Fue cuando el mundo se agrandó que más visibles se hicieron las ansias de poder, grandeza y posesiones de los estados de entonces. Portugal, España, Holanda llenaban barcos de esclavos que volvían repletos de azúcar, café o especias. Cuando la mentira dejó sitio a la verdad, la historia habló de esquilmación, depredación o, sin más, […]
Fue cuando el mundo se agrandó que más visibles se hicieron las ansias de poder, grandeza y posesiones de los estados de entonces. Portugal, España, Holanda llenaban barcos de esclavos que volvían repletos de azúcar, café o especias. Cuando la mentira dejó sitio a la verdad, la historia habló de esquilmación, depredación o, sin más, robo de recursos naturales acompañado de violencia y opresión. Pareciera que unas naciones poderosas fueran las causantes de las desgracias y debilidad de otras.
Los años, las luchas y la dignidad de muchos pueblos corrigieron -sólo en parte- estos excesos. Una clase social nacida de extranjeros colonizadores y criollos buscafortunas se colocó en el escalón más alto de la sociedad. Desde ahí manejaba los hilos de países enteros como marionetas a sus órdenes. Y los desequilibrios permanecían inmutables.
En su refinamiento, los unos y los otros engalanaron sus malas artes bajo títulos nobiliarios y -mejor aún- como dueños y propietarios de empresas exclusivas: motores del desarrollo. Tan grande es el poder de estas empresas repartidas ya por todo el planeta que, ahora ya todito globalizado, los movimientos antisistema (reivindiquemos el término) han sabido señalarlas y desnudarlas frente a la sociedad como principales destructoras de un modelo de sociedad más justo. Las conocemos, sabemos cómo, cuánto, dónde y a quién dañan en sus operaciones.
Pero siguen ahí, las tenemos enfrente, cada vez son menos, pero sólo porque son más grandes, y nos rodean por todas partes. ¿Quién las defiende? ¿Quiénes son sus guardaespaldas? ¿Otra vez las naciones poderosas? ¿Ellas en autodefensa? No, las custodia el mismo que financió el viaje de Colón, el mismo que compraba y vendía esclavos, el mismo que acaparaba las mejores tierras, selvas o mares, el mismo que se enriquecía con cada una de las zafras: el Capital. Sería como un calamar gigante, donde él es el cabezón que se nutre con sus tentáculos, las multinacionales, de la caza de pequeñas piezas.Hoy el capital ya no se esconde: se pasea ufano por todos los océanos y nos pide limosna. Porque recién pareció sufrir un ligero malestar, unos pocos estornudos, y todos hemos contribuido a su sanación. Ya parece superar lo que se viene a llamar, en términos médicos: crisis financiera. Los bancos ahorita socializados con nuestros ahorros disponen de nuevos recursos para generar más negocios. Incluso en algunos casos sin antifaz ni tentáculos de por medio, directamente: sus fondos de inversión se dedican a especular con los alimentos, comprar las mejores tierras fértiles de los países más pobres o adueñarse de los negocios que consideran más productivos y seguros (los alimentarios). Algunos ejemplos que nos ofrece Grain en uno de sus últimos informes explican que en estos últimos años de crisis financiera, Goldman Sachs y Deutsche Bank, por ejemplo, han invertido cientos de millones de dólares en comprar a los principales productores de cerdos en China. Barclays Bank está entre los inversionistas con mayores intereses en Zambeef, la agroempresa más grande de Zambia, y Citadel Capital, un fondo de inversión privado egipcio, está comprando tierra para producir alimentos por toda África. Ya asumió el control de un hato de 11 mil vacas destinadas a productos lácteos.
Nada nuevo, por otra parte. El capital siempre lo supo: los seres humanos necesitan alimentos para vivir, igual que él necesita seres humanos para multiplicarse. Es la infalible propiedad asociativa.
Pero, entonces, nos queda una equis por despejar: ¿quién escuda a El Capital? Sí, han acertado; centremos ahí la recuperación de un mundo posible, sin más treguas.
*Autor de Lo que hay que tragar y coordinador de la revista Soberanía Alimentaria, Biodiversidad y Culturas