Mike Whitney entrevistó la semana pasada al economista Michael Hudson sobre la crisis económica en EEUU. Profundo científicamente, político de cabo a rabo y, como siempre, expedito y original en su forma de argumentar, el respetado experto en mercados financieros y política fiscal ofrece un análisis económico-político tan claro como aleccionador de las causas de […]
Mike Whitney entrevistó la semana pasada al economista Michael Hudson sobre la crisis económica en EEUU. Profundo científicamente, político de cabo a rabo y, como siempre, expedito y original en su forma de argumentar, el respetado experto en mercados financieros y política fiscal ofrece un análisis económico-político tan claro como aleccionador de las causas de fondo de la actual crisis económica.
Antes de que John Kennedy tomara posesión del cargo, quienes tenían ingresos superiores a los 200.000 dólares estaban fiscalmente sometidos a unos tipos marginales del 93%. Las corporaciones empresariales también pagaban un porcentaje mucho mayor que hoy de la carga fiscal total. Las tasas fiscales mucho más elevadas que pesaban sobre los ricos jamás perjudicaron al PIB, que se mantuvo año tras año con un crecimiento por encima del 4%, y las clases medias florecieron de una manera que no tenía precedentes en la historia universal. ¿Por qué no regresamos a las políticas «redistributivas» que tan bien funcionaron en el pasado? ¿Cree usted que la «fiscalidad positiva» es crucial para mantener la democracia y establecer una mayor igualdad entre la gente?
Michael Hudson.- Yo creo que su pregunta contempla el problema fiscal de una forma demasiado estrecha. Lo que está en cuestión no es simplemente la dimensión de la tasa impositiva sobre los ingresos gravados fiscalmente, que ahora mismo no son sino, sobre todo, los de origen salarial, seguidos de los que dimanan de los beneficios. Los economistas clásicos se centraron, lo primero, y por encima de todo, en la cuestión de qué debía ser objeto de cargas fiscales. Desde los fisiócratas, pasando por Adam Smith y John Stuart Mill hasta los socialistas como Ferdinand Lasalle y los reformadores de la Era Progresista norteamericana, todos concluyeron que la fuente fiscal principal tenía que proceder del ingreso no ganado, definido como renta de la tierra, renta monopólica, otras formas de renta económica (ingresos obtenidos sin desempeñar el necesario papel en la producción) y las ganancias de capital obtenidas a partir de esos activos generadores de renta, señaladamente tierras.
Tal como están ahora las cosas, usted podría elevar los tipos fiscales marginales sobre el ingreso al 100%, y seguiría sin tocar siquiera el flujo de dinero procedente de las rentas de los bienes raíces, de los monopolios y de las transnacionales, que se sirven, todos, del mecanismo de transferencia de precios para manipular sus declaraciones de ingresos y de gastos, a fin de demostrar que no tienen ningún tipo de ingreso fiscalmente gravable. De modo que la primera cuestión que debería ocuparnos es la de qué tipo de renta debe gravarse fiscalmente. Poseer una propiedad rentista sobre un bien raíz es como poseer un pozo de petróleo en la época de la depletion allowance (1). Además de computar el interés como un gasto fiscalmente deducible (y no como una elección financiera), los propietarios pretenden que sus edificios se están deteriorando, a pesar del hecho de que los precios de la propiedad casi no han dejado de crecer.
Así que, la mayoría de los años, no se declara ingreso imponible alguno. Los propietarios de bienes raíces ni siquiera tienen que pagar un impuesto por las ganancias de capital (lo que Mill llamó el incremento no ganado que se produce cuando se usan los recursos generados por las ventas para comprar ulteriores activos). Y eso es justamente lo que hace la gran mayoría de los poseedores de riqueza. Comercian y acumulan, libres de impuestos. La situación es muy parecida a la de las compañías que caen bajo la toma de control de los profesionales del asalto financiero a las corporaciones empresariales. Pagar intereses a los tenedores de bonos basura absorbe lo que antes eran ingresos imponibles pagados como dividendos. Esto es lo que realmente está desarbolando al sistema fiscal estadounidense y desindustrializando a nuestra economía.
Cuando Kennedy llegó a presidente, una de las primeras cosas que hizo fue aprobar una ley de crédito fiscal a la inversión (la Tax Investment Credit) . Eso dio a las compañías industriales un crédito para hacer inversiones tangibles de capital. Los bienes raíces se subieron también al carro, pero la idea era usar el sistema fiscal para incentivar la inversión y el empleo, a fin de mantener a los EEUU en el camino de la industrialización.
Volvamos rápidamente a nuestros días. El sistema fiscal favorece la ganancia especulativa y a la propiedad absentista. Parecerá una ironía, pero la gente realmente rica prefiere no tener ingreso alguno. Prefieren centrarse en los retornos totales, que les llegan en forma de ganancias de capital. Por eso los milmillonarios de los fondos hedge pagan muchos menos impuestos que sus secretarias. El de los bienes raíces es ahora el sector más grande de nuestra economía -el grueso de su precio de mercado dimana del valor de su emplazamiento-, no la industria u otros medios de producción. Dados los resquicios fiscales existentes, yo preferiría no gravar fiscalmente los beneficios empresariales, o incluso no gravar fiscalmente ningún tipo de ingreso, si el gobierno pudiera convertir en su fuente de recursos fiscales la actual barra libre de la renta económica. Así pues, la discusión sobre qué hay que gravar fiscalmente debe ser previa a la discusión sobre el nivel de presión fiscal que hay que ejercer sobre el magro ingreso procedente del sector FIRE ([inanzas, seguros y bienes raíces, por sus siglas en inglés; T.] que los ricos están obligados a declarar.
