la norma jurídica como tal, ya superflua a causa de un desarrollo tan prodigioso de las fuerzas productivas que permitiría la libre satisfacción de todas las necesidades, con la superación de la difícil tarea que supone distribuir los recursos. En otras palabras, es como si desaparecieran los «vínculos de las cosas en sí». No es de extrañar que el tema de la extinción del Estado se asome ya en Fichte”. (ibid.: pp. 272-273).
Dados estos antecedentes, no hay que extrañarse de que cierta izquierda autoconsiderada marxista acoja hoy día sin pestañear (más bien con beatífica sonrisa y guiños de complicidad) la actuación de los secesionistas que ponen una llamada “voluntad popular” irrestricta por encima de la ley (olvidando que esa ley ha surgido a su vez de una voluntad popular voluntariamente sometida a las autoimpuestas restricciones de un marco constitucional).
Y tampoco es de extrañar, claro está, que esa misma izquierda acoja con idénticas muestras de simpatía (e incluso haga suyos con entusiasmo) los delirios burgueses made in USA de quienes pretenden comprarse un sexo a medida (convenientemente camuflado previamente como género). La premisa es la ya conocida premisa mayor del idealismo posmoderno: no hay realidad objetiva alguna, todo es construcción social. Y si uno considera que esa construcción social (por ejemplo, la llamada asignación de sexo/género) es opresiva (y, en buen idealista, como así lo considera, así es, pues no hay más ser que su consideración), entonces está perfectamente legitimado para reivindicar el derecho a la autodeterminación de género.
Que uno quiera comprarse un sexo, un género o como quiera llamar al motor de su libido es difícilmente atacable en un marco mercantilista como el que padecemos (con algún que otro rato de disfrute, cierto). Otra cosa es que pretenda que entre todos se lo paguemos. Porque, como dice la Internacional, no puede haber derechos sin deberes, y los derechos de unos se convierten automáticamente en los deberes de otros. Pues bien, “pagar” un sexo/género a medida no tiene en este contexto un sentido meramente financiero, sino sobre todo jurídico, como bien ha señalado el tan traído y llevado documento elaborado por el Partido Socialista. De modo que los sentimientos son sin duda libres (e inocentes, según el mismísimo Aristóteles), y por tanto respetables. Pero las prácticas derivadas de esos sentimientos no siempre ni necesariamente lo son. O sea que uno tiene derecho a sentirse astronauta, pero no necesariamente a que la NASA o la ESA (o la OTRA) le den plaza en el próximo vuelo espacial.
Ya sé que esto es muy difícil de entender después de tanto tiempo cultivando el mito fáustico según el cual cada uno es lo que quiere ser (en esa patraña coinciden, sin ir más lejos, todos o casi todos los libros de “autoayuda” ―absurdo concepto, por cierto, porque si brota de uno mismo, no es ayuda, sino esfuerzo). Quizá nos irían bien, burguesitos caprichosos como somos, unas pequeñas dosis del fatalismo de nuestros abuelos. Acaso la pandemia de marras pudiera ayudarnos en eso al darle la razón a John Lennon cuando dijo: “La vida es eso que pasa mientras nosotros hacemos otros planes”.
Fuente: https://www.cronicapopular.es/2020/07/el-fantasma-de-la-libertad/