Nota edición: Veinticinco años después del fallecimiento de Manuel Sacristán Luzón (1925-1985), su pensamiento y sus muy diversas aportaciones siguen ayudando a avivar las llamas que él supo cuidar o iniciar. Cada vez es más evidente para muchos ciudadanos y ciudadanas la autenticidad y singularidad de sus prácticas políticas y el rigor, profundidad y novedad […]
Nota edición: Veinticinco años después del fallecimiento de Manuel Sacristán Luzón (1925-1985), su pensamiento y sus muy diversas aportaciones siguen ayudando a avivar las llamas que él supo cuidar o iniciar. Cada vez es más evidente para muchos ciudadanos y ciudadanas la autenticidad y singularidad de sus prácticas políticas y el rigor, profundidad y novedad de las múltiples caras de su poliédrica obra. Crítico literario y teatral (Lecturas, 1985; «El pasillo», 1954); filósofo de una pieza, se ha hablado (Jesús Mosterín) del mayor pensador español de la segunda mitad del siglo XX (Las ideas gnoseológicas de Heidegger, 1959; Papeles de filosofía, 1984; Lecturas de filosofía moderna y contemporánea, 2007, edición de Albert Domingo Curto, Sobre dialéctica, 2009); militante y dirigente comunista revolucionario (Intervenciones políticas, 1985; Escritos sindicales y de política educativa, 1997; papeles y materiales clandestinos encontrados por Miguel Manzanera y Giaime Pala); traductor infatigable (unas 30 mil páginas; Quine, Marx, Engels, Adorno, Lukács, Schumpeter, Platón, Gramsci, Labriola, Zeleny, Marcuse entre otros grandes autores); profesor de la Universidad de Barcelona expulsado durante más de una década por motivos políticos; maestro inolvidable e inolvidado de varias generaciones de ciudadanos no sólo universitarios; lógico y epistemólogo esencial en la consolidación de estas disciplinas en nuestro país (Introducción a la lógica y al análisis formal; Lógica elemental); el marxista más competente y agudo que probablemente ha dado nuestro país (Antología (de Gramsci), 1970; Sobre Marx y marxismo, 1983; El orden y el tiempo, 1998; Escritos sobre El Capital y textos afines, 2004); renovador de las finalidades y aristas procedimentales gastadas y erróneas de la tradición (Pacifismo, ecologismo y política alternativa, 1987, edición de Juan-Ramón Capella), Sacristán fue, además de todo ello, un luchador imprescindible (Brecht), un atento lector y divulgador, muy cercano a su piel, de combatientes arrojados a cunetas de la Historia (Gramsci, Gerónimo, Dubcek, Ulrike Meinhof) y un conferenciante inigualable (Seis conferencias, 2005) que cuidó con mimo y pasión la razón pública y los cimientos en los que ésta debía tomar pie. El siguiente texto es prueba de esto último.
En abril de 1959, Sacristán impartió una conferencia titulada «El hombre y la ciudad (Una consideración del humanismo, para uso de urbanistas)», dentro de un ciclo sobre sociología y urbanismo organizado por un grupo de arquitectos y técnicos barceloneses, los «Arquitectos del grupo R». ‘R’ era símbolo de renovación y también de recuperación de un legado histórico republicano en el que, sin duda, también Sacristán se reconocía. Su reconocimiento y admiración por un tío suyo republicano exiliado, hermano de su padre, se mantuvo a lo largo de los años. GATPAC, Grup d’Arquitectes i Tècnics Catalans per al Progrés de l’Arquitectura, se formó el 14 de abril de 1931, el mismo día en que se proclamó la II República española, la República de García Lorca, Hernández y Alberti, poetas sobre los que Sacristán también escribió. De GATPAC formaron parte Sert, Subirana, Rodríguez Arias, Illescas, Churruca, Fàbregas y Torres Clavé, uno de los más comprometidos del grupo: murió a los 32 años mientras cavaba trincheras en la primera línea del frente del Ebro. El hermano del padre de este presentador moriría cerca suyo, a los 20 años. La guerra desperdigó el colectivo. Los arquitectos del Grupo R (Moragas, Coderch, Bohigas entre ellos), los organizadores del ciclo en el que intervino Sacristán, aspiraban a enlazar con esa tradición desactivada y parcialmente aniquilada.
En las crónicas de la época se señaló que la conferencia del doctor Sacristán «tuvo lugar ante numerosos oyentes en el auditorio del dispensario del P. N. A.» y que «el disertante fue muy felicitado y aplaudido por los numerosos asistentes que siguen periódicamente el cursillo». La madre de Sacristán guardaba, orgullosa, estas informaciones periodísticas.