Tal vez la mejor forma de categorizar el asunto sea llamar a esa discusión el debate de la reindustrialización. Huelga decir que, cuanto más regresivo es el sistema fiscal, mayores serán la pobreza y la desigualdad. Y como dijo Aristóteles, la democracia es la etapa política que precede inmediatamente a la oligarquía. En esa dirección está evolucionando ahora la economía.
¿Por qué los Demócratas tienen tanta aprensión a fiscalizar a la gente que más se ha beneficiado de nuestro sistema? ¿Ve usted algún signo de que los liberales de izquierda se sumen a la lucha contra los ideólogos de extrema derecha que han dominado el debate económico en los últimos 30 años?
La explicación más expedita de que los Demócratas no hayan gravado fiscalmente la riqueza la ofrece el poder de los lobistas, mercenarios de intereses particulares, y el poder de los think tanks, empleados por aquéllos para promover una teoría económica basura. La mayor parte de la riqueza se obtiene hoy mediante privilegios fiscales especiales, y el sector financiero es el mayor contribuyente a las campañas políticas, seguido del sector de los bienes raíces. Los Demócratas se han afianzado, tradicionalmente, en las grandes ciudades. Y como dijo en su día Thorstein Veblen en Absentee Ownership [La propiedad absentista], la política urbana es, substancialmente, un proyecto de promoción de los bienes raíces.
Hace un siglo, la cuestión fiscal estaba en primera línea de la política norteamericana. Los reformadores lucharon vigorosamente a favor de una legislación fiscal que gravara los ingresos: exactamente lo opuesto al intento actual de abolirla. La razón era que el primer impuesto sobre el ingreso caía principalmente sobre los ricos, y señaladamente, sobre los bienes raíces, la minería y los monopolios, que eran entonces, exactamente igual que ahora, las fuentes principales de riqueza.
El problema de fondo es que se carece de una filosofía económica capaz de aclarar cómo funciona la economía como un sistema de conjunto. Sin distinguir qué tipo de inversión y qué tipo de actividades en pos de la riqueza queremos, es harto difícil definir una política fiscal. La idea de una tasa fiscal plana, por ejemplo, es que todos los ingresos son igualmente valiosos, con la cautela de que la tasa plana evita incluir la fiscalización de la propiedad y de los flujos de dinero del sector FIRE, al que los lobistas se las han arreglado para que, ante la agencia fiscal norteamericana, figure en la partida de costes. De modo que esa idea no sólo no es axiológicamente neutral y libre de valores, sino que es explícitamente hostil al mundo del trabajo. La puede usted ver aplicada hoy en su forma más pura en los países de la antigua Unión Soviética, como los Estados bálticos.
Yo no veo que el Congreso discuta la cuestión fiscal, salvo cuando se presentan propuestas de recortes fiscales por parte de los enemigos de la intervención estatal. Y no veo tampoco que pueda iniciarse una discusión realista, hasta que no se defina el significado preciso de una imposición fiscal progresista. Tiene que empezarse definiendo algunos tipos de ingresos e inversiones que son más productivos que otros. Eso terminaría con los subsidios fiscales al apalancamiento de deuda y a la especulación financiera.
¿Cómo debería enfocar Obama el asunto del «alivio de la deuda» para las víctimas del boom inmobiliario que están ahora mismo perdiendo sus viviendas a mansalva? Los afroamericanos se ven particularmente golpeados por el fiasco de las hipotecas basura. ¿Hay alguna forma de minimizar las pérdidas de la gente que se ha visto atrapada en este timo bancario?
Los embargos de vivienda son un problema muy viejo, así que hay un amplio repertorio de vías para abordarlo. En mi opinión, la ley más efectiva es la ley del estado de Nueva York sobre transmisión fraudulenta. Ya registrada cuando Nueva York era una colonia, se mantuvo cuando Nueva York se sumó a los Estados Unidos. El problema era entonces que los rapaces acreedores ingleses buscaban hacerse con el rico territorio agrícola de Nueva York. Su estratagema consistía en prestar dinero hipotecario a granjeros que ofrecían sus tierras como colateral de la deuda. Entonces podían ejecutar la hipoteca, a veces, antes de que la cosecha llegara a sazón, con lo que los granjeros carecían de liquidez para pagar. Otros prestamistas prestaban demasiado en relación a las posibilidades de los prestatarios de devolver el crédito cuando se les exigía hacerlo súbitamente. De manera que Nueva York aprobó una ley prescribiendo que si un acreedor realizaba un préstamo sin tener una idea realista de las posibilidades de devolución del deudor, la transacción sería considerada fraudulenta y la deuda, declarada írrita y nula de pleno derecho.
