Intervención de Michael Krätke, miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO, en el Seminario sobre Democracia y Capitalismo financiero organizado conjuntamente por SINPERMISO y por la Fundación Pere Ardiaca, que tuvo lugar en Barcelona el pasado 13 de Diciembre.
Neoliberalismo y democracia
El neoliberalismo está a la defensiva, incluso en retirada, pero no está todavía derrotado. Huelga decir que los mercados no se autorregulan en modo alguno, ni tampoco resultan especialmente brillantes. En el momento de la crisis ─una crisis de legitimación─ uno no debería olvidar que el neoliberalismo es una estrategia y una ideología política o llegada al poder por la fuerza o puesta por obra mediante la fuerza. La hegemonía vino después.
En lo fundamental, el núcleo del mensaje político del neoliberalismo era suficientemente claro: ha llegado el fin de la política y debemos estar encantados de ello. A partir de ahora, debemos fiarlo todo al omnipotente mercado. Los políticos deben obedecer a los mercados, o cuando menos, respetarlos y temerlos, porque «los mercados» están listos y dispuestos a penalizar a quienquiera que ose resistirse a ellos. A partir de ahora, los políticos deben ser lo suficientemente prudentes como para ejecutar la voluntad de los mercados y obedecer las «leyes de la economía», supuestamente universales y «férreas». Ni siquiera políticos de izquierda vacilaron en declarar su impotencia ante «las fuerzas del mercado», las fuerzas del mercado mundial, y particularmente, de los mercados financieros internacionales: «no pueden concebir gobernar contra los mercados financieros».
Amplias minorías, a veces mayorías, en los países democráticos permanecieron tenazmente opuestas a muchas de las recetas del neoliberalismo. No les gustaba la privatización del sector público ni el desmantelamiento del Estado del bienestar. Ciertamente, no aprobaban la desregulación del mercado de trabajo ni las cada vez más precarias condiciones de trabajo y el estancamiento o caída de los salarios reales. El neoliberalismo, sin embargo, obtuvo apoyo de masas mediante dos mecanismos. El primero fue el difundido mito de las diversas catástrofes, inminentes o a largo plazo. El paro masivo como consecuencia inevitable de la competición internacional intensificada por parte de países de salarios bajos, la sobrecarga y ruina de los contribuyentes por un cada vez más grávido Estado del bienestar, la atroz carga de deuda pública, insostenible a largo plazo, el envejecimiento de la sociedad, que supondría una nueva forma de lucha de clases entre generaciones, el final del Estado nacional y la impotencia del Estado frente a las omnipotentes y omnipresentes fuerzas del mercado mundial. El segundo ha sido la mezcla del núcleo del mensaje con una miríada de prejuicios simplistas y derechistas sobre el mundo social, como el racismo, la discriminación por razones de edad y el sexismo, de los que se ha abusado sin vacilar. No el trabajador como tal, sino la persona de color y el trabajador inmigrante musulmán se convirtió en la personificación del diablo, lo que venía seguido de una nueva versión del peligro chino o asiático.
El neoliberalismo ha cambiado los modelos de gobierno de clase en las democracias occidentales. Lo que otrora fuera el gobierno de caballeros ilustrados y, posteriormente, el gobierno de calificados profesionales tecnócratas durante la breve época de supremacía socialdemócrata (al menos en Europa), se ha transformado de nuevo en el gobierno de «comunidades financieras» y demás «comunidades de negocios» apoyadas por un ejército de intelectuales pertrechados de másters en administración de empresas y doctorados en economía. No estaba a cargo de «los mercados», sino de los propietarios-administradores de los mayores bancos y fondos de inversión, corredurías y mercados financieros (actualmente sociedades anónimas, ya no clubes de meros caballeros). Los señores y los grandes de Wall Street, de la City de Londres, del distrito financiero de Tokio y de otros enclaves financieros han tomado las riendas. Las elites empresariales tradicionales y la clase política se han subordinado acríticamente de grado a los prodigios de las «nuevas finanzas».
