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El fin de la ilusión. De los «treinta gloriosos» al lumpencapitalismo

Fuentes: Rebelión

Entre escándalos financieros, descalabros bancarios y estafas colosales, el capitalismo avanzado de nuestros días, se derrumba. Así, el mar de la historia parece arrastrar, trozo a trozo,   hacia sus profundidades, los escombros del gran castillo de arena neoliberal erigido penosamente a lo largo de los últimos veinte años. Es el fin, por mucho tiempo […]

Entre escándalos financieros, descalabros bancarios y estafas colosales, el capitalismo avanzado de nuestros días, se derrumba. Así, el mar de la historia parece arrastrar, trozo a trozo,   hacia sus profundidades, los escombros del gran castillo de arena neoliberal erigido penosamente a lo largo de los últimos veinte años. Es el fin, por mucho tiempo postergado, de un espejismo económico con poco o ningún asidero sólido en la realidad. Pero este desenlace dramático, no es sino el episodio postrero de un largo ciclo económico que se inicia en el período de posguerra, cuando la economía mundial se recupera de la Segunda Guerra mundial y ese otro cataclismo capitalista, que se remonta a los años treinta del siglo pasado.

No es sino a partir de 1945, que la economía capitalista mundial se recupera con plenitud, luego de su debacle temprana a partir del crack financiero de 1929. Desde antes de la Segunda Guerra, se observa que la economía de los países capitalistas se define cada vez más como una modalidad avanzada de capitalismo de Estado, impulsado por una serie de intervenciones estatales en la esfera económica a medida que se aplican las recetas del economista británico, John Maynard Keynes en Estados Unidos, Europa Occidental y en otras naciones del orbe. A partir de entonces, el capitalismo de Estado pasa a ser un rasgo permanente del andamiaje productivo, financiero y político de nuestras sociedades modernas de posguerra, hasta mediados de la década del setenta, en que comienza a ser desmantelado en forma parcial. Pero al mismo tiempo que el capitalismo de Estado pasa a ser una característica esencial del capitalismo moderno [i] , la economía mundial progresa luego del fin de la guerra con bastante velocidad. Se inicia así, un ciclo de tenue desarrollo capitalista, cuya primera fase aún frágil e incipiente de recuperación, se gesta entre el fin del período agudo de la gran depresión (1937) y el comienzo de la Segunda Guerra mundial (1939). Es un ciclo caracterizado por una etapa de crecimiento muy lento y frustrante, que no se trasciende sino mediante la reactivación intensa de las economías industrializadas, a raíz de la Segunda Guerra mundial. La verdad es que la Gran Depresión sólo se supera mediante la destrucción en gran escala que acompaña al auge de la economía de guerra, como fruto del terrible conflicto.

  Al terminar la guerra, el Plan Marshall y la reconstrucción de Europa Occidental y del Japón, proveen los estímulos indispensables para el comienzo de los que muchos economistas han definido como la edad de oro del capitalismo, o como los «treinta gloriosos» de desarrollo económico mundial [ii] , que va de circa 1945 a 1975. Es un período de expansión del bienestar popular, sin precedentes en al historia económica moderna desde comienzos del siglo XIX, cuando el capitalismo industrial irrumpe en la escena europea y se extiende al resto del mundo. Pero era sólo una fase dentro de un ciclo más amplio que comprende esa expansión inicial, seguido de otra fase declinante. A partir más o menos de la mitad de la década del setenta del siglo XX, se inicia un período de estancamiento del desarrollo a favor de las grandes mayorías trabajadoras, y que responde a una contracción crónica de la tasa de ganancia de las empresas capitalistas. Es parte de un macrociclo que fuese bien tipificado hace mucho tiempo por el economista ruso Kondratieff, quien a fines   del siglo XIX, había establecido en forma empírica mediante una gran masa de datos estadísticos, la morfología de estos largos ciclos capitalistas de expansión, estancamiento y contracción de la economía mundial. Entre 1945 y 1975 se produce la fase de expansión; entre 1975 y 2007 la de estancamiento [iii] ; y entre 2008 y (¿?), la de contracción y crisis, que podría ser a su vez el preludio de una nueva fase Kondratieff A de crecimiento dentro también de un nuevo macrociclo general de la economía capitalista. Pero así como no puede negarse que existe esa posibilidad de restauración capitalista, hay asimismo la alternativa de iniciar procesos de transición al socialismo, en todos aquellos países en los que la resistencia popular se convierta en insurrecciones políticas organizadas, en contra de la tiranía del capital.

Siguiendo otra línea de análisis anterior, pero que resulta a mi parecer complementaria a la de Kondratieff, Marx había argumentado que el capitalismo está regido por lo que el llamó, con un lenguaje característico de la época, la «ley de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia». Esta ley fue presentada por él en el tercer volumen de El Capital , pero desgraciadamente no pudo explorar de manera exhaustiva la forma como el capital se adapta a esta limitante endógena. En todo caso, vista dentro del contexto económico catastrófico de hoy, la explicación de Marx asume nuevos ribetes de dramática vigencia.