En la década de 1980, muchas empresas se ampararon en esa ley para defenderse del asalto de las grandes corporaciones que usaban bonos basura como arma predilecta. Las empresas en el punto de mira alegaron que se verían forzadas a reducir drásticamente su escala, o aun a quedar despojadas de sus activos hasta el punto de la bancarrota. Yo pensé entonces que los países del Tercer Mundo que habían tomado préstamos de los grandes bancos de Nueva York podían defenderse de esta manera, porque las únicas formas de pagar eran, o bien tomar prestado para servir los intereses de la deuda, o bien -como acabó sucediendo- malbaratando sus activos por la vía de privatizar su sector público, a fin de juntar dólares.
Hoy, los préstamos bancarios fraudulentos como Countrywide son acusados de fabricar hipotecas basura con apariencia normal, que, por lo mismo, deberían ser anuladas. Pero el alcalde de Cleveland fue más allá. Acusó de estrago público a los bancos cuyos préstamos hipotecarios llevaron a embargos que han dejado viviendas vacías. Viviendas que están siendo desvalijadas por ladrones y usadas como antros de droga. Los prestamistas de hipotecas basura deberían responder judicialmente de eso y sufragar los costes de limpieza de la contaminación que las deudas por ellos inducidas ha generado.
Suena bastante radical.
Pero es lo que la ley misma manda. Precisamente la semana pasada, el 26 de junio, luego de que los fiscales generales de California, Illinois y Connecticut presentaran cargos contra Countryside, el Wall Street Journal citaba la opinión de un profesor de derecho, según el cual, si los estados logran convencer a las cortes de justicia de que garanticen la restitución, la cosa podría terminar en una asombroso varapalo para Countryside, que tendría que devolver los beneficios dimanantes de todos esos préstamos y, verosímilmente, devolver todas las viviendas hasta ahora embargadas. El fraude financiero es un asunto muy serio. Hace mucho que los remedios están en los libros.
¿Hay una forma menos radical de mantener a la gente en casas que se han vuelto demasiado caras para sus ingresos o deberíamos buscar otras alternativas?
La respuesta depende del modo en que usted defina el hecho de que las viviendas se han vuelto demasiado caras. Si hablamos del salto de los intereses hipotecarios y de que los pagos de amortización se han elevado demasiado para los ingresos de los propietarios de vivienda, entonces una forma de mantener a la gente en sus casas es un reajuste parcial a la baja de su préstamo hipotecario. El secretario del tesoro, Paulson, ya ha dado un paso que, sin embargo, sigue basado en el mecanismo de mercado: estimar realistamente le precio de mercado de la propiedad, y reajustar la hipoteca conforme a ese precio.
El problema con esa solución son las casas que se vuelven más que demasiado caras. Lo que podría ser el resultado de un problema de encarecimiento repentino de la salud, en cuyo caso tendrán probablemente que dejar la casa, porque los EEUU carecen de una cobertura pública sanitaria de estilo europeo; prefieren culpar a las víctimas por sus enfermedades o sus percances. Pero si el prestamista hizo a sabiendas un mal préstamo y luego el comprador tiene que abandonar la casa porque sus ingresos son insuficientes para subvenir a la deuda, debería, al menos, recibir algún tipo de compensación, y en el mejor de los casos, también una reparación jurídica completa por el fraude de que ha sido víctima.
¿Hay una alternativa viable al «libre mercado», o los trabajadores norteamericanos tendrán que seguir cargando con pérdidas de empleo, con descensos del nivel de vida y con la «carrera hacia el abismo»?
La razón de que el trabajo haya perdido competitividad en los EEUU no es simplemente la carrera hacia el abismo. Para entender por qué las exportaciones norteamericanas han perdido la carrera de los precios en los mercados mundiales, no sólo hay que observar los salarios después de impuestos de los trabajadores, sino también lo que los empresarios no están invirtiendo para elevar la productividad, así como lo que dejan de recibir, por parte del gobierno, en materia de sostenimiento de la infraestructura pública básica.
Una de las causas por las que los empresarios no han invertido lo bastante en aumentar la productividad de sus plantas y equipos es que se ven forzados a detraer más de su flujo de fondos para pagar intereses a los tenedores de bonos y a los bancos, así como dividendos que calmen al accionariado activista, el nuevo eufemismo para referirse a los atracadores financieros.
La filosofía de las corporaciones empresariales norteamericanas se ha movido más por la ideología del acto reflejo que por la del interés propio ilustrado. General Motors ha declarado que tiene que pagar unos enormes costes de asistencia sanitaria, mientras que sus competidores, no. Con cerca de 60 años de retraso, descubren finalmente que la medicina socializada es más eficiente que la asistencia sanitaria privatizada en manos de los predadores que operan en el mundo de las finanzas y los seguros. Los servicios públicos no se construyen con costos de tasas de interés, con dividendos, con exorbitantes remuneraciones de los ejecutivos, con opciones de acciones y con honorarios de abogados. Todo eso absorbe una parte gigantesca del gasto de las empresas en su fuerza de trabajo, sin, por otra parte, contribuir un adarme a elevar el nivel de vida.