El texto, depositado en Reserva de la Biblioteca Central de la Universidad de Barcelona, no está firmado. Es la trascripción, revisada por el propio Sacristán, de su intervención oral.
La conferencia finalizaba con la afirmación: «Todo hombre que piensa sus cosas hasta el final filosofa». El marco filosófico en el que Sacristán realizó su intervención es netamente consistente con sus conocidas concepciones sobre la filosofía y el filosofar, e, innecesario es señalarlo, una atenta e informada mirada marxista, que siempre instruye, acompaña y da sentido a su reflexión y argumentación críticas.
El texto de Sacristán fue publicado en El Viejo Topo, julio-agosto de 2010.
El hombre y la ciudad (Una consideración del humanismo, para uso de urbanistas)
Es probable que se pregunten ustedes por qué razón hay una sesión dedicada a la filosofía en el programa de sociología y urbanismo preparado por los arquitectos del grupo R. Yo también me lo he preguntado y se lo he preguntado a ellos, obteniendo contestaciones un tanto vagas que acaso puedan reducirse a dos motivos.
El primero es la necesidad en que suele encontrarse todo hombre cultivado de tomar conciencia de su propia actividad, de conseguir hacerse transparente su conducta, de descubrir en ella una coherencia racional justificadora. A esa necesidad es especialmente sensible el científico, y también el cultivador de lo que tradicionalmente se llamaba artes liberales, expresión a cuyo lado y casi sustituyéndola podríamos colocar hoy la de «técnicas científicas». Un tal arte liberal es la arquitectura, y seguramente lo es también esa actividad de más difícil precisión que llamamos urbanismo. Se trata en uno y otro caso de actividades poiéticas, es decir, productoras, pero cuyo fundamento inmediato no es la espontaneidad biológica, sino el conocimiento científico.
Ahora bien: ocurre que el lugar clásico de la toma de conciencia, de la racionalización que hace coherente la práctica humana, es en nuestra cultura la filosofía. Así, pues, empezaría a aclararse el que unos arquitectos preocupados por temas de urbanismo decidieran incluir entre sus posibles inspiraciones a la filosofía. En esto coinciden nuestros arquitectos barceloneses, a poca distancia en el tiempo, con sus colegas alemanes, los cuales consiguieron colocar como tema de uno de los coloquios filosóficos de Darmstadt, el de 1951, un asunto que en muchos aspectos es propio de su arte: «El hombre y el espacio». En ese coloquio pronunció Heidegger su célebre conferencia «Construir, habitar, pensar».
Pero creo que la primera obligación de la filosofía en un asunto como éste es advertir que no se espere de ella lo que no puede dar. Forma única e indiferenciada de todo saber durante mucho tiempo, la filosofía se limitó a contemplar pasivamente el nacimiento de las ciencias positivas, desde la matemática y la medicina hasta las ciencias sociales, arbitrando expedientes de sistemática y de teoría de la ciencia más o menos convincentes para justificar su supervivencia al lado de las ciencias que se independizaban de ella. En un momento dado, como es sabido, se consumó la plena toma de posesión de la realidad entera por las ciencias. De la necesidad de prescindir de una dedicación especial a una región cualquiera de la realidad hizo entonces la filosofía virtud, consiguiendo así su especificación más o menos precisa como actividad intelectual. Pero está claro que esa virtud no podrá ya nunca consistir en impartir enseñanza positiva alguna sobre la realidad. La filosofía, para usar una expresión tradicional bastante cómoda, carece de un específico objeto material. Su modo de eficacia no podrá ser el de facilitar teorías positivas sobre objeto real alguno.
Pero por otros varios caminos puede dar todavía la filosofía mucho a los especialistas. Algunos de esos caminos son transitados por ella acaso sólo provisionalmente en espera de que su recorrido se substantivice en ciencia, como ha ocurrido otras veces. Tal podría ser el caso de capítulos enteros de la metodología y de la teoría del conocimiento. Pero hay por lo menos una vía que no parece susceptible de especialización por la complejidad de su desarrollo: es el camino antes indicado por el que los hombres buscan la coherencia de su acción. Apenas el científico o el técnico emprende la tarea de tomar conciencia de su hacer, se ve lanzado a un horizonte que rebasa el alcance propio de su tarea especial, remitiéndole a los fundamentos y a los móviles de la misma. Ese horizonte es propiamente filosófico.