De manera magistral, simple y a la vez profunda, Marx explica cómo a nivel microeconómico de cada empresa, la tasa de ganancia se reduce con cada ciclo productivo, si no hay un incremento constante del capital variable [iv] ; es decir, del capital invertido para aumentar la productividad del trabajo en nuevas máquinas, tecnologías y métodos de explotación de la fuerza laboral, y que se convierte de este modo en capital fijo una vez que se incorpora y se agrega a los medios de producción ya existentes. En otras palabras, la ampliación constante del capital variable, necesaria para incrementar la tasa de ganancia, empuja a su vez a una ampliación constante del capital total al convertirse, una vez invertido, en nuevos instrumentos y medios de producción que pasan a conformar parte integral del capital fijo acumulado. Pero esta ampliación constante del capital variable mediante la dinámica recién descrita, implica un sistema económico en permanente necesidad de ampliación en su fase expansiva; y, por ende, de competencia más y más acerba entre empresas capitalistas que luchan por el control del mercado y la consiguiente eliminación de sus rivales. Ocurre que la destrucción o absorción de empresas rivales desemboca siempre en la concentración de los medios de producción y el capital en manos de un número cada vez menor de empresas. Lo que, en otras palabras, se traduce en monopolios cada vez más poderosos que imponen condiciones de creciente arbitrariedad tanto a los trabajadores como a los mercados. Cuando la economía capitalista general alcanza ese punto crítico en que los monopolios dominan casi completamente el mercado, se inicia una fase Kondratieff B, de estancamiento económico prolongado.

Ese es el talón de Aquiles del capitalismo, y la causa primaria, estructural e insoslayable que conduce a lo largo de muchos recovecos al monopolio, la sobreproducción, la caída de los salarios reales, la desigualdad económica creciente entre clases sociales y, finalmente, al estancamiento crónico y las crisis cíclicas. Los tecnicismos que explican en detalle esta ley, son demasiado complejos para abordarlos aquí, pero es necesario señalar que los macrociclos económicos descritos por Kondratieff (un historiador y economista liberal y sin ninguna conexión intelectual con el trabajo de Marx), son la forma exterior y prolongada mediante la cual se manifiesta la tendencia endógena a la caída de la tasa de ganancia general del capitalismo. Es decir, que esa ley descubierta y descrita por Marx, se manifiesta gradualmente y en forma cada vez más acentuada, de manera que luego de un período de expansión, sobreviene un estancamiento que precede a una fase declinante, la que a su vez conduce de manera inevitable a una depresión severa, cuando se alcanza un punto extremo de sobreproducción y de caída del consumo.

A partir de circa 1973-75, la tasa de ganancia comienza un declive que será duradero y cada más acentuado. A la tendencia natural a la disminución de la ganancia en el capitalismo, se suman acontecimientos históricos y fenómenos económicos a escala mundial, que agravarán a aún más a nivel macroeconómico, el mecanismo macroeconómico básico que empuja a la caída de la tasa de ganancia en cada centro productivo capitalista. Vemos cómo a partir de la década del sesenta del siglo pasado, se genera un incremento gradual de la competencia al incorporarse en forma cada vez más amplia e intensa a la economía mundial, los nuevos poderes capitalistas emergentes, como Europa Occidental (especialmente Alemania), Japón y, posteriormente, los tigres asiáticos.

Así llega en forma eventual a su fin una fase de expansión económica sin precedente en la historia moderna, y comienza, también, el largo descenso hacia la crisis actual. El período de expansión económica de la posguerra (que muchos han denominado los «gloriosos treinta», en referencia a las tres décadas aproximadas de su duración), es de crecimiento notable de acuerdo con todos los indicadores tradicionales (inversión, salarios reales, PIB, etc.). Pero sobre todo, es notable por el avance que se registra en los indicadores sociales, que debieran ser los criterios más importantes para medir la expansión económica, pues no sólo nos hablan de crecimiento, sino de desarrollo en su sentido más amplio. En esta fase ascendente del macrociclo descrito por Kondratieff, el quintil estadístico con menores ingresos de la población, mejora su nivel económico con mayor rapidez que el más alto, lo cual es precisamente lo opuesto de lo que sucede durante la fase declinante. Es la fase en la que el capitalismo puede darse el lujo de beneficiar a ciertas capas asalariadas y, al mismo tiempo, garantizar elevadas tasas de ganancia.

La tasa decreciente de la ganancia, a la que se suma una competencia cada vez más acérrima dentro del capitalismo, empuja a la búsqueda de alternativas que permitan sostener un retorno económico más satisfactorio, a nivel de cada empresa en particular, y del capitalismo en general. Varias serán las nuevas estrategias proseguidas por el capitalismo para intentar solventar este problema, y cada una de ellas ayudará a mantener la tasa de ganancia por empresa a niveles satisfactorios, al tiempo acentúa las mismas causas que empujan al estancamiento a nivel económico general. Mientras mayor sea el empuje hacia el aumento del capital variable en cada empresa, mayor será también el clima general de competencia entre empresas. Por ello, aunque el efecto global sobre la totalidad del sistema económico será nocivo [v] , una de estas estrategias a nivel microeconómico, consiste precisamente en la intensificación e innovación tecnológica constante aplicada a la esfera productiva. Ello parecería en principio poner de manifiesto la naturaleza progresista del capitalismo, puesto que impulsa de manera permanente al desarrollo tecnológico, basado en la creatividad empresarial y la innovación científica y tecnológica. Pero esto no es más que una ilusión óptica pasajera. La intensificación y renovación tecnológica aplicada a la productividad permite sostener los retornos económicos por empresa [vi] , pero tiene a su vez, el efecto general de agravar la competencia entre capitales antagónicos, misma que conducirá en forma irremisible a la eliminación de los rivales y, por consiguiente, al monopolio.

