El optimismo de los noventa en torno a la globalización ha sido liquidado por los contrastes entre los Estados Unidos, Europa y el Sudeste asiático, de un lado, y, de otro, por las tensiones bélicas de las guerras en Afganistán e Irak.
La fuerte ralentización de la integración internacional no parece, sin embargo, que afloje el impulso hacia una globalización, entendida como una uniformización del mundo, a la que, con todo, tienden tanto el poder de los mercados financieros como la «hegemonía» cultural americana, es decir: el predominio ideológico del individualismo de mercado anglosajón. Ronald Dore da un gran relieve a esta hegemonía, afirmando que ésta influye duramente en el mundo del trabajo y en el cambio social; ello es así tanto con la primacía de la America way of life y del Consenso de Washington, como con el poder de los media, de las armas y, en menor medida, de la economía, aunque -como el mismo Dore hace notar- haya disminuido tras el ataque a Irak.
El predominio ideológico del individualismo de mercado va más allá de la macdonalización: baste recordar que, durante años, instituciones como el Fondo Monetario Internacional y la Banca Mundial han impuesto a otros países una serie de condiciones y comportamientos de mercado que los gobiernos norteamericanos no respetan en su propio país. Y también va más allá de la cantidad de mánagers que han ido a los Estados Unidos para aprender a gestionar la economía y las empresas; de hecho una gran parte de las élites políticas como, por ejemplo, la española se han formado en las business school americanas, y estando cercanos al Financial Times, Wall Street Jornal y Economist se abonan también al Business Week…
El individualismo de mercado se propone como «pensamiento único del verdadero capitalismo» los objetivos del capitalismo estadounidense. Baste citar la referencia de los neoconservadores a la duración de la jornada laboral: «nosotros, americanos -afirma el Weekly Standard- tenemos muchos más bienes porque trabajamos más que vosotros, europeos, que en Francia y Alemania habéis inventado la semana de 35 horas». Aunque en base a esa lógica los americanos tendrían que trabajar todavía más para intentar vivir por encima de sus propias posibilidades y seguir endeudados con el resto del mundo… Mientras el «verdadero» capitalismo propone su propio individualismo, el capitalismo real muestra diferencias geopolíticas que desmienten las ideas marxistas y liberales que hablan de un sistema uniforme, ya que en el mundo coexisten, entre los grandes partners, modelos sociales diferentes, mientras otros se alinean entre los países emergentes como China y la India.
La señal más llamativa del individualismo de mercado es la homologación lingüística, porque esencialmente amplia una secular preeminencia imperial anglosajona. Ello hace incluso añorar el esperanto como una ocasión fallida para el movimiento de los trabajadores: incluso el apasionado internacionalismo de dos intelectuales cosmopolitas como Marx y Lenin se circunscribió a poco más allá de las lenguas alemana y rusa.
El soft power del individualismo de mercado y el hard power de los mercados financieros pueden influir en la regulación-desregulación del trabajo y los mercados de trabajo a nivel global. Baste pensar en el tipo software made in India, para muchas empresas americanas, o las trece mil empresas creadas en Rumanía por los empresarios italianos. O en los trabajadores migrantes, pero también en los nativos. Ello subraya la importancia del derecho del trabajo y de todas las instituciones que, a nivel mundial, pueden promover investigaciones y poner en marcha directivas estándar y convenios correctos, empezando por la OIT: además de su esfuerzo contra el trabajo infantil, bastará con citar importantes intervenciones recientes sobre los derechos de los trabajadores con relación a inversiones extranjeras y a las transferencias de producción y empresas, con o sin trabajadores.
Dore invita justamente a no infravalorar los poderes que siguen teniendo los Estados nacionales, incluso cuando ceden soberanía a instituciones supranacionales como la Unión Europea, cuyo «gobierno» y el propio Parlamento han prometido leyes sobre los siguientes asuntos: el trabajo temporal, el horario de trabajo, trasferencias a las empresas, video terminales, teletrabajo, mobbing… Una contraprueba de la soberanía viene desgraciadamente del Reino Unido donde, a pesar del gobierno laborista, el individualismo de mercado anglosajón ha obstaculizado las reducciones de los horarios de trabajo. Una prueba de soberanía supranacional viene de la Corte Europea de Justicia que recientemente ha condenado a Italia que había consentido a partidos y sindicatos a aplicar a los trabajadores menores una serie de tutelas contra los despidos.