Por lo demás, formar médicos, dentistas y enfermeras es mucho menos costoso fuera de los EEUU. Aquí, salen de sus facultades universitarias endeudados por cientos de miles de dólares, y luego tienen que endeudarse más para abrir sus consultas, y además, necesitan después pagar carísimos seguros de cobertura de la responsabilidad profesional. Cuando reciben una licencia de la oficina federal de sanidad (HMO, por sus siglas en inglés), lo habitual es que tengan que esperar un año, más o menos, antes de empezar a cobrar. Entretanto, tienen que contratar sus propios contables sólo para entendérselas con la oficina federal de sanidad. El suministro de médicos, dentistas y enfermeras está racionado.
Pero, sobre todo: el precio del trabajo refleja los elevados costes de la vivienda aquí: principalmente, el coste de cargar con una hipoteca inmobiliaria (además de la deuda no hipotecaria). El trabajo no se beneficia de esos costes. Y tal como se han desarrollado las cosas, la industria tampoco resulta beneficiada. Es el precio que la economía de los EEUU tiene que pagar, en su conjunto, por haber sucumbido a un proceso de financiarización y privatización de todo punto disfuncional.
Usted ha dicho alguna vez que la crisis financiera asemeja a una «boa constrictor que, enroscada alrededor de la economía, está estrangulándola lentamente». ¿Podría profundizar un poco más en esa idea?
Me refería a la deflación por deudas. Cuando el gasto en deuda crece exponencialmente, detrae más y más dinero de su gasto habitual en producción y consumo. El sector financiero lo aplaude como el milagro del interés compuesto. El volumen del préstamo se mantiene creciente conforme a principios puramente matemáticos, despreocupado de la capacidad -o incapacidad- de la economía para generar un excedente lo suficientemente grande como para permitir el pago. Para pagar a los acreedores, se necesitan cada vez más salarios, más y más beneficios e ingresos fiscales. Esos acreedores, entonces, van y prestan su flujo procedente del servicio de la deuda a nuevos prestatarios. Lo que entraña encontrar cada vez más mercados de riesgo, mientras la deuda va haciéndose más y más pesada.
Para poder pagar los gastos que comportan esas deudas, los trabajadores asalariados cortan el consumo, mientras que las empresas abrumadas por las deudas cortan sus inversiones en capital nuevo, investigación y desarrollo. Los gobiernos locales, estatales y el federal pagan también los intereses de sus déficit, lo que les lleva a recortar los gastos en mantenimiento de infraestructuras y mejora de los servicios públicos. Esos recortes, a su vez, redundan en un encogimiento del mercado interior, lo que lleva a un descenso de la inversión y del empleo. Todo eso es aplaudido como un resultado mágico de la capacidad del mercado para asignar recursos. Pero quien aplaude es el sector financiero, no la industria.
¿Significa eso que el sistema experimentará súbitas sacudidas, como la quiebra de un banco importante-tal vez Citigroup o Merril- y el desplome del mercado de valores?
La economía alcance un estadio Ponzi (2), en el que los bancos prestan los intereses a sus clientes, a fin de mantenerlos al corriente de los pagos. Cada vez más préstamos hipotecarios han sido reestructurados de esta forma en los últimos años. Cuando los acreedores dejan de hacer esos préstamos, se rompe la cadena de pagos y se dispara una ola de quiebras, lo que trae consigo un desplome de los mercados.
¿Está el dólar condenado, o podrán los EEUU rebajar ambos déficit (el fiscal y el comercial) y seguir atrayendo capital extranjero en el futuro? Y si viene una recesión en serio, los negocios se ralentizan y sube el paro, ¿fortalecería eso al dólar?
Supongo que con lo del «dólar condenado» lo que usted quiere decir es que el dólar seguría bajando respecto de las monedas extranjeras, mientras que la inflación se comería todo lo que los salarios puedan comprar. La idea de que una economía que va mal puede curarse por sí propia forma parte de la ideología hostil al trabajo del FMI y de la propaganda de la Escuela de Chicago. Para sostener ese tipo de cosas se dan los Premios Nóbel, se lo garantizo. Pero es teoría económica basura. Un dólar con tendencia a caer es un proceso autoalimentado. Para principiantes: las acciones, los bonos y los bienes raíces denominados en dólares valen menos en términos de euros, libras esterlinas u otras monedas extranjeras fuertes. Eso hace que no hay muchos incentivos para que los extranjeros inviertan aquí. Y si entramos en recesión (por no hablar de depresión), aún habrá menos oportunidades para invertir con beneficios.
Paralelamente, la dependencia norteamericana de las importaciones seguirá creciendo en la medida en que la economía siga desindustrializándose , esto es, financiarizándose. El gasto militar norteamericano en ultramar arrojará todavía más dólares a los mercados cambiarios extranjeros del mundo. De modo que una economía débil aquí no significa que el dólar vaya a robustecerse; ¡lo que significa que es que tenemos un mal clima para las inversiones! La austeridad nos hará más dependientes del extranjero. Para hacerse una idea, basta observar lo que pasó cuando el FMI impuso planes de austeridad a los países deudores del Tercer Mundo. Y recuerde que la última vez, cuando, bajo Clinton, se le dio vía libre a Robert Rubin para reformar Rusia, el resultado fue el colapso industrial y la bancarrota.