Y en él y sólo en él puede esperar cualquiera una aportación de la filosofía. La búsqueda de la coherencia de la práctica humana tiene como camino natural el de la crítica, puesto que, como se ha dicho, no puede recorrer el de la construcción positiva. Esa crítica lo es de las representaciones que acompañan a la acción en la realidad, y tiene por objeto el establecer si aquellas representaciones son coherentes con la realidad y con la práctica real. Cuando la crítica filosófica descubre en las representaciones humanas una incoherencia con la realidad y con la práctica real y llega a hacer prender en los hombres la conciencia de esa discrepancia puede sin duda ejercer sobre la situación humana una acción tan eficaz como la de las ciencias. Puede en efecto convertirse en el instrumento por medio del cual la realidad derrumbe todo un mundo de ideas que se ha quedado atrasado y es ya incoherente con ella.
Pero para llegar a insertarse así en la práctica, la filosofía necesita tomar impulso de la misma realidad y más directamente de las actividades humanas que están en trato inmediato con ella, a saber, las ciencias y las técnicas, o trabajo en general. Dicho con otras palabras: la crítica filosófica no puede ejercerse en el vacío sino sólo sobre las representaciones científicas y vulgares de una época.
De aquí debe desprenderse para nuestros arquitectos y urbanistas una conciencia muy positiva del valor incluso epistemológico de su actividad: la crítica filosófica que pudiera interesarles más propiamente tendría que ejercerse sobre las representaciones que ellos o sus predecesores inmediatos han aceptado respecto de la realidad a que se refiere su hacer.
El segundo motivo que puede haber movido a nuestros arquitectos a incluir en su programa un rato de filosofía nos dará ocasión para ejemplificar lo que queda dicho y para ponerlo un poco en práctica. Ese motivo podría describirse así: la arquitectura y la urbanística son artes liberales que tienen por objeto bastante inmediato el hombre mismo. Y la preocupación por el hombre en general, el humanismo, es desde antiguo reconocido como cosa de filósofos.
En la filosofía clásica se ha dado efectivamente un humanismo positivo, cuya presencia en la imaginación del hombre contemporáneo cuando usa esa palabra es sin duda más viva que la de otras acepciones más recientes de la misma. El humanismo clásico arraiga muy atrás en la historia de la cultura y de la filosofía europeas. Los historiadores de la filosofía suelen atribuir la invención técnica del término «humanismo» a un pedagogo alemán de finales del siglo XVIII y principios del XIX, pero ya, en Cicerón, por ejemplo, tienen esa palabra, y palabras emparentadas con ella, el sentido de aspiración al pleno desarrollo moral y cultural de las capacidades humanas. El mismo motivo se manifiesta en la edad clásica del humanismo, el Renacimiento, unido esta vez íntimamente, con una política filosófica contra el trascendentalismo del pensamiento medieval: la aspiración al desarrollo pleno de las capacidades humanas es visto por los humanistas desde el Renacimiento como incompatible con cualquier concepción del hombre que lo someta a desvaríos y a leyes sobrehumanas.
Pero este aspecto polémico del humanismo clásico puede ser aquí pasado por alto por dos razones principales, una de las cuales (única que indicaremos y cuya consideración, por lo demás, basta) es su inesencialidad para nuestro tema: el horizonte de la urbanística no es, en efecto, filosófico general; su perspectiva coincide con la de la Ciudad humana y su mirada puede ser -y es de hecho- estrictamente inmanentista sin tener que justificarse por ello con una previa discusión al respecto. De aquí pues que basten unos fundamentos humanísticos incluso en un sentido reducido para, suministrar al arquitecto y al urbanista aquella transparencia racional que buscan en su acción.
Posibilitar el pleno desarrollo de las capacidades del hombre…
Este clásico principio humanístico parece incluir tan naturalmente las metas de la arquitectura y del urbanismo que casi resulta disipada toda extrañeza ante el hecho de que los organizadores de este curso quisieran que en él se hablara de humanismo. La filosofía del humanismo clásico, en efecto, por boca de Cicerón y de Luis Vives, de Erasmo y de Lorenzo Valla, puede decir a arquitectos y urbanistas: «vuestra actividad no tiene sólo por objeto conseguir determinados efectos estéticos, sino ante todo promover el pleno desarrollo de las capacidades humanas».