La crisis
Desde el verano de 2007, el mundo capitalista se encuentra en estado de confusión. La crisis financiera internacional, provocada por la llamada crisis de las subprime, una crisis en un segmento relativamente pequeño del mercado hipotecario estadounidense, se ha expandido rápidamente a lo largo y ancho de todo el mundo. Después de series de crisis financieras locales y regionales sin precedentes en la historia del capitalismo, estamos viviendo la primera verdadera crisis financiera mundial, que afecta a todos los mercados financieros del mundo, a todos los países capitalistas al mismo tiempo. Por primera vez desde 1973, todos los países capitalistas del mundo se encaminan simultáneamente a una profunda depresión. Brasil, Rusia, la India, China y el resto del mundo están a punto de seguirlos.
La gran crisis en que ya estamos muestra los rasgos de una crisis sistémica, si no del capitalismo como totalidad, sí ciertamente del tipo de capitalismo establecido y extendido durante la era neoliberal. El reverenciado «modelo» de capitalismo estadounidense, el «modelo» de Wall Street y del gran banco de inversiones, el «modelo» del orden mundial capitalista bajo la férula de las grandes finanzas internacionales, gobernado por los mercados financieros internacionales y sus principales actores, los grandes inversores y especuladores y los inversores y especuladores institucionales, se ha desplomado. El modelo de booms prolongados, flotando y creciendo sobre una serie de burbujas especulativas, tanto a escala nacional como global, ha llegado a sus límites. El sistema mundial capitalista como lo conocíamos y como ha sido configurado bajo la hegemonía del neoliberalismo tan sólo puede prolongarse si se inflan nuevas burbujas especulativas. Huelga decir que eso es una broma, pero una broma sangrienta. A falta de nueva oleada de especulación internacional, a falta de una nueva burbuja, el sistema mundial capitalista, lo mismo el capitalismo estadounidense que el europeo, no podrá sobrevivir sin una transformación a largo plazo. Por todos los indicadores históricos, éste sería el momento del reformismo, del estilo europeo socialdemócrata o de otras fuerzas políticas reformistas dispuestas y firmemente resueltas a intentar una «revolución desde arriba» y de iniciar una nueva serie de «revoluciones pasivas» que prendan en las masas trabajadoras y de clase media en los países de capitalismo avanzado. Sin embargo, lo cierto es que, en la presente encrucijada histórica, carecen de la menor idea de qué hacer: la socialdemocracia europea está profundamente dividida, y se ha comprometido concienzudamente con el sostenimiento del proyecto neoliberal.
Durante toda la crisis, los gobiernos y los bancos centrales han desempeñado sus papeles tradicionales, en gran medida en desacuerdo con los puntos de vista y recetas neoliberales imperantes. Gobiernos de todas las denominaciones no han dejado a las fuerzas del mercado hacer su trabajo de purgar al mundo capitalista de la carga de los débiles, ineficientes o perdedores. En todas las crisis financieras anteriores, el gobierno estadounidense ha rescatado a los bancos y fondos de pensiones y demás instituciones financieras estadounidenses. Ha evitado a toda costa la quiebra de las principales instituciones financieras, y lo ha hecho a costa de los contribuyentes. Actualmente, la amenaza inminente de implosión de todo el sistema monetario internacional y del sistema financiero mundial es convenientemente utilizada como excusa para rescates de magnitudes sin precedentes. El peligro parece bastante real como para justificar incluso las mayores operaciones nacionalizadoras desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
Es verdad: el capitalismo ha sobrevivido a crisis precedentes, incluso a la gran crisis de los años treinta. Pero ¿qué significa eso? Acaso convenga recordar que en Alemania la gran crisis sólo fue superada mediante el derrocamiento de la democracia, la imposición del régimen nazi y el cambio hacia una política económica nacional de «keynesianismo militar» (la deuda financiaba el gasto militar) en una escala cada vez mayor. En los EEUU, a pesar de los esfuerzos del New Deal, sólo se superó la crisis cuando los EEUU entraron en la guerra, en 1940-41, y gracias a una economía de guerra a gran escala. No deberíamos olvidar que las economías de las grandes potencias, la estadounidense en primer lugar, son economías de guerra permanente dispuestas y con voluntad de trasladar los atroces costes económicos de las guerras a diversas partes del resto del mundo capitalista.