¿No sería mejor para el mundo si no hubiera «moneda de reserva» ninguna, y el valor del dnero dependiera simplemente de la fortaleza económica y del equilibrio presupuestario? Mientras haya una «moneda internacional» como el dólar, habrá Imperio, porque el papel moneda de un país (los EEUU) domina sobre el resto. ¿Es realmente posible la democracia sin una mayor paridad entre las monedas del mundo?
La tasas de cambio son independientes de los sistemas políticos. Dicho esto, las economías oligárquicas tienden a quebrar por su tendencia a desplazar las cargas fiscales desde los bienes raíces y la infraestructura monopolizada y privatizada al trabajo y a la industria. Eso les resta competitividad. Por ejemplo, el complejo militar-industrial opera sobre una base de magnificación de costes, no sobre una base minimizadora de los mismos.La cuestión es, pues, si pueden hacerse, por la vía de la extorsión de otros países, con suficientes tributos extranjeros para compensar. España no pudo lograr eso del Nuevo Mundo después de 1492, y Roma, antes, sencillamente destruyó el Asia Menor y otras dependencias imperiales.
¿Podrían hoy los EEUU de nuestros días tener más éxito? Se diría que el mantenimiento de la hegemonía del dólar es la única vía posible para lograrlo. Por definición, una moneda de reserva es un préstamo hecho por un gobierno a otro. Eso termina convirtiéndose siempre en fiscalidad sin control de representantes políticos. Es inherentemente inequitativo.
Hay dos razones por las que los bancos centrales mantienen reservas en dólares. Una es a efectos de estabilización, para prevenir ataques monetarios como los ocurridos en Asia en 1997. La otra es que mantener reservas de dólares en forma de préstamos en dólares a los EEUU mantiene bajo el precio de sus propias monedas, y así, el precio de sus exportaciones. Ese efecto podría conseguirse también imponiendo una tarifa flotante a las importaciones procedentes de países cuyas monedas estén en proceso de devaluación, suministrando ese dinero, a guisa de subsidio, a los exportadores. Pero los países extranjeros no están todavía preparados para dar un paso político de esa envergadura, que les alejaría del imperio financiero norteamericano.
En lo que hace a la política fiscal, no hay realmente necesidad de equilibrio presupuestario. Empezando por los espaldas verdes en los tiempos de la Guerra Civil, Los EEUU han demostrado que los gobiernos no precvisa de aumentar los impuestos para gastar dinero. Pueden limitarse a imprimirlo. Es lo que, a fin de cuentas, hace la banca comercial. En cualquier caso, el dinero se crea espontáneamente. El Tesoro de la Reserva Federal., sólo en abril pasado, creó un billón de dólares para un crédito de salvamento del sector financiero. (Dicho sea entre paréntesis, a la par que declaraba hipócritamente que la Seguridad Social quebraría en 40 años a causa de su billón de dólares de déficit. Irak añadió otro billón, más o menos.)
La lección que ha de sacarse de eso es que la fortaleza económica consiste en la capacidad para crear crédito que alimente el crecimiento económico. Pero el sector bancario privatizado está ahora mismo arruinando esa fortaleza en los EEUU. En vez de crear crédito para financiar la formación de capital, lo que hace el sistema bancario son préstamos destinados a salvar la nefasta piramidalización financiera.
¿El crecimiento del sector financiero le parece a usted un desarrollo positivo, o no?
Su comportamiento ha terminado por ser antitético del desarrollo industrial del capitalismo. Los reformadores del siglo XIX inspirados por Henri St. Simon en Francia trataron de reorganizar las finanzas, pasando de la financiación de la deuda a la financiación mediante la emisión de acciones. Pero la economía actual va exactamente en la dirección contraria. Lo que hace es substituir las acciones por bonos y préstamos bancarios (o de fondos de compra), creando deuda que no se usa para construir la capacidad productiva necesaria para devolver esa deuda con sus intereses. El resultado es lo que los economistas clásicos llamaban deuda improductiva.
El sector financiero parece menos inclinado a prestar para desarrollar productos útiles y empresas. Prefiere reempaquetar la deuda de otros (como en las obligaciones respaldas por hipotecas) y venderlas a inversores crédulos. ¿Son responsables los bancos de inversión de la masiva proliferación del crédito y de la deuda que están ahora destruyendo a la clas media y arruinando el país?
Es lo que está pasando. Pero una causa importante de que los ahorros vayan a parar a esos bancos es que las leyes fiscales hacen más rentable el endeudamiento apalancado que la inversión en capital industrial. El sistema fiscal ha conformado un mercado en el que compensa más especular que invertir en la formación de nuevos medios de producción. El sector financiero ha sido desregulado, conforme a la lógica de que lo que genera más dinero es siempre lo más eficiente. El producto que están vendiendo los bancos s deuda, y ayuda para la toma de control de empresas, para las fusiones y adquisiciones. El crédito es un producto, cuya creación sale prácticamente gratuita. Su principal coste de producción son los gastos de los lobbies para comprar apoyos en el Congreso.