La declaración es sin duda muy pertinente. Pero no menos vaga. Nuestras reflexiones iniciales sobre la falta de un objeto material específico de la filosofía podían por lo demás hacer prever la vaguedad de este humanismo de la filosofía clásica. ¿De dónde obtiene la filosofía clásica, de dónde obtiene el humanismo clásico su noticia del hombre? Probablemente no será injusto contestar que el humanismo clásico, dado el atrasado estadio de las ciencias humanas y sociales que le son coetáneas no tiene ninguna noticia seria y suficiente del hombre. Por eso es el hombre del humanismo y de la filosofía clásica un hueco y vago concepto sin existencia real en parte alguna, un fantasma, una mala abstracción. Fantasmas y abstracciones suelen empero compensar muy hábilmente su deficiente entidad inspirando a los filósofos la idea de que escriban sus nombres con mayúscula y precedidos por el artículo determinado: el humanismo clásico, que desconoce a los hombres, rinde en cambio tributo al Hombre.
La circunstancia se repite bastante exactamente en el moderno personalismo, puesto al servicio de la Persona. Esa continuidad entre el humanismo clásico y el personalismo contemporáneo en este punto fundamental de la abstracción de sus concepciones no tiene por qué sorprender, dado que el humanismo clásico es una de las raíces ideológicas de la cultura en que todavía vivimos, destructor del trascendentalismo de la Edad Media igual que nuestra sociedad es el resultado de la destrucción de la sociedad medieval.
Frente a la sujeción de los hombres por un poder separado, el humanismo renacentista manifestó por vez primera la voluntad del Hombre de no aceptar más valores que los propios. En eso estamos desde entonces, o, por mejor decir, en eso está desde entonces el Hombre con mayúscula.
Esta abstracción sirvió sin duda -y sigue sirviendo hoy- para dignificar los postulados del humanismo clásico. Pero está claro que en la realidad algún hombre concreto tiene que encaramarse a la dignidad de la mayúscula. ¿Quién fue ese hombre en el humanismo clásico y a partir de él? La arquitectura del humanismo renacentista nos da unas primeras indicaciones sobre ese hombre, con los palacios de Pittis y Medicis, de Fúcares, reyes y purpurados. Como se ha dicho tantas veces, la arquitectura típica del humanismo es una arquitectura de palacios, no ya de castillos o catedrales. El Hombre mayúsculo del humanismo clásico no es ya el guerrero ni el siervo de Dios, sino lisa y llanamente el rico, aunque por razón de la contigüidad histórica el rico coincida frecuentemente con el guerrero o ex-guerrero y con el siervo de Dios, especialmente en países como Italia, donde fue bastante habitual la conversión del aristócrata en comerciante o el ennoblecimiento de éste.
Sirva esa breve observación para hacer plausible -más no se puede en tan corto tiempo- la siguiente afirmación: el vicio capital del humanismo clásico es su uso abstracto de la palabra «hombre». Como en la realidad no existe ese hombre único, sino millones de hombres concretos cuyas circunstancias vitales son sumamente diversas, el humanismo abstracto conduce siempre de hecho a revestir con su magnificante abstracción un tipo determinado de hombre concreto. Tal promoción de determinados individuos a la esencia «hombre» debe ser sumamente agradable para ellos; pero lo es sin duda muy escasamente para los que quedan convertidos de rechazo en hombres per accidens.
Guardarse de ese vicio de abstracción del humanismo clásico es seguramente importante para arquitectos y urbanistas de hoy, así como lo es para todos los cultivadores de la ciencia y de la práctica sociales. Pues la tendencia abstracta en el humanismo está completamente viva, por las razones que han quedado indicadas. Y ello no sólo en forma académica -como, por ejemplo, en el personalismo actual [1959]- sino también en la forma más difusa de lugar común de la mentalidad colectiva de los hombres concretos que tienen acceso a la cultura en nuestras sociedades. Así se manifestó por ejemplo en este mismo lugar hace pocos días, cuando al terminar el doctor Jiménez de Parga su conferencia se le preguntó si consideraba «justo» el sacrificio de «una generación mártir» en aras del progreso de una comunidad; el interpelante precisó su pregunta aludiendo al «caso de China». Mientras no se precise qué clases de hombres vienen «sacrificados» en ese «caso de China», no puede menos de verse que aquella pregunta procede de un humanismo abstracto al modo clásico. La pregunta supone un Hombre con mayúscula -o, más precisamente, una generación no menos única y abstracta- que está viviendo tranquilamente hasta que en un momento dado alguien le impone un sacrificio. Pero en la realidad no hay tal generación unitaria toda ella anterior al sacrificio. En la realidad existe, en cada generación y en toda la historia documentalmente conocida, un grupo de mártires y un grupo de no-mártires, y el sacrificio del que habla aquella pregunta sólo es nuevo para estos últimos, mientras probablemente es para los primeros más alivio que otra cosa, incluso en el terreno estrictamente material.