Después de la gran crisis de los años treinta, el liberalismo permaneció muerto y enterrado durante largo tiempo. Los ideólogos y propagandistas del neoliberalismo han trabajado duro y han esperado durante décadas ─hasta las turbulencias de los años setenta─ para volver con renovados bríos. La infraestructura necesaria para un esfuerzo sostenido en la «guerra de las ideas» permanece aún intacta y será utilizada contra todas y cada una de las críticas y formas de oposición a la fe amenazada.
Para lidiar con la crisis de legitimación del régimen actual se ha abierto la búsqueda de culpables y vías de salida. ¿De quién es la culpa el desastre? No del capitalismo como sistema mundial, sino de capitalistas concretos. No del sistema bancario, sino de banqueros concretos. No de los mercados financieros, sino de especuladores concretos. No están mal ni deben condenarse los hedge funds, sino gestores concretos de hedge funds que sólo se han pasado un poco. Se ha pagado demasiado a los gestores, las bonificaciones eran un poco demasiado generosas. Las agencias de crédito han contaminado tanto como otras agencias reguladoras. Esto es lo que podemos esperar: se sacrificarán chivos expiatorios por millares, pero las «elites» gobernantes se negarán a aceptar responsabilidad ninguna, y desde luego no admitirán la menor culpa ante el desastre que han creado.
Y, lo que es más: ahora no nos enfrentamos a una crisis, sino a una miríada de crisis interrelacionadas. No sólo a una crisis de los mercados financieros internacionales y del sector bancario, sino también a una crisis mundial de sobreproducción que ha alcanzado ya a las principales industrias de exportación de alta tecnología de la economía capitalista mundial y arrastrará al resto durante los próximos meses. Estamos en medio de una crisis ecológica mundial con un período que cada vez se estrecha más rápidamente (espacios de cada vez menos años) en que debemos emprender acciones decisivas a gran escala. Nos enfrentamos a una crisis mundial de alimentos estrechamente relacionada con el actual modelo de producción agrícola mundial y de comercio, que ha convertido a algunos de los países más pobres del tercer mundo en importadores de alimentos y ha puesto a una ingente y creciente proporción de la población rural y campesina a merced de un puñado de enormes complejos agroindustriales del norte y merced de unas cuantas mercados de mercancías a futuros, también sitos en el norte. Nos enfrentamos a una serie de conflictos militares irresueltos e insertos en otra guerra mundial, la «guerra contra el terrorismo» emprendida por el poder imperialista dirigente de nuestros días. Que ese poder esté en declive no sirve realmente de mucho consuelo. Y por último, pero no menos importante, la era del neoliberalismo nos ha legado una duradera crisis de la democracia tal y como la conocíamos. Gracias a la política neoliberal aplicada por gobiernos electos una y otra vez, y bien a menudo, sin la aquiescencia de la mayoría del electorado, la democracia política ha sido profundamente desacreditada. Basta mencionar un hecho cuidadosamente soslayado por la ciencia política oficial: el mayor y más rápidamente creciente partido en todas las democracias parlamentarias occidentales es el partido de los «no votantes». Entre los votantes, la confianza general en los asuntos de la política oficial es permanentemente baja.
