El economista Jeremy Rifkin publicó en 1994 «El fin del trabajo», donde planteaba, a partir de un provocativo título, los problemas derivados del conocido proceso de sustitución de la mano de obra por la automatización de las cadenas productivas, un recorrido que tuvo su verdadero punto de partida con la introducción de los combustibles fósiles […]
El economista Jeremy Rifkin publicó en 1994 «El fin del trabajo», donde planteaba, a partir de un provocativo título, los problemas derivados del conocido proceso de sustitución de la mano de obra por la automatización de las cadenas productivas, un recorrido que tuvo su verdadero punto de partida con la introducción de los combustibles fósiles – el carbón del siglo XVIII – y la fastuosa nómina de máquinas que fueron diseñadas para canalizar ese baño de potencia energética extraída del subsuelo, hacia el incremento de la producción. A partir de ahí, y no sin resistencias de toda clase y condición, comienza un proceso imparable de asalarización y urbanización, que supuso la transición desde el mundo rural hacia el predominio de la factoría.
Diversos estudiosos de la energía han hecho la conversión del enorme suplemento de potencia del que disponemos en la actualidad, en una cifra de lo que se ha venido a denominar como esclavos energéticos: así, un individuo de la Europa actual tiene tras de sí al equivalente a cuarenta personas que trabajarían para él de forma continua, siete días a la semana. Las máquinas no son sino el instrumento que usamos para canalizar esa cifra que antes únicamente era accesible para los señores feudales y los emperadores, eso sí, en forma de siervos y esclavos de carne y hueso.
El uso masivo de máquinas – y su tendencia hacia la especialización – es, pues, una función de la energía disponible, y el empleo que hoy depende de aquélla – virtualmente la práctica totalidad – también lo es. Conviene recordarlo porque las ínfulas del crecimiento exponencial de nuestros servicios y productos nos han hecho olvidar rápidamente esta sencilla ecuación, y recurrentemente hablamos de la evolución a medio plazo de los mercados laborales obviando esta premisa fundamental.
El factor de la energía viene acompañado de la inercia demográfica actual, de crecimiento exponencial de la población en edad de incorporarse al mundo del trabajo. Estas dos tendencias – incremento de la energía disponible y de los demandantes de empleo – han podido convivir, con renqueantes episodios, en una continua tendencia ascendente, acelerada especialmente en la última década, en un episodio de difícil reproducción en el futuro. Así, por ejemplo, España aumentó de forma constante su población activa ocupada desde mediados de los años 90, en casi un 50%, justamente en la misma proporción, y no es casualidad, en que creció el consumo de energía (especialmente de petróleo) en el conjunto del país. Esta misma tendencia se ha reproducido en muchas realidades económicas y laborales del Planeta, aunque no de forma lineal ni progresiva, como a veces tendemos a pensar.
La actual crisis ha destapado la espita del desempleo de forma acelerada en el Mundo, ensañándose precisamente sobre aquéllas zonas de crecimiento más burbujeante en los últimos tiempos. La dialéctica empleo – capital ha roto sus suturas, como en otros tiempos de la historia contemporánea, y los asalariados están siendo expulsados por el fin de la energía barata y el consecuente raquitismo del préstamo y desvanecimiento de la burbuja de capital, sobre todo para los que están en la parte inferior de la pirámide económica.
La pregunta obligada es la del qué pasará después, algo que Rifkin también se cuestiona, de forma inquietante, en el libro de referencia. Como se ha reiterado desde las instancias internacionales, nos dirigimos sin solución de continuidad hacia una crisis energética estructural que pondrá límites, probablemente difíciles de superar, y más temprano que tarde, a la expansión del consumo de energía primaria en el Planeta. Desde luego, ese límite, si hacemos la regla del reparto per capita, parece estar ya a nuestros pies (las exigencias energéticas de la población mundial están creciendo de forma más veloz que la energía disponible), por lo que hoy la expansión del consumo energético de algunos – y, por tanto, la capacidad de crecimiento económico y de empleo – se estaría necesariamente haciendo a costa del decrecimiento energético y económico de otros.
El envejecimiento energético traerá consigo cambios espectaculares en el mundo laboral, de mantenerse la actual tendencia, sobre todo en forma de precarización y expulsión laboral que ya la Organización Internacional del Trabajo ha advertido se está produciendo en todas las latitudes. En el medio plazo, el cenit del petróleo supone un cenit de incorporación al mercado laboral más regularizado, salvo que se emprendiera un profundo proceso de reparto del trabajo unido a la disminución consensuada de la actividad y reorientación definitiva de sus propósitos, algo que parece muy lejano si partimos de los actuales esquemas de crecimiento económico que se quiere recuperar a toda costa. Evidentemente, es de muy difícil encaje el modelo de producción hoy dominante – basado en el crecimiento acelerado del consumo – , en un entorno de competencia por recursos decrecientes, y una de las principales víctimas de este conflicto pasa por ser, en las actuales circunstancias, el mundo del trabajo, claramente desarticulado por mor de la competitividad global y las ataduras al consumo conspicuo. Lo que hoy vivimos parece ser, visto en perspectiva, más que el «fin del trabajo», el comienzo de un cruento proceso de incremento del lado oscuro de la aclamada lucha entre mercados y posición en el escalafón social de los más afortunados, que se plasma sobre todo en exclusión y dualización social, tendencia que tenemos la obligación de abordar y frenar, aunque bien es cierto que intentar hacerlo con las mismas terapias que crearon nuestro insostenible modelo productivo puede complicar aún más la vulnerable posición de los trabajadores y trabajadoras.