De fundamentos o presupuestos análogos a los de esa pregunta es el frecuente giro hipostatizador con el que los historiadores suelen hablar de «el Hombre egipcio» o «el Hombre griego», con mayúsculas étnicamente limitadas; ese giro encarna la misma ambigüedad de la abstracción humanística clásica. No ha habido un «Hombre egipcio» que era enterrado en mastabas o pirámides, sino sólo hombres egipcios que eran enterrados en mastabas o pirámides y hombres egipcios cuyos cadáveres se pudrían en las canteras del Alto Nilo. Y lo mismo ocurre con todas esas abstracciones típicas.
La sentencia inaugural de las ciencias sociales, aquella expresión griega según la cual el hombre es un animal social, lleva ya prácticamente en germen todo lo que acaba de decirse. Por ser esencialmente social, lleva en su ser el hombre concreto que ha existido hasta ahora, como elemento ineliminable de su concreción, de su realidad, el lugar que ocupa en la diferenciación interna de las sociedades. Los filósofos han dicho que nadie es uno sino en cuanto hay otros. La unicidad real, la real individualidad y personalidad, son cristalizaciones en el seno de un tejido de relaciones de índole, naturalmente, muy varia. Algunas de esas relaciones que integran la base de la individualidad real pueden ser de ámbito muy reducido como las relaciones de parentesco, por ejemplo. Pero por debajo de todas esas relaciones está las que dimanan de la diferenciación básica en el seno de las sociedades hasta ahora existentes en nuestro mundo. Esa diferenciación radical en grupos sociales muestra su carácter fundamentante cuando se compara, por ejemplo, individuos de países diversos y pertenecientes a clases análogas: un bracero onubense tiene concretamente mucho más en común con un bracero del Algarbe portugués que con un comerciante de Huelva.
Todas estas reflexiones conducen a una conclusión bastante destructora para las abstractas formulaciones del humanismo tradicional o del personalismo contemporáneo: en rigor, la humanidad es hoy todavía una unidad sólo desde el punto de vista zoológico. Desde el punto de vista de las ciencias sociales y de las actividades relacionadas con ellas, como es la urbanística, no hay tal humanidad, sino propiamente humanidades. Hay sin duda unas cuantas creaciones culturales muy directamente relacionadas con sus fundamentos biológicos bajo las cuales puede todavía adivinarse un sujeto humano colectivo y sin embargo unitario esencialmente: tal por ejemplo el núcleo fundamental de los lenguajes, con su esqueleto íntimo, lo lógico-formal. Pero apenas un hecho de cultura alcanza mayor complejidad, su sujeto se dibuja ya como especificado por la diferenciación social esencial a todas las sociedades sidas.
Todavía desde otro punto de vista impide la naturaleza social de los hombres hablar simplemente en ciencias sociales de un Hombre o de una humanidad única. Por su socialidad son en efecto históricas las humanidades. Los individuos mueren en las sociedades, pero no muere con ellos el acervo material y cultural que han acumulado. Esa acumulación de cosas, instituciones, modificaciones en las instituciones, de saberes y usos, alcanza un día u otro un último dintel estructural, traspasado el cual una sociedad amanece con una estructura propiamente nueva. Y puesto que la inserción del individuo en la articulación de la estructura social es la base real de su concreción, el hombre posterior al cambio de estructura social es realmente distinto de su antepasado. Diferenciación pues en el «espacio» y en el tiempo sociales son esenciales al hombre real, al animal social de los filósofos griegos.
Esos filósofos disponían por cierto de una misma palabra para nombrar la agrupación política de los hombres y la agrupación material de sus viviendas. Este uso por el cual «polis» significa, como es sabido, a la vez «ciudad» y «comunidad política» tiene seguramente causas muy poco especulativas como la configuración geográfica de la península helénica y la presencia de grandes imperios en el Asia interior en el momento de la colonización griega. Pero puede sugerir además la siguiente consideración: aunque la comunidad política se llame «estado» y la «ciudad» sea sólo la reunión de las casas, poca duda puede caber de que en nuestras sociedades diferenciadas del modo antes aludido la ciudad misma refleja esa diferenciación: es pues ciudad en los dos sentidos. A todas y cada una de nuestras ciudades pertenecen los barrios residenciales, por ejemplo, y los servicios de transportes cuya óptima y deseada rentabilidad exige cubrir veinte plazas de viajeros de pié por cada viajero sentado. Evidentemente, esas dos creaciones urbanísticas no están hechas para el mismo hombre, y hasta podría decirse que pertenecen a dos ciudades distintas si no fuera que existen tantos lazos entre ellas que la existencia y la peculiaridad de cada una están condicionadas por las de la otra.