Volvemos, pues, ahora a la política. ¿Qué sabe usted de los asesores económicos de Obama? ¿Hay que esperar una repetición de la «Rubinomics» (3) de Clinton, cuando Wall Street obtuvo casi todo lo que pidió, mientras los trabajadores norteamericanos recibía el NAFTA, la desregulación monetaria, el rechazo de la ley Glass Steagall y otras políticas de «trágala»? ¿Hay alguna esperanza de que Obama emprenda un nuevo curso y se mueva en una dirección progresista? ¿Qué políticas debería poner por obra Obama para revivir el sueño americano e insuflar cierta vida a la maltratada clase media?
No estoy en situación de decir lo que hará el señor Obama. En lo que hace a asesores económicos, su papel en una campaña política no suele ser tanto el de definir las políticas, cuanto el de movilizar a sus gentes para sostener económicamente al candidato. El papel del señor Rubin y sus colegas, al menos ahora, es, por lo tanto, el de atraerse el apoyo de Wall Street. Qué influencia acabarán teniendo estos asesores después del próximo enero, está por ver. Dependerá probablemente de las circunstancias.
Lo único que a mí me cabe esperar es que el señor Obama se despeñe por un derrotadero como el nuevo laborismo de Tony Blair y vuelva por los fueros de la política clintoniana, favorable a Wall Street y hostil al mundo del trabajo. Si tal cosa ocurriera, podría causar tal decepción, que pondría fracturarse de manera irreparable la unidad del partido demócrata.
Yo espero que suceda lo contrario, y hago lo que está en i mano para lograrlo. Pero en lo que a políticos hace, yo sólo puedo responder de mi amigo Dennis Kucinich. Me pidió que organizara un consejo de cerebros de impronta rooseveltiana con asesores económicos y políticos que desarrollaran un programa para reindustrializar los EEUU y salvarlos de perecer en un proceso de polarización que desde del siglo XVI se conoce como el Síndrome Español y que antes se conocía como el Síndrome de Roma: una economía en la que los magnates ricos se liberan a sí propios de toda carga fiscal, la pasan al trabajo y a la industria y se retiran a sus latifundios, mientras la economía retrocede a niveles de mera producción local de subsistencia.
Todo eso ya ha pasado, una y otra vez. No hay ninguna garantía automática de progreso. Hay que dirigirlo y orientarlo. Ahora mismo, el único partido que dirige y orienta es el compuesto por las grandes instituciones financieras, que trabajan a favor de los intereses de sus ricos clientes. Difícilmente sorprenderá a nadie que su actitud sea hostil al mundo del trabajo.
Yo creo que las circunstancias empujarán al señor Obama a un giro de regreso a políticas fiscales y económicas más clásicamente progresistas. Y no ahora mismo veo un candidato que se halle en mejor posición para obligar al Congreso a acompañarle en sus reformas. Puede salir y apoyar a candidatos que se opongan a los congresistas y a los senadores demócratas más recalcitrantes.
En el programa «60 minutos» de la cadena CBS, Alan Greenspan admitió que apoyó la invasión de Irak. No es sorprendente, habida cuenta de lo difícil que resulta imaginar que una nación pueda meterse en una guerra sin el apoyo de los mandamases bancarios. ¿Qué importancia juegan ahora las grades instituciones financieras y las megacorporaciones empresariales en la determinación de la política exterior? ¿Es algo endémico de nuestro sistema económico -o de nuestras instituciones financieras- lo que nos empuje a la guerra una y otra vez?
No creo que la invasión de Irak fuera el resultado de una decisión del sector financiero. En lo que hace al señor Greenspan, es un especialista en relaciones públicas, no un estratega global. Yo creo que lo que los bancos hacen es maniobrar lo mejor dentro de cualquier sistema político dado. Pero, como sector, raramente apoyan guerras.
Cuando yo trabajaba en el Chase Manhattan a mediados de los 60, Wall Street no presionaba a favor de la guerra de Vietnam. El presidente del consejo de administración del banco, George Champion, dejó dicho que la guerra era fiscalmente irresponsable. Desencadenó una inflación que llevó a un declive continuado durante 35 años del mercado de bonos.
Figúrese. Treinta y cinco años, de 1945 a 1980, de incrementos de los tipos de interés, que empujaban a la baja los precios de los bonos. Los bonos siempre han sido la clave, más que las acciones. El aumento de los tipos de interés significa que el precio de los bonos existentes, de bajas tasas, caen continuamente. Y ese fue el resultado deldéficit ne la balanza de pagos inducido por la guerra y la política de cañones y mantequilla del presidente Johnson, estimulada por la teoría económica basura de falsos keynesianos como Gardner Ackley, el presidente del consejo de asesores económicos de Johnson.
La moraleja es que no puedes realmente agarrarte al imperio -y a las guerras que van con él-, y al propio tiempo, tener una economía boyante en expansión.
O lo uno o lo otro, como se está viendo ahora. Lo notable es que la gente no relaciona la prensión norteamericana de crear un imperio unipolar con la creciente polarización económica y el vertiginoso desjarretamiento financiero a los que estamos asistiendo. La industria, por su parte, está perdiendo el pulso con las finanzas, y lo que trata, sencillamente, es de hacer dinero por la vía de financiarizarse ella también.