El monopolio es retrógrado, puesto que implica una inversión menor en renovación de los instrumentos productivos lo que, a su vez, tiene tres consecuencias indeseables que llevan al estancamiento económico general: 1. Las bases mismas de la libre competencia son erosionadas, destruyéndose con esto el estímulo económico mismo que impulsa al capitalismo en su fase de auge [vii] . 2. Se retrae, además, el impulso progresista del capital hacia la innovación tecnológica y la investigación científica aplicada. 3. La calidad de los productos desciende y los precios son más elevados. A consecuencia de la combinación letal de estos tres efectos indeseables de la concentración del capital, el estancamiento económico se vuelve crónico, la tasa de ganancia tiende a reducirse aún más que en condiciones normales de competencia, y la única escapatoria que aún queda es reducir los salarios reales de los trabajadores.

En el capitalismo monopólico y transnacional de nuestra era, lo anterior se ha conseguido mediante numerosos ardides pero, sobre todo, mediante la transferencia del aparato industrial y productivo a aquellos países con más bajos salarios mínimos y con mayores facilidades para ejercer en forma descarnada la explotación del trabajo. De modo que al final de cuentas, la globalización transnacional impulsada por el neoliberalismo, no es más que la expresión tangible de esta estrategia del capitalismo monopólico.

En el pasado, mientras los mercados domésticos operaban como compartimentos estancos, relativamente separados, y bajo el control omnímodo de los capitalistas nacionales, la competencia a escala planetaria entre distintos centros nacionales capitalistas se agravó considerablemente, en especial luego del fin de la Segunda Guerra mundial. De este modo, los mercados domésticos cautivos eran en parte erosionados mediante el capital monopólico nacional en auge. Pero, a nivel internacional, la competencia se intensificaba de manera tal, que las empresas foráneas continuaban representando un serio peligro para los monopolios nacionales que habían conseguido eliminar a sus rivales internos [viii] , o convivir con ellos al especializarse en distintos nichos de consumo.

El ejemplo más palpable de ese proceso, lo constituye la industria del automóvil, gran motor dinámico de la economía capitalista de posguerra. Luego de que GM, Chrysler y Ford consiguen aplastar a sus otros competidores menores en los Estados Unidos, proceden a compartir, con pocas áreas reales de fricción, el mercado doméstico cautivo que esto genera, estableciéndose así como capitales monopólicos sobre la base de destruir los fundamentos del libre mercado. Pero luego de algunos años de bonanza, el regreso económico triunfal de Europa Occidental, Japón y otros países asiáticos, representa el surgimiento de nuevos y cada vez más enconados rivales económicos internacionales que empiezan a desplazarlos de los mercados mundiales y, finalmente, a destronarlos dentro del propio mercado nacional norteamericano.

Así surgen las corporaciones transnacionales, que intentan distribuir geográficamente diversas ramas de la producción y administración, en un conjunto de distintos países que les ofrecen ventajas comparativas desde diversos puntos de vista: salarial, impositivo, de las regulaciones ambientales, de las leyes laborales, de la infraestructura, etc. Este impulso hacia la formación de enormes empresas transnacionales nace del poder económico de los monopolios que pueden abarcar todo el planeta con sus redes de inversión y manufactura; y de la necesidad de abaratar costos de producción, sobre todo accediendo a mano de obra barata. Con este fenómeno de grandes proporciones, se inicia un nuevo ciclo de globalización que se torna más extenso y más profundo a medida que la fase Kondratieff B, de declive gradual, domina cada vez más la escena económica global. Este declive, que genera una globalización al servicio de los intereses de las transnacionales, alcanzará su culminación en la década de los noventa, cuando el neoliberalismo se convierte en la doctrina económica oficial del capitalismo.

Pero el neoliberalismo triunfa como doctrina económica y social, no por sus «bondades» intelectuales o sus méritos científicos, sino porque las condiciones dentro del proceso de acumulación de capital a nivel mundial, se inclinan con fuerzas a su favor. En la misma proporción en que el capitalismo decae, con él decaen también todos sus marcos de referencia ideológica e intelectual. Es un colapso que se anuncia en todos los frentes del quehacer humano asociados con el capitalismo. El neoliberalismo, con su pobreza analítica y la demencia de sus propuestas prácticas, es la lápida que consigna el comienzo del fin de un sistema y su civilización. El neoliberalismo, se propone derribar todos las barreras nacionales que obstaculizan la expansión transnacional del capital, y su caballito de batalla son los llamados «tratados de libre comercio», que en realidad no son otra cosa que tratados de libres inversiones que garantizan el desarrollo de los grandes monopolios capitalistas, y que buscan condiciones propicias para abaratar los costos de producción, y permitir su instalación simultánea en varios países al mismo tiempo. La apertura comercial facilita, además, la exportación de las mercancías y servicios producidos en los países periféricos donde la mano de obra es muy barata, a los centros metropolitanos, donde se consumen la mayoría de los productos manufacturados a bajo costo en el tercer mundo [ix] .

