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El gobierno de Dilma no piensa enjuiciar a genocidas

Fuentes: La Arena

La primera advertencia fue hecha en el copete: no hay ánimo de meter púas en la relación política de dos países del Mercosur sino todo lo contrario. No hay intención de gastar con el clásico de la Copa del Mundo: «Brasil, decime que se siente…». No. Es un valor entendido que se debe trabajar más […]

La primera advertencia fue hecha en el copete: no hay ánimo de meter púas en la relación política de dos países del Mercosur sino todo lo contrario. No hay intención de gastar con el clásico de la Copa del Mundo: «Brasil, decime que se siente…».

No. Es un valor entendido que se debe trabajar más por la integración latinoamericana y por las mejores relaciones con quien es el líder de la región no sólo por su peso económico y político.

La segunda advertencia es que el juzgamiento de los genocidas que asolaron la región en los ’70 de la mano de las dictaduras militares-cívicas y con el «plan Cóndor» acordado con la CIA y Washington, no es nada fácil.

Por algo en Argentina, que es líder en la materia, hubo años sin juicios contra delitos de lesa humanidad. Habían sido frenados por las leyes alfonsinistas del «Punto Final» y la «Obediencia Debida», y por los indultos menemistas a los jefes del terrorismo de Estado.

La diferencia está en que en Argentina esa impunidad fue derrotada por la acción desde abajo de las organizaciones de derechos humanos y demás organizaciones sociales y políticas, con mucha movilización, sin importar los años transcurridos. Por caso, las extraordinarias movilizaciones del 24 de marzo de 1996, al cumplirse veinte años del golpe militar. Y ese torrente social, que alguna vez fue un bravo pero pequeño arroyito, con las Madres y Abuelas en relativa soledad, terminó socavando las bases de sustentación de la impunidad, cuando se produjo el crac económico y político en diciembre de 2001. Con la llegada del gobierno kirchnerista en 2003 y su consolidación en 2005, esa corriente de las bases fue ayudada por el empuje estatal, por arriba, y juntos hicieron posible tantos juicios y condenas.

Algunos números son ilustrativos. En 2011 concluyeron 14 juicios por violaciones a los derechos humanos y siguen sustanciándose otros 17. El más reciente finalizado, «Vesubio II», arrojó otras cuatro condenas a perpetuas, con lo que el total de genocidas condenados subió a 563.

Sin ninguna soberbia, y con muchos límites subsistentes en las violaciones a los derechos actuales («gatillo fácil» policial, desaparición de Julio López, «Código de faltas», SIDE, pobreza, falta de vivienda, etc), hay que destacar esa excelente nota en el juzgamiento de los crímenes dictatoriales.

Golpistas de Brasil

En Brasil se sentó cátedra en golpes de Estado, pues el suyo fue propinado en 1964 y el régimen antidemocrático duró veintiún años. En Argentina la resistencia popular hizo que el golpe de 1966 de Onganía, continuado por Levingston y Lanusse, debiera interrumpirse en 1973. Y allí sí, en 1976, se sufrió una dictadura, dura.

En Brasil se fueron sucediendo en el poder los generales Castelo Branco, Emilio Garrastazu Médici, Ernesto Geisel y João Baptista Figueiredo hasta que en 1985, terminado prácticamente el ciclo regional de golpistas (seguían Pinochet en Chile y Stroessner en Paraguay), se convocaron a elecciones. Ganó Tancredo Neves, que murió antes de asumir y asumió José Sarney, su vice.

En esos recambios de generales a políticos del PMDB (Partido Movimiento Democrático Brasileño), hubo muchas continuidades y algunos cambios con la formalidad democrática.

Entre las continuidades, muy pocas eran positivas. En Brasil hubo mucha dependencia, como en toda el área de poder norteamericana, pero se mantuvo, aún con dictaduras, cierta protección de su industria. Su desarrollismo contrastaba con la abierta entrega en Argentina, a cargo del general Jorge R. Videla y su súper ministro de Economía, José A. Martínez de Hoz. Allá Petrobras se mantenía en la órbita del Estado. Acá se empezaba el remate, que llegaría a su paroxismo liberal con Carlos Menem, de un movimiento como el peronista que había dado vuelo al Estado entre 1945 y 1955, y en menor medida en 1973-1976.

Otra continuidad brasileña, totalmente nefasta, fue la impunidad para los crímenes, secuestros, torturas, desapariciones, etc.

Entre 1972 y 1974 un grupo guerrillero del maoísta Partido Comunista do Brasil (PcdB), que había había organizado una columna en Araguaia, estado amazónico de Pará, fue diezmado. Cincuenta de esos militantes populares quedaron desaparecidos.

También se sabe de los asesinatos de Carlos Maringhela, Carlos Lamarca y otros revolucionarios. La actual presidenta Dilma Rousseff, integrante en ese tiempo de un grupo guevarista, fue detenida y torturada.

