Más de un millón de personas movilizadas en Brasil, durante el mes de junio último, revelaron las grietas de un país que emerge como potencia pero con una estructura social atrasada. Tal vez esa lectura haya sido una de las más escuchadas a la hora de establecer las razones de fondo de las protestas más […]
Más de un millón de personas movilizadas en Brasil, durante el mes de junio último, revelaron las grietas de un país que emerge como potencia pero con una estructura social atrasada. Tal vez esa lectura haya sido una de las más escuchadas a la hora de establecer las razones de fondo de las protestas más importantes de los últimos veinte años en el país vecino. ¿Se trata, acaso, de que el «destino de grandeza» todavía le resulta demasiado esquivo al gigante sudamericano?
Una serie de notas publicadas en este número aniversario de Debate intenta brindar claves de lectura, que desde un punto de vista político, económico y de inserción internacional del país puedan especificar desafíos y cuentas pendientes del denominado «milagro brasileño».
El mes último, una suerte de rebelión ciudadana se apoderó de las calles de las principales ciudades en el país. El cuadro, enseguida, hizo acordar al estallido de los «indignados» que se suceden por todo el globo, desde fines de 2010 en adelante. Recién a comienzos de este mes, el clima recuperó cierta calma, aunque continuaron las protestas aisladas, especialmente durante la visita del papa Francisco para la Jornada Mundial de la Juventud. Las manifestaciones estuvieron compuestas, en buena medida, por jóvenes. Los reclamos giraron en torno a demandas por mejoras en el transporte, la educación, la salud. Pero, además, apuntaron con fuerza contra los excesivos gastos para la Copa del Mundo de 2014. También cargaron contra la corrupción, y especialmente contra un sistema político «caudillista» que obstaculiza la participación popular.
Digerir la sorpresa
En principio, las movilizaciones dejaron, a propios y ajenos, en un estado de asombro. Los líderes políticos del país aspirante a potencia mundial, con un elogiado modelo de crecimiento económico con inclusión social, y con un creciente peso en la geopolítica mundial, presenciaron incrédulos la magnitud que adquirían las protestas. En una nación con escasa tradición de movilización urbana, únicamente admitían comparación con las del movimiento Diretas Já (en 1984 y 1985, al final de la dictadura militar) y las que impulsaron la salida del gobierno del ex presidente Fernando Collor de Mello, en 1992. En cierto modo, supusieron una especie de quiebre en las formas de lucha de los brasileños. El analista uruguayo Raúl Zibechi subraya el nacimiento de una nueva cultura política, donde la horizontalidad y el funcionamiento por fuera de las instituciones son las características principales, y cuyo caso paradigmático es el Movimento Passe Livre, vinculado con las tarifas de transporte público.
Así, el carácter económico de las demandas pronto se amplió hasta apuntar contra el sistema político del país. Se puso en primer plano el descontento frente a la clase dirigente, sin distinción entre oficialismo y oposición.
La presidenta Dilma Rousseff vaciló al principio, pero luego se dispuso a hacer frente a las demandas. En este contexto, el Parlamento frenó la iniciativa presidencial cuando la mandataria pretendió convocar a un plebiscito para instalar una Asamblea Constituyente que delibere sobre la reforma política que la calle pedía. Las idas y vueltas deformaron el espíritu inicial de la propuesta, y se pateó la pelota para las elecciones de 2018, en cuyos comicios recién entraría en vigor una eventual reforma del sistema.
Condicionada por el denominado «presidencialismo de coalición», Rousseff se vio sometida al corsé que le impuso una alianza de gobierno demasiado amplia, y donde se superponen intereses diversos. En este sentido, el gobierno del PT debe lidiar con pesos pesados como el PMDB, uno de los partidos aliados que entorpecerían los procesos de transformación.
Tanto Rousseff como el ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva entienden que luego de diez años de cambios económicos y sociales el próximo paso implica una urgente modernización del sistema político.
Los límites del modelo
Una trama de hechos complejos está dando forma a la insatisfacción popular. Muchos coinciden en que el malestar sería uno de los efectos no deseados del milagro económico brasileño. Es sabido cómo, desde 2003, Lula libró una batalla frontal contra la pobreza y la desigualdad estructurales de Brasil. En un contexto internacional favorable, combinó ortodoxia económica con la inédita implementación de planes sociales y en pocos años logró que 40 millones de pobres ingresaran en la clase media. En este período, Brasil creció en promedio un 4 por ciento anual, y se ubicó en el sexto lugar de las principales economías mundiales. Con todo, si bien la situación de miles de brasileños mejoró, la calidad de los servicios muchas veces empeoró. Zibechi relata un ejemplo que grafica la situación: debido al crecimiento económico y la inclusión social, entre 2004 y 2012, el sistema de transporte de colectivos de San Pablo duplicó la cantidad de pasajeros. Sin embargo, hay menos autobuses disponibles que antes de ese período. Encima, se hacen menos viajes debido al aumento del tránsito. Como resultado, los sectores populares destinan entre cuatro y cinco horas al día para ir y volver al trabajo. El combo se completa con el hecho de que el boleto es muy costoso: el transporte público en San Pablo es el más caro del mundo con relación al salario promedio de sus habitantes.
En este panorama, los brasileños estarían pidiendo más de lo que ya obtuvieron. Otro de los focos de demandas más escuchados fue el de terminar con la violencia policial, que se desplegó con fuerza durante las protestas. De hecho, constituyó una de las mechas que encendieron la indignación popular, y motivó que miles se sumaran a las marchas.
Rousseff afronta un panorama complicado. En adelante, deberá resolver los retos que le presenta una sociedad urbana que tiende a organizarse para manifestar sus reclamos, en momentos en que la efectividad del modelo brasileño muestra sus límites. Pese a que ningún pronóstico hace presumir que el futuro del vecino pueda estar comprometido, los efectos de la prolongada crisis económica mundial se hacen sentir y se observa un gradual enfriamiento en las finanzas del gigante sudamericano (de un crecimiento del 7,5 por ciento en 2010 al 0,9 en 2012).
Plagado de cuentas pendientes en la política doméstica, Brasil libra una pelea paralela por un lugar destacado en el mapa de fuerzas globales. Hasta ahora, la reinserción internacional planteada desde 2003 goza de buena salud. Sin embargo, deberá sortear, entre otros, el desafío que representa para su proyecto de integración regional autónomo de Estados Unidos la flamante Alianza del Pacífico, funcional a los intereses de Washington.
Las últimas encuestas muestran que la popularidad de Rousseff, luego de las protestas, se desplomó 26 puntos (de 71 por ciento a 45), mientras que el apoyo a su gobierno cayó 24 (de 55 a 31).
A poco más de un año de los comicios presidenciales de octubre de 2014, esos números no garantizarían la reelección de la mandataria. Como es lógico, Dilma se prepara para revertir el escenario, mientras más de uno comienza a levantar la bandera de «Lula 2014».
Fuente original: http://www.revistadebate.com.ar/?p=4140