La crisis financiera como tal tiene un significado específico: las posibilidades de crear nuevas burbujas no son ilimitadas; la estrategia de superar los problemas intrínsecos del capitalismo mundial industrial por medios especulativos se ha agotado. Aunque presenciemos la desaparición de un modelo y de una ideología, no estamos aún en un colapso financiero real, por la básica razón de que estamos, en el mejor de los casos, en mitad de la crisis. La mayoría de bancos ve encogerse sus beneficios; no los ve desaparecer. Sólo unos pocos bancos, bien es verdad que muy grandes, sufren pérdidas reales (del orden de miles de millones de dólares). Los bancos están reduciendo el volumen de sus actividades comerciales (menos participaciones, bonos y valores). Ha sido en calidad de comerciantes en los mercados financieros que los grandes bancos han obtenido sus beneficios durante la última década. Ahora están retraídos. La concentración en el sector bancario y financiero sigue a un ritmo sin precedentes, apoyada y acelerada por las acciones estatales de rescate. El vuelo de los capitales se está siendo reorientando de la propiedad inmobiliaria a las materias primas, petróleo, gas y productos agrícolas y, más recientemente, a la deuda pública. En términos económico-mundiales, el capital se retirado de los países del tercer mundo y regresa a los EEUU (por eso el dólar, a pesar de su debilidad intrínseca como moneda de la economía más deficitaria del mundo, está subiendo y mejorando en los últimos meses).
El retorno de la política: el neoliberalismo y su(s) futuro(s)
Las dimensioines alcanzadas por las repetidas oleadas de la crisis financiera mundial han hecho reaccionar a los gobiernos ─al principio, con renuencia; luego, en un plazo vertiginosamente corto, con energuménico activismo ad hoc─ ante los apuros de las grandes finanzas. Los mercados financieros han fracasado, algunos de ellos se han hundido o están pique de hacerlo, de manera que la política ha vuelto, o eso parece. Las comunidades empresariales, tal y como se las denomina, aun las más poderosas comunidades financieras del mundo como Wall Street o la City de Londres, han recurrido inmediatamente a sus amigos y aliados en Washington, Londres, Tokio y dondequiera en busca de ayuda. El rescate de los bancos, al menos el de aquellos bancos e instituciones financieras cruciales para el sistema financiero (no lo son, claro es, los 8500 registrados oficialmente en los EEUU o los 8000 registrados oficialmente en Europa), se ha convertido en asunto rutinario para los gobiernos de los principales países capitalistas del mundo. Durante algunos meses, los gobiernos se han agarrado a sus dogmas de fe y se han negado a intervenir y a recapitalizar bancos, excepto en casos muy contados. Ahora parecen haber aceptado su papel de «último recurso» y se han dedicado a rescatar bancos concretos y compañías aseguradoras en series de intentos ad hoc de «resolver» la crisis. La caída de Lehman Brothers fue la excepción, no la regla. Como norma, los gobiernos rescataron bancos en caída y otras empresas financieras, ya subvencionando fusiones y adquisiciones, acelerando el proceso de concentración y centralización del capital financiero tambaleante, ya nacionalizándolos de una u otra forma.
En el momento presente, ninguna de las recetas neoliberales presentadas como panacea para cada uno de los achaques de la economía mundial capitalista funciona. Antes bien, ahora es obvio que las políticas neoliberales han permitido la economía de burbuja y han agravado seriamente los apuros en que nos encontramos. El neoliberalismo carece de respuestas a la crisis, y los devotos de esa fe milagrera han perdido el tiempo y nos lo han hecho perder a nosotros negando la crisis o proclamando a bombo y platillo, una y otra vez, su inmediato final. Como el dogma neoliberal está desacreditado, sus adversarios y críticos gozan de una gran oportunidad para reivindicar el espacio público, para revivir y revigorizar el debate público en política económica, fiscal y social. No obstante, es improbable que el neoliberalismo desaparezca de la noche a la mañana. La ideología neoliberal está demasiado bien afianzada como para que se desvanezca en el aire. Durante la era del neoliberalismo, las sociedades capitalistas han cambiado profundamente. Millones de personas deben empleo, oportunidades y salud al advenimiento del neoliberalismo. Millones de personas han sido educadas en ese credo; centenares de millones han pasado la mayor parte de su vida adolescente y adulta sirviendo bajo los ritos de la fe neoliberal, y muchas han prosperado con ella.