Allá estaba una pata fundamental del «plan Cóndor». Así fueron secuestrados y entregados para su asesinato a militares argentinos, el capellán de Montoneros, el cura Jorge Adur; dos integrantes de esa organización, Horacio Campiglia y Susana Binstock, y muchos más.

Límites de Lula y Dilma

Luiz Inacio Lula da Silva pudo ser presidente en 2002, cuando los turnos de los conciliadores con el imperio, como Sarney (PMDB) y Fernando H. Cardoso (PSDB), hubieran mostrado todos sus límites. Allí fue la ocasión del presidente de origen obrero y destacado dirigente sindical en San Pablo, coherente con sus raíces pobres y nordestinas.

Tuvieron que gobernar Lula primero y Rousseff desde 2010 hasta el presente, para que unos 40 millones de brasileños salieran de la pobreza. Eso fue fruto de políticas populares y planes como el Bolsa Familia, Hambre Cero y otras medidas inclusivas que no sacaron a Brasil del capitalismo dependiente pero sí mejoraron las condiciones de vida de los más humildes.

Así fue que la economía aumentó de volumen, además de mejorar la distribución de la riqueza, llegando a la sexta posición económica mundial en lugar del Reino Unido. Y fue lógico que con el realineamiento de fuerzas internacionales, la «B» de Brasil iniciara la sigla del BRICS, junto a Rusia, India, China y Sudáfrica.

Al imperio no le gustó nada ese reposicionamiento del país sudamericano con el que se llevaba excelentemente bien en tiempos de las dictaduras, cuando lo piropeaba Henry Kissinger.

Sin embargo, uno de los deberes democráticos básicos fue eludido. No hubo juicio ni castigo a los genocidas.

Recién en diciembre de 2010, el ex tornero reveló que había pedido un informe sobre los 50 guerrilleros desaparecidos de Araguaia para discutirlo con su sucesora. Si el presidente había tenido sus vacilaciones, lo de su ministro de Defensa, Nelson Jobim, era una rendición ante los intereses del fuerte lobby castrense.

Hubieron de transcurrir dos años hasta que en octubre de 2012, ya con Dilma en el Palacio del Planalto, se aprobó la ley para formar una Comisión por la Verdad. Para comparar, en Argentina la Conadep tuvo su informe listo en 1984 y el primer juicio a los ex comandantes en 1985, o sea un año y dos luego de asumir Raúl Alfonsín.

Esa Comisión de la Verdad entregó el 10 de diciembre de 2014 su informe a Rousseff, de donde surgió que las víctimas del terrorismo de Estado habían sido 434, de los cuales 224 fueron muertos y 210 siguen desaparecidos.

También fue positivo que el documento confeccionara la lista de los 377 represores, de los que 200 están vivos, en su mayoría militares y policías (como en Argentina, la debilidad radica en que los popes empresarios y civiles no nutren la nómina en gran número, tal como debieran estar por su asociación con los delitos de lesa humanidad).

El coordinador de la Comisión fue Pedro Dallari, junto con Rosa Cardoso y otros miembros, entregó el informe de 4.300 páginas a una presidenta conmovida hasta las lágrimas. Ella dijo: «Brasil merecía la verdad; las nuevas generaciones merecían la verdad, y principalmente aquellos que perdieron a sus seres queridos, que continúan sufriendo como si ellos muriesen de nuevo cada día».

El problema es que entre las recomendaciones de la Comisión de la Verdad se incluye procurar el juicio y castigo a los responsables de esos aberrantes delitos. Sin embargo, como en la vecina nación rige una «ley» de Amnistía de 1979, del tiempo del dictador Geisel, ratificada por el Tribunal Supremo, en el Planalto no tienen planes ni voluntad política para impulsar su anulación tal como le reclamó la Comisión, la Orden de Abogados, la Conferencia de Obispos y la propia CIDH.

Presionada por el Club Militar de 16.000 socios y con fuerte implantación en los medios concentrados y el Congreso, la presidenta se contentaría con haber llegado a la Verdad. Una verdad a medias, que sólo se completaría con Justicia, para lo cual tendría que atreverse, ella y sus bases, a anular esa ley contraria a los valores democráticos y mundiales en la materia.

En esto, y sin chicanas, tendría que mirar a la experiencia argentina. Y si subsisten sus temores, hablar con su amiga Cristina Fernández de Kirchner, quien le contará cómo su marido, en agosto de 2005, al cabo de dos años de gestión, impulsó en el Congreso la anulación de las leyes del perdón. Dilma no necesita que le digan lo que es la violación de los DD HH porque lo padeció en carne propia. Lo que precisa es un empujón para mudar de políticas en este tema y también en otros, luego de haber designado como ministro de Hacienda a un neoliberal, Joaquim Levy, el banquero de Bradesco.

Fuente original: http://www.laarena.com.ar/opinion-derechos_humanos__brasil_deberia_tomar_nota_de_argentina-129056-111.html