Paul Harris escribió un formidable artículo el año pasado en el Guardian británico, «Bienvenidos a Richistán, EEUU», en el que describía las gigantescas diferencias de riqueza en la Norteamérica de nuestros días. Decía:
«Los archirricos norteamericanos han vuelto a los tiempos de los «alegres 20». Mientras el resto del país lucha por salir adelante, una enorme burbuja de multimillonarios vive en un mundo casi paralelo. Los ricos viven ahora en su propio mundo de educación privada, sanidad privada y mansiones amuralladas. Tiene sus propias escuelas y sus propios bancos. Incluso viajan aparte, lo que genera una boyante industria de aeronaves y yates privados. Su mundo tiene ahora un nombre, gracias a un nuevo libro que ha escrito el columnista del Wall Street Journal Robert Frank, que lo ha bautizado como ‘Richistán’.
«En 1985, había en los EEUU sólo 13 milmillonarios. Ahora hay más de 1.000. En 2005, se sumaron 227.000 nuevos millonarios. Una informe mostró que la riqueza de todos los millonarios norteamericanos juntos ascendía a 30 billones de dólares, más que la suma del PIB de China, Japón, Brasil y la Unión Europea. Los ricos han creado ahora su propia economía para subvenir a sus necesidades, en una época en la que los incrementos del salario del trabajador medio solo consiguen ir a la par con la inflación y en la que 36 millones de seres humanos viven en EEUU por debajo del umbral de pobreza.»
Bien; pues mi pregunta es la siguiente: la clase media está siendo golpeada como nunca antes, mientras que el hiato que separa a ricos y pobres se ensancha cada día más. ¿Piensa usted que no estamos acercando a una fase crítica en ese abismo de desigualdad, o estoy siendo alarmista?
Para que se dé una crisis, han de darse al menos dos fuerzas o tendencias pugnazmente opuestas. El problema más grave del presente dilema norteamericano es que no parece haber ninguna fuerza que se oponga a la polarización financiera. Sin una contrafuerza, sin una oposición a la contrailustración financiera a que estamos asistiendo, el horizonte económico seguirá encogiendo.
Estamos entrando, en efecto, en una sociedad de dos economías. El [candidato demócrata] John Edwards sacó a relucir el asunto con casi las mismas palabras que el primer ministro británico Benjamin Disraeli popularizara a fines del siglo XIX. Disraeli creó el Partido Conservador británico en su versión moderna por la vía de reclutar al grupo de conservadores compasivos que se conoció como la Joven Inglaterra. Clamaban, en buena medida como los socialistas, contra la injusticia de la economía de mercado en la formas brutal que ésta había cobrado en Gran Bretaña. Su sueño era hacer la industrialización compatible con una moralidad más sensible socialmente. El gran adversario ideológico de Disraeli no fue el socialismo, sino el ideario liberal del libre mercado, que urgía a las naciones a competir entre sí por la vía de bajar los salarios (lo que ahora se conoce como la carrera hacia el abismo). Su legislación asistencialista culminó en el sistema de salud introducido entre 1874 y 1881, promovido bajo la divisa: sanitas sanitatum [salud, todo es salud]. ¡Compárele con los conservadores de nuestros días!
En 1845, tres años antes del Manifiesto comunista y de la revolución que se abatió sobre Europa en 1848, abordó los horrores de un laissez faire sin brida en una novela, Sybil, o las dos naciones. El subtítulo hacía referencia a los ricos y a los pobres, dos naciones enre las cuales no hay el menor adarme de trato ni simpatía, dos naciones que no son gobernadas por las mismas leyes. Aunque Disraeli ponía sus esperanzas en una aristocracia moralmente regenerada, no dejó de atribuir los más elevados ideales a Sybil, la hija de un obrero fabril. Y cuando el protagonista de la novela, Egremont, pregunta por las condiciones de vida en las ciudades británicas, un joven extranjero, modestamente vestido de negro, explica que, aun cuando » ‘los hombres son usados unos junto a otros, no por eso dejan de seguir estando en situación de virtual aislamiento… En las grandes ciudades se reúnen los hombres movidos por el deseo de ganarse la vida. No se hallan en un estado de cooperación, sino de aislamiento, para hacer fortuna… El cristianismo nos enseña a amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos; la sociedad moderna no reconoce prójimo ninguno’. ‘Bien; vivimos en tiempos extraños… puede que la sociedad se halle en su infancia’, dice Egremont… ‘pero, diga usted lo que quiera, nuestra Reina reina sobre la mayor nación que haya existido jamás’. ‘¿Qué nación!’, preguntó el joven extranjero, ‘porque ella reina sobre dos naciones… Dos naciones entre las cuales no hay trato ni simpatía; tan ignorante cada una de ellas de los hábitos, de los pensamientos y de los sentimientos de la otra, como si se tratara de moradores de zonas diferentes, o de habitantes de planetas distintos, de gentes nacidas de linajes distintos, nutridas con alimentos distintos, en posesión de maneras distintas, y no gobernadas por las mismas leyes’. ‘Usted -dijo, vacilante, Egremont- está hablando de los ricos y de los pobres’.»