La intervención estatal jamás despareció durante la era neoliberal; sólo cambió de forma. Las intervenciones estatales se orientaban a reforzar las «leyes del mercado» y someter al «mercado» los sectores de la economía nacional e internacional que aún no estaban completamente subordinados a su funesta lógica: el aumento de la capacidad de dominación de algunos actores de mercado sobre otros; la extensión de la dominación de los «mercados» al núcleo mismo de la economía pública no mercantil; la abolición de todas las restricciones que pudieran suponer una carga para los propietarios de capital y los actores de mercados financieros, mientras se reforzaba la «disciplina de mercado» estricta sobre todo el mundo, convirtiendo a los consumidores en deudores, a los trabajadores asalariados en ínfimos «empresarios» y directores de su propia fuerza de trabajo. Tal fue la base de las intervenciones estatales durante toda la era neoliberal. Así, es la dirección, el tipo de «intervención» y las formas que adopta lo que cuenta, no la frecuencia o el ámbito de las acciones estatales como tales.
Las recientes series de intervenciones, mal planteadas y peor coordinadas, no han modificado efectivamente los patrones tradicionales del gobierno de clase. Aún se mantiene la solidaridad dentro de un clase de «hermanos» más bien enemigos, pero que resulta la vía menos costosa para el capital financiero y el capital en general, porque permite que sea la masa de contribuyentes la que cargue finalmente con la factura. Los bancos centrales, en particular, han actuado conforme a un falso diagnóstico de épocas pretéritas, según el cual la crisis era de «liquidez» y no de «solvencia». En más de una docena de series de acciones internacionales coordinadas y conjuntas, han asumido el papel de prestamistas sustitutivos para los bancos, reemplazando el segmento de préstamo interbancario por una suerte de crédito público. Esas operaciones han sido más arriesgadas y costosas en la medida en que los bancos centrales, con la Reserva Federal estadounidense a la cabeza, han empezado a aceptar toda suerte de segundos tipos, incluso valores especulativos, derivativos y compartidos, como garantías para sus préstamos. Aunque varios grandes bancos y demás instituciones financieras han sido ahora nacionalizados, se trata de nacionalizaciones con muchas reservas y que permanecen asediadas por la ideología neoliberal dominante: como series de medidas de emergencia temporal que transfieren malos préstamos, pérdidas y responsabilidad al Estado, pero no la plena propiedad. Propiedad pública sin control público, la peor forma posible de nacionalización. En la mayoría de los casos, los gobiernos interventores se han comprometido a reprivatizar los bancos rescatados tan rápidamente como sea posible, convirtiendo la ayuda financiera en un regalo de la mayoría de la población a los bancos.
Ninguna de las intervenciones se ha concebido como reforma radical orientada a un cambio sistémico. El paradigma sistémico de la era neoliberal no ha sido aún superado, por ejemplo restringiendo el control del poder de banqueros, agentes de bolsa y demás agencias de capital financiero. Aunque políticos estadounidenses, británicos, franceses y de otros países capitalistas han nacionalizado bancos y compañías de seguros, no tienen planes o ideas para construir una banca y un sector crediticio públicos, ni pueden imaginar la nacionalización de los mercados de acciones y de las bolsas de mercancías a término para ponerlos bajo pleno control público (potencialmente democrático). Lo que pasa a primer plano es el viejo «socialismo de Estado», la socialización de las pérdidas y de los riesgos, a costa de quienes no los han causado o no los han causado en primer lugar. En todo caso, los políticos han intentado evitar tomar cualquier responsabilidad a largo plazo con los mercados financieros, con el sistema de moneda y crédito como núcleo del sistema mundial capitalista. Su objetivo sigue siendo volver al statu quo ante, restaurar el poder y la gloria del capital financiero como lo conocíamos. Decenas, centenares de bancos, de fondos de inversión y de aseguradoras pueden quebrar, y lo harán, pero el sistema de «mercados financieros libres» será restaurado.