La industrialización transnacional de la periférica del sistema promovida por el neoliberalismo es, entonces, una industrialización truncada, pues los países que son objeto de la inversión capitalista de los grandes monopolios, generalmente reciben ramas parciales y aisladas de una misma industria, sin tener acceso al proceso completo de fabricación, ni al complejo tecnológico que lo sustenta. Es, con algunas raras excepciones parciales, como Corea del Sur y China, una falsa transferencia de tecnología y manufacturas del centro a la periferia. Se trata de la proliferación de ramas incompletas de fabricación y montaje, en naciones que siguen siendo económicamente dependientes, y que sólo son receptoras de segmentos incompletos de una industrialización que sigue favoreciendo a las compañías capitalistas   afincadas en el centro del sistema mundial.

El flujo comercial de la periferia al centro se incrementa, pero todo es una fachada que encubre el único hecho de verdad relevante: que sigue siendo una producción metropolitana emplazada en territorios periféricos, pero no ligada en forma orgánica a las economías de estas naciones. Las empresas transnacionales siguen vinculadas en forma orgánica a los países del centro, y su único interés consiste en explotar al máximo los factores ventajosos de producción en los países dependientes, pero sin que ello represente mayor beneficio duradero para estos últimos. No obstante, la propaganda a favor de estos procesos, intenta mostrarlos como un legítimo intercambio comercial entre economías nacionales soberanas e interdependientes. En esta gran ficción económica, México, por ejemplo, aparece como el principal socio comercial de los Estados Unidos. Sin embargo, no es strictus sensus la economía de México la que en efecto produce, exporta y se beneficia con este flujo de mercancías y servicios baratos hacia el norte, sino las compañías que operan en ambos países al mismo tiempo. México contribuye con su dañado medio ambiente, sus obreras y obreros baratos, su corrupción que engrasa los enmohecidos engranajes de la burocracia nacional, la falta general de garantías sociales efectivas para los trabajadores, y una democracia cuestionable, dotada de un sistema político bien controlado por las elites del poder y el dinero. No es, por consiguiente, el Sur conquistando, o recuperando terreno económico frente al coloso del Norte. Es, por el contrario, el Sur siendo utilizado a destajo por el Norte, con el fin de producir barato para beneficio casi exclusivo de este último. Pero el bombardeo ideológico incansable de los medios corporativos y el consenso entre las elites, levanta densas cortinas de humo que impiden, de momento, ver el crudo trasfondo de la nueva economía que emerge como fruto de la expansión trasnacional del capitalismo.

El poder económico sigue, entonces, residiendo en los países metropolitanos -aunque como señalaré más adelante, estos también comienzan a sufrir severas distorsiones estructurales en la organización de sus economías nacionales. En último término, el capitalismo transnacional y la globalización neoliberal, empujan de modo inexorable al sistema en su conjunto por la senda del desastre. El capitalismo consigue aplazar el colapso general por un par de décadas, pero al hacerlo, profundiza aún más las condiciones objetivas que presidirán sobre su eventual caída. Se sube más alto, sólo para caer luego desde mayor altura.

Por otra parte, las desregulación creciente de los mercados financieros que promueve el neoliberalismo desde fines de los ochenta, permite no sólo la expansión del capital transnacional mediante las libres inversiones y la libre comercialización, sino también, la repatriación sin límites ni regulaciones, de las ganancias [x] . El capital transnacional manufacturero y de servicios, que surge con ímpetus al entronizarse el neoliberalismo, se comienza a estancar de nueva cuenta, debido a los grandes monopolios que dominan ramas enteras de la economía y sofocan el mercado [xi] , la caída de los salarios reales, la cada vez mayor desigualdad entre los dos quintiles mas elevados y los dos quintiles mas bajos de la pirámide de la riqueza, [xii] y a la competencia día a día más ríspida entre megaempresas capitalistas que luchan por aniquilarse o devorarse las unas a las otras. Ya desde inicios de los años ochenta -poco antes del ascenso del neoliberalismo y, como de costumbre, frente al estancamiento prolongado del capitalismo- se comienzan a recorrer las conocidas etapas [xiii] que conducen a las burbujas financieras que sustituyen cada vez más al ciclo económico normal de producción y consumo, con la inflación monetaria y la especulación desenfrenada.