Disraeli pinto los intereses financieros con los colores de la villanía (popularizando el mito del banquero judío). Su gran adversario político, como queda dicho, no fue el socialismo, sino el ideario liberal del libre mercado, que urgía a las naciones a competir por la vía de de bajar los salarios. Pero la compasión económica del Partido Conservador quedaba limitada por el hecho de que era el partido de los terratenientes, sobre todo de los que en la Cámara de los Lores bloquearon la propuesta liberal de fiscalizar la renta de la tierra en 1909. La dicotomía no se da solamente entre una elite y las masas, o entre los intereses abroquelados y los pisoteados, los cultos y los desarrapados. Es algo mucho más específico. Esas dos naciones, dos ciudades, son realmente dos economías: la economía 1 (producción y consumo) contra la economía 2 (financiera y basada en la propiedad) que controla el excedente económico en forma de ahorro e inversión. Las distintas características de esas dos economías rebasan por mucho la mera dimensión económica. Traigo a colación este ejemplo para mostrar lo que podría llegar a dar de sí un conservadurismo verdaderamente compasivo. Podría, acaso, constituir un buen marco para que el presidente Obama presentara sus políticas de forma tal, que lograra atraerse el mayor apoyo posible de los grupos que suelen llamarse republicanos liberales. Buena parte de la comunidad empresarial podría subirse a ese carro si Obama equilibra bien su programa. De hecho, fue un banquero británico conservador , Geoffrey Gardiner, quien me llamó la atención sobre la novela de Disraeli. El Cuento de las dos ciudades, de Charles Dickens, expresaba la misma idea de ciudades divididas entre los ricos ociosos y quienes tenían que trabajar para vivir. Resulta difícil de imaginar hoy a un político escribiendo una novela así en nuestros días, aunque el socialista Michael Harrington popularizó el tema en los 60 con su La otra América, y el candidato a la vicepresidencia demócrata, Edwards, hizo campaña en 2004 con el tema de las dos Américas.
¿Cómo podemos revertir esta tendencia y presionar a favor de cambios que robustezcan a la clase media al tiempo que proporcionan una red de seguridad a quienes se han despeñado por los cracs económicos? ¿Necesitamos reconsiderar la forma en que tratamos a la gente atrapada un ciclo demoledor, implacable, de pobreza?
La izquierda suele centrarse en la gente que se despeñado por los derrumbaderos de los cacs económicos, los pobres y los sin techo, así como las minorías étnicas y raciales. Pero el problema más grave está en el núcleo mismo de la economía. Fracasar en su reestructuración y en el control del sector financiero s comportará la exclusión de más y más gente del tipo de vida que usted llama de clase media.
Cuando el Imperio romano se polarizó, la economía y su envoltorio político quedaron sin salvación posible. Todo lo que el cristianismo fue capaz de hacer fue proporcionar caridad individualmente. Sólo pudo actuar sobre los síntomas, no erradicar las causas. Cuando se llega a un punto en el que sólo puedes actuar sobre gentes que se despeñado a causa de los cracs económicos, la partida a largo plazo está perdida.
El problema es que el sistema económico como tal está roto. Así que volvemos al comienzo de esta entrevista: lo que se necesita es una alternativa a la teoría económica postclásica de los Chicago Boys y sus amigachos, los lobistas financieros.
NOTAS T.: 1) La ley de la depletion allowance entró en vigor en 1913 y permitía que los propietarios de un pozo petrolífero pudieran desgravar cada año un 5% anual del valor del petróleo extraído. La ley se modificó en 1926, aumentando la desgravación hasta el 27,5%. Así, un propietario que hubiera invertido 100.000 dólares en la habilitación del pozo que extrajera cada año petróleo por valor de un millón de dólares, en sólo un año conseguiría unas deducciones fiscales que prácticamente triplicarían le valor de su inversión inicial. (2) En el léxico de la economía financiera, un «esquema Ponzi» es un negocio fraudulento de inversiones consistente en atraer inversiones de dinero con promesas de intereses a corto plazo inopinadamente altos, pero puntualmente satisfechos, lo que atrae un alud de nuevos inversores -o sucesivas reinversiones de los antiguos-, generándose así un flujo de dinero que permite durante un tiempo pagar altos intereses a corto plazo con el dinero que va entrando a espuertas. Charles Ponzi, de quien recibe el nombre este truco financiero, fue un emigrado italiano que se hizo millonario en pocos meses en el Boston de los años 20 del siglo pasado organizando un negocio fraudulento fundado en tal esquema. (3) En alusión a Robert Rubin, el todopoderoso secretario de economía de Clinton y hombre de Wall Street y de la banca privada en el gobierno.
Michael Hudson es ex economista de Wall Street especializado en balanza de pagos y bienes inmobiliarios en el Chase Manhattan Bank (ahora JPMorgan Chase & Co.), Arthur Anderson y después en el Hudson Institute. En 1990 colaboró en el establecimiento del primer fondo soberano de deuda del mundo para Scudder Stevens & Clark. El Dr. Hudson fue asesor económico en jefe de Dennis Kucinich en la reciente campaña primaria presidencial demócrata y ha asesorado a los gobiernos de los EEUU, Canadá, México y Letonia, así como al Instituto de Naciones Unidas para la Formación y la Investigación. Distinguido profesor investigador en la Universidad de Missouri de la ciudad de Kansas, es autor de numerosos libros, entre ellos Super Imperialism: The Economic Strategy of American Empire.
Traducción para www.sinpermiso.info: Ricardo Timón