El capitalismo está nuevamente en cuestión, de manera que será defendido a toda costa. Podemos esperar un repliegue gradual del neoliberalismo. El capitalismo y el Estado fuerte han sido siempre estrechos aliados. Apurados, los ideólogos neoliberales han abandonado rápidamente el mito del «Estado impotente» que han difundido propagandísticamente durante más de dos décadas, trabajando activamente por socavar los poderes estatales y por reducir, de paso, el Estado (de bienestar). Pero el Estado fuerte sólo es el mejor amigo del capital en la medida en que está bajo control firme del capital. No un estado democrático, al menos no en todas las circunstancias, aun si la democracia política ha sido socavada, mutilada y restringida de formas diversas durante la era neoliberal. Un Estado fuerte, un sector público amplio, un ámbito público vivo sigue resultándoles amedrentante, una amenaza potencial, mientras la base de las instituciones democráticas y la constitución democrática sigan intactas. De aquí que la política neoliberal haya intentado modificar con tanto denuedo, y por doquiera, las constituciones democráticas ─bajo la consigna de un «nuevo constitucionalismo»─, buscando incrustar los dogmas neoliberales en las constituciones y convertirlos en normas incuestionables de la vida política. Por ahora, y a la vista de la derrota del proyecto de constitución europea, se diría que esa opción se les ha cerrado. Pero todavía hay muchas posibilidades abiertas para la defensa del capitalismo como el mejor sistema económico posible.
Una primera, según se ha visto ya, pasa por sostener que las crisis vienen y van, y que ésta pasará como las anteriores. Después de la crisis, el mundo seguirá siendo capitalista, pero mejor que nunca. Porque las elites aprenderán las lecciones de la crisis y del capitalismo reformado al mismo tiempo, o eso prometen. Sin embargo, la experiencia histórica de diversas crisis y depresiones nos dice que tales crisis pueden durar muchos años, aun décadas. Japón quedó paralizado durante más de diez años por la gran crisis de su sistema bancario. Como las montañas de malos préstamos son ahora incomparablemente más altas que las de los bancos japoneses durante el boom inmobiliario de finales de los ochenta, es muy probable que sobrevenga un largo período de estancamiento en el sector bancario internacional.
Una segunda es que la regulación de los mercados parece inevitable. Los reguladores han fracasado, algunas regulaciones eran deficientes. De ahí el clamor general en favor de más y nueva regulación, incluso de «transparencia» del mercado, cosa que sólo existen en los manuales de economía neoclásica. El neoliberalismo, huelga decirlo, jamás se ha opuesto a la regulación. Sólo a aquella que pueda perturbar el gobierno desembridado del capital y afectar a la libre movilidad de capital a través de las fronteras. La protesta en favor de nuevas regulaciones se acompaña ahora de chillonas advertencias contra la «sobrerregulación». Regular de nuevo los mercados después de varias décadas de «desregulación» es una espinosa tarea que debería dejarse en las seguras manos de expertos, cuidadosamente escogidos. Algunos hombres prudentes, preferiblemente economistas, regularán los mercados, crearán «transparencia» y el mundo de los mercados cumplirá su función mejor que nunca.
Una tercera, y acaso la más efectiva, en la medida en que, bajo la inspiración de los titulares de prensa, se ha abierto la caza de culpables concretos a quienes cargar con la responsabilidad de la crisis, es que no ha sido el capitalismo, ni siquiera «el capitalismo financiero» ni el neoliberalismo, lo que ha provocado el embrollo; lo que ocurre es que algunos capitalistas, algunos ejecutivos, algunos banqueros y algunos hombres de negocios se han pasado de la raya. Ellos deberían ser condenados y castigados, no el capitalismo como sistema, ni siquiera la política neoliberal.
Cómo controlar los mercados financieros
Hay buenas rezones para ir mucho más allá de las políticas de rescate de bancos concretos y de cambios de reglas del juego concretas. Como la economía entera se ve afectada, y gravemente dañada, como el grueso de la población tiene que arrostrar las pérdidas y riesgos que unos pocos individuos ricos han contraído, es legítimo exigir que la autoridad pública controle los mercados financieros como un todo. El Banco Central Europeo y la Comisión Europea han sido nefastos, siempre a remolque del «modelo» del capitalismo financiero estadounidense. La integración de los mercados financieros en la UE era considerada únicamente como medio para reducir costes transaccionales. Un cambio radical, un verdadero cambio de régimen, es posible y necesario, y debería asumir la forma de una transformación democrática, una transformación que, sometida a control democrático, allanara el camino hacia la democracia económica.