Al cabo de apenas una década de neoliberalismo desbocado, cuando despunta el nuevo siglo, comienza a hacerse evidente que el frenesí de la especulación financiera se ha convertido en su momento final de descomposición, en una gigantesca pirámide internacional de Ponzi. En un esquema perverso en que miles de empresas financieras y bancos interconectados dentro de un complejo sistema internacional de vasos comunicantes, palanquean sus activos, brindan crédito barato a cualquiera que lo solicite, y hacen pingues negocios sin siquiera poseer un flujo de caja que permita cubrir los intereses de las deudas contraídas entre sí. Es un sistema seductor y letal en el que los protagonistas hacen ganancias sin precedentes. Así, pequeños círculos de magos financieros hacen fortunas de la noche a la mañana, recurriendo a actos de prestidigitación donde se especula con dinero inexistente, se hacen promesas de criminal irresponsabilidad a millones de inversionistas, se adelantan créditos de alto riesgo a diestra y siniestra, y se pretende que la burbuja puede inflarse ad infinitum . Así, el frenesí especulador se nutre de su propio éxito inicial, la burbuja crece sin control, y la codicia desmedida se apodera por completo de los círculos financieros.

Es una conjura delirante, impelida por la corrupción y la codicia sin límites de un capitalismo terminal. Se trata de una espiral especulativa en apariencia infinita, pero que se nutre de sus propias entrañas en un movimiento acelerado y sin descanso hacia adelante, pero que está destinado a desplomarse tarde o temprano con estrépito. Y ello ocurre, por fin, en julio del 2007, cuando Wall Street se estremece al ver con pánico como se derrumba el gigante financiero Bear Sterns, quien admite de manera pública la insolvencia de dos de sus principales fondos de inversión [xiv] . Eso echa a rodar una bola de nieve que no ha cesado de crecer hasta hoy, y que sorprende tanto a «expertos» financieros como a la población en general. De este modo, una prolongada crisis estructural que despunta a mediados de los setenta, resultado del estancamiento que produce la caída histórica y general de la tasa de ganancia, y que ha sido enmascarada durante mucho tiempo por medio de burbujas financieras cada vez más grandes, estalla, y pone al descubierto las debilidades inherentes a todo el sistema capitalista.

La real magnitud de la burbuja financiera que aún está en proceso de desinflarse, es un misterio para todos, puesto que los bancos ocultan y/o desconocen el tamaño real de sus propios créditos y bienes financieros tóxicos. Según algunos, esta burbuja habría alcanzado proporciones tales [xv] , que ella supera con creces al conjunto de la economía mundial. Si esto fuese así, ello implicaría que no hay suficiente dinero en todo el mundo para apagar esta conflagración, y que resulta una total futilidad intentar hacerlo con   los diversos paquetes de rescate y estímulo que se han arrojado a la hoguera, sin importa cuan grandes ellos sean. Al final del día, el incendio financiero que avanza sobre la llanura económica, reseca y propicia a su incineración, terminará devorando igualmente todos esos esfuerzos desesperados por apagarlo.

Pero debo insistir en que la crisis financiera no es más que la punta del iceberg, o la consecuencia y detonante de la actual depresión, ya que en último análisis son las prolongadas dificultades para elevar la tasa de ganancia del capital, las causas profundas que subyacen escondidas bajo el agua de esta tormenta económica. Al estallar, la burbuja financiera ha desencadenado, con todas sus fuerzas apenas contenidas hasta hoy, el factor esencial que domina los procesos económicos mundiales, y que oculto tras las bambalinas, ha determinado la marcha de la economía global durante los últimos treinta y cinco años.

La transnacionalización del capital, que permitió el crecimiento de las llamadas «economías o mercados emergentes», convirtiéndolos en nuevos centros dinámicos de acumulación del capital, surgieron gracias a sus bajos costos de producción y, de ese modo, también, dinamizaron al conjunto de la economía global. Pero a la larga esto ha resultado ser fatal, creando nuevos desequilibrios globales de difícil solución. Uno de los nuevos desequilibrios resultad de los procesos de desindustrialización que supuso la transferencia masiva de manufacturas y servicios a la periferia del sistema, para los centros económicos metropolitanos en Estados Unidos y en Europa Occidental. Ello forzó una transición en estos últimos países a la llamada «economía de la información», que no es más que el auge del sector terciario y de servicios públicos y privados, en detrimento de la base industrial y manufacturera, que se traslada hacia países con bajísimos salarios mínimos y escasas regulaciones ambientales y laborales, como China, México, India, América Latina en su conjunto, etc. Pero incluso esa economía de servicios, siguió la tendencia general marcada por   la industria manufacturera, y comenzó a ser exportada hacia países donde la retribución al trabajo es muy pequeña, en comparación con Estados Unidos y Europa Occidental.

Ello supuso tanto la destrucción de lo que quedaba del Estado keynesiano y benefactor de posguerra en las naciones del centro, y una exacerbación de las presiones hacia la baja de los salarios reales de los trabajadores en estas economías, con el fin de elevar la tasa de ganancia en los países metropolitanos. La expresión política de estos imperativos económicos será el ascenso de los neoconservadores durante los regímenes de Reagan y Thatcher. A partir de entonces, los sindicatos son gradualmente eliminados o reducidos a la impotencia; se disminuye el gasto social para favorecer los subsidios ocultos o abiertos (bajo la forma sobre todo de reducción de tarifas e impuestos) a las grandes empresas transnacionales; y los asalariados ven caer en forma alarmante el poder de compra de sus ingresos.