El arquitecto y el urbanista deben tener conciencia de ello. En los últimos decenios arquitectos de primera fila que han tenido y tienen también una influencia considerable en las ideas urbanísticas han propugnado repetidamente una »Arquitectura para el hombre» y una «ciudad para el hombre». El primer fruto que la crítica filosófica debe proporcionar a nuestros arquitectos y urbanistas es sin duda modesto, pero sólido: consiste en incitarles a no dejarse arrastrar por el hermoso sonido de esas expresiones humanistas, en hacerles ver la necesidad de preguntar hoy y en nuestra sociedad: una arquitectura, ¿para qué hombre? Una ciudad, ¿para qué hombre? La falta de una conciencia adecuada de sus concepciones abstractas explica el hecho de que en el urbanismo humanista contemporáneo aparezcan tendencias claramente reaccionarias en arquitectura: el olvidar que el hombre para el que se trata de edificar la ciudad futura es el hombre de nuestra civilización y del futuro desarrollo de ella es la causa de que muchas veces se tome por humanismo en urbanística inoperantes nostalgias semicampesinas o semifeudales cuya realización significaría probablemente la renuncia a elementos importantes del progreso moderno.
Algo es ya liberarse de un equívoco, y la crítica del humanismo clásico puede ser útil a arquitectos y urbanistas para liberarse de la equívoca abstracción de programas como el de la «arquitectura para el Hombre» y la «ciudad para el Hombre». Algo es, pero no mucho. Es, sobre todo, menos de lo que resultaría alcanzable si los discursos sobre el Hombre y sobre su Ciudad dejaran de ser equívocos sin tener que renunciar a su ambición de universalidad. Ahora bien: ¿puede un hombre de espíritu científico pensar que haya alguna posibilidad de conseguir ese claro, unívoco sentido para el ideal humanista absoluto o clásico? Una cosa, en todo caso, tiene que estar clara a este respecto: esa posibilidad, si existe, no se ha concretado nunca en ninguna de las instancias sociales realizadas en la historia que conocemos documentalmente. Pero ¿quiere esto decir que la posibilidad en cuestión no exista en absoluto? Para probar lo contrario no bastaría naturalmente con construir una posibilidad pura -es decir, no concretamente sociológica-: desde Platón hasta Savonarola los espíritus más o menos generosos que se han entusiasmado con la posibilidad puramente formal de una comunidad humana tan plena, tan verdadera comunidad que permitiera hablar concretamente de una humanidad, han sucumbido siempre en el fracaso y alguna que otra vez en la hoguera. De esas experiencias suele tomarse pretexto para negar la posibilidad de que expresiones humanistas absolutas, como «arquitectura para el Hombre» o «ciudad para el Hombre» lleguen a tener alguna vez un sentido real, concreto. Esta no es naturalmente ocasión para discutir con detalle un tema que rebasa desmesuradamente el marco de nuestra conversación. Bastan empero pocas palabras para destruir por lo menos la argumentación basada en aquel pretexto: la inexistencia hasta ahora de una sociedad en cuyo seno la diferenciación humana, fundamental, no sea estrictamente económico-social no es en absoluto una base sólida para negar su posibilidad real. Considerando el asunto como cuestión metódica, aquel que no acepte la instancia experimental como única instancia resolutoria de la duda no tiene siquiera derecho a tomar parte en la discusión.
Pero está claro que experimentos e intentos de ese tipo, de cuyo éxito dependería el que pudiera hablarse con sentido pleno de una «arquitectura para el Hombre» y de «ciudades para el Hombre», no están en la mano de arquitectos ni de urbanistas a pesar de lo fundamentales que serían para aclarar la naturaleza de su trabajo y su concepción del mismo. Con esto llegamos por un camino nuevo a uno de nuestros puntos de partida: nadie que quiera verse transparente en su conducta, nadie que aspire a la coherencia racional de su hacer, puede prescindir de reflexionar sobre los últimos condicionamientos y fundamentos del mismo. Todo hombre que piensa sus cosas hasta el final filosofa.
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