Uno de los temas que van a estar presentes en la cumbre del G-20 va a ser la pretensión de Obama de que la Unión Europea colabore de forma más activa en los planes de reactivación de la economía, a lo que parece oponerse la mayoría de los mandatarios europeos. El problema es que […]
Uno de los temas que van a estar presentes en la cumbre del G-20 va a ser la pretensión de Obama de que la Unión Europea colabore de forma más activa en los planes de reactivación de la economía, a lo que parece oponerse la mayoría de los mandatarios europeos. El problema es que Europa, si bien es una superpotencia económica, no cuenta con la suficiente unidad para proceder como tal y las actuaciones realizadas hasta ahora han estado presididas por la disgregación.
Conviene no caer en las mismas equivocaciones del pasado. Tras la depresión del 29, el presidente Hoover y su secretario de Estado del Tesoro cometieron el grave error de oponerse a los programas económicos de estímulo público, imbuidos por la teoría -que actuó también en contra del New Deal de Roosevelt- de que las depresiones son buenas porque sirven de catarsis a las burbujas financieras que las preceden. Schumpeter, Chamberlin o Hayek eran de la opinión de que la economía debe expulsar los venenos acumulados durante la época de expansión.
La mayoría de las crisis -la del 29, al igual que la actual- se originan a partir de los desequilibrios sembrados por los excesos económicos anteriores; la economía entra en una espiral depresiva en la que la demanda y, por lo tanto, la renta se van reduciendo más y más. Las empresas no invierten, generan paro que reduce aún más el consumo, que hace cerrar o poner en dificultad a otras empresas, y así indefinidamente. Renunciar a intervenir en la economía y pretender que esta se recupere por sí sola es tener una confianza excesiva en las fuerzas del mercado y, en el mejor de los casos, aun cuando se produjese la recuperación, sería tras mucho tiempo y la generación de un sufrimiento innecesario. La intervención resulta imprescindible.
El análisis del origen de la crisis nos conduciría a exigir una solución radical, un cambio en profundidad del modelo económico seguido en estos últimos 30 años, la destrucción de la totalidad de los postulados impuestos por el neoliberalismo económico. Pero esas reformas estructurales del sistema económico no se hacen en un día, ni parece, por otra parte, que se tenga la intención de acometerlas. Los planes expansivos de los gobiernos son, por lo consiguiente, necesarios. No atajarán la causa del problema, pero remediarán los efectos a corto plazo.
Ahora bien, no toda intervención estatal tiene un efecto beneficioso para la crisis. A río revuelto, ganancia de pescadores, y hoy son muchos los que se revisten de pescadores para echar las redes en el río fácil de los dineros públicos. Las actuaciones no pueden dirigirse, desde luego, al lado de la oferta. Por muchos incentivos que se concedan a las empresas, estas no invertirán ni producirán ni mantendrán el empleo si no tienen demanda. Fue mérito de Keynes descubrir que, en condiciones normales, no funciona la ley de Say, la oferta no crea su propia demanda. Es hacia la inversión pública y hacia las clases económicamente más desfavorecidas, y que tienen por tanto mayor propensión a consumir, hacia donde hay que orientar los planes expansivos de los estados.