En primer lugar, a fin de asegurar las funciones básicas de cualquier sistema monetario y financiero ―como un sistema estable y fiable de pagos, depósitos y movimientos monetarios y crediticios entre los agentes de mercado―, los Estados europeos deben asumir el control en sus respectivos países de una parte amplia y relevante en el préstamo a bancos, para crear y/o extender un sector fuerte y permanente de bancos públicos o semipúblicos. La nacionalización de bancos es sólo el primer paso hacia un nuevo sistema financiero. Nacionalizar o, mejor, europeizar los organismos de compensación es otro paso necesario para poner bajo control público el sistema de pagos de la UE.
En segundo lugar, debe crearse un nuevo marco regulativo. Hay una miríada de prácticas temerarias y de todo punto perniciosas que han acelerado y exacerbado las recientes burbujas y cracks. La desintermediación de préstamos y el mercadeo con los paquetes de préstamos debe prohibirse a los bancos europeos y en los mercados europeos. La concesión de créditos para operaciones de toma de control por apalancamiento, fusiones y adquisiciones e inversiones financieras similares debe ser rigurosamente restringida y autorizada sólo bajo supervisión especial. Los hedge funds no deben permitirse por más tiempo en la UE, y no debe autorizarse a las instituciones financieras europeas a invertir en ellos o a sacarlos fuera del espacio de la UE. Las opciones de acciones e incentivos similares para ejecutivos para especular a corto plazo deben abolirse, restringirse las bonificaciones y vincularse actuaciones reales (p. ej., estabilidad en el empleo). Debe acabarse con los paraísos fiscales en la UE y debe prohibirse a las instituciones financieras de la UE mantener relaciones comerciales, directas o indirectas, con ellos.
En tercer lugar, deben reformarse el sistema bancario europeo y los mercados de capital europeos. Por ejemplo, mediante el establecimiento de un registro europeo de crédito, para empezar. Deben restringirse las actividades comerciales de valores y debe prohibirse a los bancos europeos comerciar por cuenta propia. Los mayores yerros del marco bancario Basilea II (efectos procíclicos, tasas demasiado bajas de reservas de capital, permisividad en los modelos de riesgo interno) deben corregirse. Los mercados de capital de la UE pueden y deben desacelerarse mediante medidas varias, p. ej., limitación estricta de los fondos de inversión y de pensiones para los bonos del Estado en la UE, mientras que deben prohibirse las inversiones en hedge funds o en acciones de fondos privados, mercados de derivados, acciones y divisas. El número y la complejidad de «productos estructurados» y demás derivados y certificados deben ser sustancialmente restringidos. Sólo deben autorizarse en forma estandarizada. Toda transacción en el mercado no oficial debe prohibirse, y el comercio con divisas, acciones y derivados, sólo autorizarse bajo regulación y supervisión estricta. Debe introducirse un tipo impositivo uniforme sobre las transacciones financieras en todas las operaciones del mercado financiero, suficientemente alto para ralentizar y reducir las acciones especulativas a corto plazo; la recaudación de tales impuestos debe asignarse directamente al presupuesto de la UE. Las agencias crediticias deben actuar bajo licencia y ser rigurosamente supervisadas o convertidas en agencias públicas sin ánimo de lucro financiadas por aportaciones de todas las instituciones financieras.
Deben aplicarse reformas similares en las instituciones financieras internacionales (como el FMI, el Banco Mundial o el Banco de Pagos Internacionales). Las agencias intermediarias de ámbito nacional, europeo e internacional deben ser puestas bajo control público y democrático. A fin de evitar un sistema dominado totalmente por el Estado, debe implicarse en el gobierno de esas instituciones a los actores de los mercados financieros, desde bancos hasta los «consumidores» o clientes.