Los hogares de los quintiles medios e inferiores de las diversas economías metropolitanas, se esfuerzan por recuperar el terreno perdido, mediante la incorporación cada vez mayor de las mujeres al mercado laboral junto a los hombres [xvi] . Los hogares de las capas medias y proletarias en los países de capitalismo avanzado, recurren cada vez más al endeudamiento privado, con el fin de mantener un nivel de consumo más satisfactorio. Para el año 2008, la deuda de los hogares norteamericanos corresponde ya al 90% de PNB, y cerca del 80% de sus ingresos anuales   se destinan al pago de las diferentes deudas agregadas. Esto es grave, pues hay que recordar que el 75% de la economía norteamericana depende directamente del poder de sus consumidores. La situación, por lo tanto, se torna insostenible. Poco a poco el pago de tarjetas de crédito, hipotecas y otras deudas, se convierte en una carga agobiante para un número creciente de hogares y deudores metropolitanos. Esto marca el comienzo del fin. Pues desde la base misma corroída de la economía, el edificio entero empieza a desmoronarse. La gran pirámide de Ponzi se desploma, erosionada en sus frágiles cimientos, por la acumulación de la insolvencia de los hogares y los consumidores en general.

Pero antes de llegar al punto de ruptura, la burbuja financiera que inicialmente buscaba mantener la capacidad de consumo de los mercados internos en los países metropolitanos (sobre todo en los Estados Unidos) mediante el crédito fácil y barato, entró en una etapa final (1998-2008) de frenesí especulativo. Fue una fase corta, pero igualmente desastrosa. Una fase de descomposición terminal, que pone de manifiesto no sólo la inmoralidad esencial que de una economía fundada en la codicia, sino también, las limitantes estructurales que definen al capitalismo. La ilusión se disipa, y así, sin ninguna gloria y con mucha pena, se transita hacia el lumpencapitalismo, y de este, al abismo. Hoy estamos ya cayendo hacia el fondo de este precipicio, pero sin saber su verdadera profundidad, ni por cuanto tiempo tendremos que descender antes de estrellarnos contra el fondo.  

Creo que no es en absoluto aventurado pronosticar que esta crisis será aún peor que la Gran Depresión de comienzos del siglo XX. Se trata de una economía global mucho más grande, mucho más interdependiente, y por ello la burbuja financiera es descomunal y tardará mucho más tiempo en desinflarse por completo que en previas recesiones. Debido a la globalización transnacional, el contagio entre naciones será también mucho más intenso y de una escala mucho más amplia y compleja que en el pasado. Será difícil para las distintas economías nacionales, tomar medidas efectivas dado que una parte importante de sus aparatos productivos están unidos de manera tan inextricable a la economía global, y no dependen sólo de la manipulación económica doméstica. Las economías insertas con mayor profundidad y amplitud en la globalización transnacional, serán aquellas que sufran más. Asimismo, aquellas naciones que poseen una mayor capacidad de intervención estatal en la economía doméstica, asociada con un mejor control de sus flujos económicos con la economía global, serán las que mejor resistan la pandemia. Aquellas naciones que se han orientado hacia modelos de desarrollo basados esencialmente en la industrialización para exportar, serán golpeadas con especial virulencia. También economías que dependen demasiado de un sólo producto de exportación y no han buscado fomentar la sustitución de importaciones por medio de las manufacturas y la producción doméstica, decaerán en forma alarmante. Quizás, dentro de esta última categoría, únicamente aquellos países que producen materias primas esenciales para la economía mundial, como el petróleo y otras, verán su economía ascender impulsada por la hiperinflación que seguirá al proceso deflacionario inicial en el cual estamos inmersos en este momento [xvii] .

Esta es, en efecto, la primera crisis económica mundial, en el sentido estricto del concepto. Por ello, tampoco es descabellado pensar que esta será una crisis prolongada, y que con muchas probabilidades, se desenvolverá siguiendo una «L» y no una «V», como creen los más optimistas. Es decir, que no será una brusca caída económica seguida de una recuperación igualmente fulminante, como sugiere una recesión tipo «V». Más bien, lo que se visualiza, a mi juicio, es que luego del colapso y la brutal deflación de activos y riqueza que hoy vemos como producto inmediato del estallido de la burbuja financiera, sobrevendrá un período largo de estancamiento e inflación, en el que los precios de las materias primas y los alimentos crecerá mucho más rápido que la economía y los salarios en su conjunto. Y ello, debido a la casi segura devaluación del dólar. Cuando China ya no pueda solventar el déficit y la deuda de los Estados Unidos mediante voluminosas compras de bonos del tesoro norteamericano [xviii] , este último país deberá declararse insolvente y el dólar dejará de ser la moneda internacional de referencia. Ello implicaría que Estados Unidos no podría seguir emitiendo dólares a destajo para salvar su economía por la vía fácil del endeudamiento crónico, y tendría que enfrentar las consecuencias de sus desaciertos financieros y económicos, igual como se ve forzada a hacerlo el resto de las naciones del orbe. Todo ello dependerá de la resiliencia de la economía China para cargar a hombros el peso muerto de la economía norteamericana [xix] .