Cómo democratizar la economía
La crisis de la economía europea y mundial requiere algo más que una mera reforma del mercado financiero. Requiere un cambio en el régimen macroeconómico entero, un nuevo régimen de política monetaria y fiscal. Las sociedades democráticas tendrán que aprender cómo gobernar la economía en lugar de ser gobernadas por «fuerzas ciegas» y por las cacareadas «leyes» de un sistema económico. Para gobernar la economía democráticamente, tendrán que instituir la democracia económica.
La idea de democracia económica resulta escandalosa, incluso irritante, para las mentes liberales. Lo que está en disputa es el poder, el poder político y económico de los propietarios privados frente a la incapacidad de las masas de clases expropiadas y carentes de toda propiedad (o sólo nominalmente propietarias). Pensar lo impensable ―la democratización de la economía― requiere superar la división radical entre economía y política, tan profundamente arraigada en la corriente dominante del pensamiento económico. El primero es el ámbito de la propiedad y la acción racional, el segundo es el ámbito del poder. Según este punto de vista, la democracia es un concepto puramente político y debe permanecer confinado al ámbito de la política. Aunque la metáfora de la «democracia de los mercados» sea tan del gusto de los (neo)liberales, sólo están contentos en tanto en cuanto prevalezca el supuesto implícito de que deben gobernar los mercados (esto es, los señores de los mercados) en lugar de la democracia. Para un (neo)liberal, la democracia está bien en la medida en que siga confinada al ámbito de la política, y el ámbito de la «economía», de los mercados y de las empresas, quede bajo el control exclusivo del derecho, esto es, de los actores propietarios.
La democracia económica consiste en reivindicar tanto un concepto político como una estrategia. Inevitablemente, la democracia económica empieza en el ámbito de la fábrica o empresa concreta, pero jamás puede detenerse ahí. La codeterminación de los trabajadores, el derecho a intervenir en los asuntos de la empresa a que pertenecen como empleados, es indispensable para una economía democrática en que los participantes tengan voz. En un régimen de codeterminación, la dirección puede y debe ser elegida por todos los miembros de la empresa, incluyendo tanto a los accionistas privados y/o a los propietarios de capital privado cuanto a los empleados. A fin de establecer una democracia económica que traspase los límites de la fábrica o empresa, «foráneos» como los consumidores y el Estado deben ser incluidos y tener voz. Aun cuando se «democratizaran» todas las empresas, el «mercado» seguiría gobernando en tanto la democratización no se extendiera hasta los niveles intermedio (las interacciones entre empresas y sectores o grupos empresariales) y macroeconómico (el conjunto de la economía regional o nacional y la interacción entre esas unidades económicas mayores y el ámbito mundial). Gobernar los mercados es factible y economías de mercado altamente intervenidas pueden ser muy exitosas, como demuestran claramente los ejemplos recientes de los prósperos «estados en vías de desarrollo» en Asia. La democracia económica en el ámbito macroeconómico sólo es posible si se crean nuevas instituciones, o si las ya existentes, como los bancos centrales, son concienzudamente reformadas. Como estamos ante la perentoria necesidad de un programa europeo de inversiones a gran escala, no sólo para superar la presente crisis, sino también para estabilizar y mejorar el empleo y la calidad del trabajo, para combatir la pobreza y la exclusión social, para posibilitar un cambio radical hacia el desarrollo sostenible, la construcción de esas instituciones es tan urgente como inevitable para la realización de esfuerzos conjuntos y coordinados a escala europea a largo plazo. La transformación democrática de los mercados financieros lleva a la transformación democrática de la economía entera, que a su vez conduce, esperemos, a la propia democracia. Un capitalismo reformado y embridado será harto más compatible con la democracia política, pero que una democracia ampliada que haya aprendido a gobernar los mercados y la macroeconomía pueda seguir soportando al capitalismo, es cosa que está todavía por ver.
Michael R. Krätke, miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO, es profesor de política económica y derecho fiscal en la Universidad de Ámsterdam, investigador asociado al Instituto Internacional de Historia Social de esa misma ciudad y catedrático de economía política y director del Instituto de Estudios Superiores de la Universidad de Lancaster en el Reino Unido.
Traducción para www.sinpermiso.info: Daniel Escribano
http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=2248