Lo cierto es que solventar la crisis financiera no representa más que la solución de una pequeña parte del problema, ya que los problemas derivados de una baja tasa de ganancia continuarán plagando al capitalismo. Es obvio que la destrucción de una parte de la riqueza acumulada y de las empresas existentes todavía [xx] , aunada a la pérdida de poder competitivo de muchas economías nacionales, abrirá un nuevo espacio para un desarrollo capitalista futuro. Pero esto se verá ralentizado por la caída aún mayor del poder adquisitivo de los consumidores durante la crisis, la reducción de los salarios reales, y la severidad de la desigualdad socio-económica entre los quintiles superiores e inferiores de la población, heredada de treinta y cinco años de incremento de la brecha entre ricos y pobres, y entre capitalistas y trabajadores, en todo el mundo. Una vez que el impacto inmediato de la crisis financiera comience a ser superado, estaremos aún sumidos hasta el cuello en la crisis de estancamiento estructural del capitalismo.

Suele pensarse que el keynesianismo de Franklin D. Roosevelt, permitió la recuperación de la economía norteamericana luego de la Gran Depresión, facilitando a su vez una reactivación del conjunto del capitalismo mundial. Pero la receta keynesiana, que sugería un déficit fiscal considerable y grandes inversiones estatales en infraestructura y obras públicas para solventar la Gran Depresión, apenas si resultó un paliativo. En realidad el capitalismo mundial continuó arrastrándose a lo largo de la recesión, sin conseguir reestablecer tasas de crecimiento satisfactorias [xxi] . El keynesianismo, entonces, no es una cura radical que elimina el problema económico por completo, pero tendrá la virtud, desde el punto de vista capitalista, de salvar al sistema del estallido social y revolucionario que también amenaza con destruirlo por completo.

Al final de cuentas, no será sino la Segunda Guerra mundial, con su secuela de horrores y destrucción, la que se convierte en el resorte mágico que permite la reactivación económica del capitalismo languideciente. Hoy debemos detenernos con parsimonia y pensar en forma cuidadosa la lección histórica que encierra la experiencia de la Gran Depresión. Lo que ella indica, es que el colapso del capitalismo entonces fue devastador no sólo por sus consecuencias económicas, sino por la lucha fratricida y la carnicería en una vasta escala a la que condujo apenas una década luego de haberse desencadenado. Tenemos que preguntarnos seriamente, ¿cuáles son las probabilidades de que el mundo se hunda otra vez en guerras de gran escala a raíz de la presente depresión? La respuesta, a mi juicio, es que, por desgracia, esa probabilidad será alta. Uno de los primeros síntomas que manifiestan la respuesta de las naciones capitalistas a la depresión en curso, ha sido elevar la retórica sobre la defensa del comercio internacional y la globalización neoliberal, al tiempo en forma solapada comienzan a implementar medidas proteccionistas que contradicen tan «loables» propósitos.

El proteccionismo en auge, sin dudad destruirá los fundamentos de la globalización neoliberal y al mismo tiempo acentuará, durante el período álgido de la depresión que aún está por venir, las luchas entre naciones capitalistas desarrolladas, por el control del comercio internacional, sobre todo en el área de materias primas y alimentos. Pero en general, el declive del nivel de vida de los ciudadanos a nivel mundial, agravará las contradicciones de clase a nivel interno dentro de cada país. Frente a ello, igual que tantas otras veces en el pasado, muchos Estados buscarán por la vía dolorosa pero expedita de los conflictos armados, reestablecer su hegemonía interna uniendo a sus poblaciones tras un esfuerzo bélico nacional. Las tareas de los progresistas del orbe, consistirá por ende en oponerse a las guerras al servicio de las elites dominantes, e impulsar el socialismo como única respuesta válida y viable ante los horrores   generados por el capitalismo en proceso de derrumbarse. El socialismo no surgirá sólo como una alternativa deseable, sino como el único camino posible para la salvación de la humanidad.

 

 

 

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Notas

 

[i] Ni siquiera el neoliberalismo, en sus expresiones más virulentas a favor del «libre mercado», ha conseguido eliminar por completo al capitalismo de Estado. En general, lo que se ha hecho más bien desde comienzos de los noventa del siglo pasado, es eliminar toda forma de capitalismo de Estado que pueda servir a las necesidades populares, para acentuar sólo aquellas intervenciones estatales que favorecen a los intereses privados y al gran capital. En el discurso neoliberal que todavía campea entre las elites del poder y los medios a su servicio en nuestros países capitalistas, toda forma de intervención estatal que favorezca en forma muy ligera a los trabajadores y asalariados, es definido como «socialismo», mientras que el capitalismo de Estado que interviene de manera exclusiva en beneficio de los grandes capitales privados, es denominado, como una acción a favor de un mítico libre mercado.   Ninguna de las dos visiones corresponde a la realidad, puesto que el capitalismo de Estado es la negación del socialismo verdadero, y al mismo tiempo su rol central en nuestros días, reduce el concepto de libre mercado a una utopía absurda, como lo ha sido desde los días lejanos de Adam Smith.

[ii] Ver: Sammer Dossani y Noam Chomsky. 18-2-09. «Understanding the Crisis- Markets, the State and Hypocrisy» en, Noam Chomsky’s ZSpace Page .

[iii] Al respecto recomiendo leer la entrevista al economista Robert Brenner: Seongjin Jeong Hankyioreh. 24-02-09. «Un análisis histórico-económico clásico de la actual crisis. Entrevista a Robert Brenner» en,   Rebelión .

[iv] Ver: Carlos Marx. 1962(1866). El capital . Vol. II- XIII. pp. 233-253. La Habana, Cuba: Editorial de Ciencias Sociales.  

[v] Sin hablar del impacto depredador constante y en aumento que sobre el entorno natural tendrá tal estrategia.

[vi] El aumento del capital variable mediante la renovación permanente de los instrumentos productivos, se traduce en una fuga constante hacia adelante, y en una rivalidad aún más acendrada entre capitalistas, con el agravante de que la intensificación tecnológica supone también intensificación del capital y, naturalmente, un aumento de los costos de producción y una reducción de la tasa de ganancia que no es compensada a plenitud por el aumento de la productividad.

[vii] Y ello a pesar de toda la retórica vacía del discurso oficial a favor del libre mercado. Ver: Michael Perelman. 2006. Railroading Economics: The Creation of the Free Market Mythology . New York: Monthly Review Press.

[viii] O asociarse con ellos.

[ix] Ver: Naomi Klein. 2007. The Shock Doctrine. The Rise of Disaster Capitalism . Canada: Alfred A. Knopf.

[x] Ver: Miguel Baraona. 2005. Puntos de fuga . pp. 95-101. LOM: Santiago de Chile.

[xi] Lo que en forma irónica se produce paralelamente con el auge de la retórica económica y política sobre el «libre mercado», ese espejismo ideológico que nunca se da en realidad bajo el capitalismo.

[xii] Expresado desde el punto de vista estadístico, en coeficientes de Gini que revelan desigualdades abrumadoras y crecientes entre ricos y pobres en casi todos los países del orbe; pero, sobre todo, en aquellos en los que el neoliberalismo avanza con mayor éxito, como Chile, por ejemplo, que pasa a incorporarse al grupo de las diez economías más desiguales del orbe.

[xiii] Ver: Hyman Minsky. 1993.» Financial Instability Hypothesis » en, Handbook of Radical Political Economy. Arestis y   Sawyer (eds). New York: The Jerome Levy Economics Institute.

[xiv] Que contenían valores altamente especulativos, sostenidos por hipotecas de escasa o ninguna confiabilidad.

[xv] Ver: Jorge Beinstein. 3/3/09. «Señales de implosión» en, Rebelión . www.rebelion.org/noticia.php?id=81659.

[xvi] Lo que, debido a la discriminación laboral pro géneros, se traduce en salarios inferiores para un trabajo idéntico, lo que resulta en una bonanza suplementaria e inesperada para el capital.

[xvii] Ver: Eric Janszen. 23-2-2009. «Road to Ruin: Final Stretch» en. ITulip.com.

[xviii] Arriesgado curso de acción que China ha seguido, por dos razones esenciales: 1. Para mantener vivo el mercado de consumo interno de los Estados Unidos que absorbe 20% de sus exportaciones totales; 2. Y, asimismo, para mantener   bajo el valor de sus moneda -lo que le permite exportar barato y competir mejor- y sostener el valor del dólar mediante compras masivas de él.

[xix] Que consigue mantenerse en esta situación privilegiada gracias a lo que A.G. Frank acertadamente llamó «posicionamiento».

[xx] Es decir, mediante una destrucción de capital fijo que permite un crecimiento comparativo del capital variable, lo que en el diagnóstico clásico de Marx, facilita en parte la recuperación de la tasa de la ganancia promedio.

[xxi] Es posible incluso que, como señalan algunos economistas seguidores de la escuela Austriaca, el keynesianismo sólo prolongó la recuperación al impedir que las fuerzas del mercado empujaran a una crisis profunda y devastadora, seguida de una rápida recuperación igualmente dramática. Es en efecto probable que esto haya sido así, pero también es por igual cierto que sin el paliativo keynesiano, la situación social y política se hubiese tornado insostenible dentro de los países capitalistas, y   la gravedad brutal del desempleo y la pobreza, hubiesen provocado grandes estallidos populares y revueltas que habrían dado al trasto con todo el sistema capitalista. De manera que el keynesianismo no fue una fórmula económica ideal para salvar al capitalismo, pero sin duda permitió que este sobreviviese desde el punto de vista social, durante la peor de sus crisis. Los economistas burgueses que piensan que la economía es un sistema que funciona con leyes y mecanismos propios, que están al margen de la sociedad en su conjunto, habrían desatado las fuerzas del mercado y, con ello, revoluciones incontenibles, que hubiesen tornado el tema estrictamente económico en algo banal e intrascendente.