Ciertamente, los sindicatos son indispensables, ya sea a nivel nacional como internacional, para impedir que los cambios del trabajo reduzcan la protección de los trabajadores y con el objeto de permitir que las nuevas formas de empleo tengan una adecuada tutela. Por otra parte, si los sindicatos en Occidente muestran señales de declive, en los países emergentes parecen recorrer velozmente la historia de las organizaciones de los trabajadores. Cierto, su influencia está políticamente amenazada por la de los empresarios que las consideran costosas, incluso cuando tienen necesidad de ellas para obtener consenso social. Pero dicha influencia está amenazada de una manera más insidiosa cuando las modificaciones de la estructura y de funcionamiento descomponen las fábricas y reducen las dimensiones de las empresas. En realidad, mientras se restringen los tradicionales deseos de tutela para el trabajo fordista, se expanden nuevas necesidades para el trabajo de naturaleza posfordista. Respecto al pasado, los sindicatos deben estar más cerca de los trabajadores, a los que deben proteger no sólo con los derechos colectivos sino también con individuales, y deben hacerlo sobre los mercados laborales no menos que en los centros de trabajo. Sobre todo, los sindicatos pueden ofrecer alguna ayuda incluso a quien podría protegerse a sí mismo gracias al poder que tiene en el mercado.
Por otra parte, los cambios del trabajo son tales que, para defender a los trabajadores, no basta aferrarse a las protecciones del pasado, sino que es necesario diseñar con realismo soluciones legislativas y contractuales adecuadas. (Dore critica el gobierno de centro-izquierda que, en Italia, introdujo las primeras formas de trabajo flexible. Pero estas medidas, después de años de freno al empleo crearon dos millones de puestos de trabajo; ahora temo que las leyes recientemente aprobadas por el gobierno Berlusconi crearán, sin embargo, muy pocos empleos y sí mucha precariedad) Una aproximación realista también es necesaria para combatir las desigualdades económicas y el dumping social, haciendo posible la globalización de los mercados. Por ejemplo, respecto al mezquino proteccionismo del sindicato norteamericano AFL-CIO, es preferible la vieja arma del boicot, temida por empresas multinacionales como la Nike.
Las raíces del cambio del trabajo En estos inicios del siglo XXI, los cambios del trabajo son una parte del cambio social y recuerdan la «gran transformación» que estudió Karl Polanyi y evocada por Dore; o sea, la que, en el siglo XIX, había hecho nacer en el Reino Unido el mercado de trabajo, el trabajo asalariado y la producción industrial. Pero también recuerdan la que en el siglo XX introdujo en los Estados Unidos el scientific management, l’assembly line y la producción en masa. Los cambios que distinguen estas tres épocas de la historia del trabajo no pueden tener raíces directas en agentes y eventos como las victorias del neoliberalismo o en los gobiernos Thatcher-Reagan por la sencilla razón que los trascienden.
Sin embargo, las raíces de los cambios no son las innovaciones tecnológicas o la expansión de los mercados, sobre los cuales pueden incluso influir; por otra parte, estas dos variables explican así tantas cosas que corren el peligro de no aclarar nada. Cuando digo esto, no disminuyo, sino que enfatizo el alcance de los cambios, cuyas raíces son más prosaicas y más potentes que los gobiernos y las ideologías. En las tres épocas ha existido una transición histórica de un modelo de producción y de consumo a otro; y el trabajo ha cambiado, ante todo, porque han cambiado las estructuras y el funcionamiento de las empresas.
La última de estas transiciones se compendia en el modelo posfordista. Como todo el mundo sabe, la cosa empezó en Japón, un país que ha hecho escuela, aunque Ohno y Deming no son unos padres tan nobles como Taylor y Ford. En el extranjero nadie copió enteramente el «modelo Toyota» que, por otra parte, está ligado a las tradiciones culturales y al sistema social del Japón. Pero todos sacaron sus conclusiones, como lo hicieron en su día con relación al scientific management. Entre los primeros que «tomaron en serio al Japón» fueron los fabricantes norteamericanos del automóvil, rodeados de los compact car que se producían bajo sus mismas narices con métodos nuevos.
Todavía sigue el curso de esta tercera gran transformación. Para refundar las relaciones con el mercado y pasar «de la escala al objetivo», millones de empresarios y mánagers han renunciado a la rigidez del fordismo, desestructurando y reconstruyendo las empresas para hacerlas más ágiles, más flexibles. Después de un siglo, el proceso de integración, realizado verticalmente dentro de las empresas, ha invertido su rumbo para realizarlo horizontalmente entre las empresas. Por ejemplo, la Fiat, de Melfi, fabrica ella el 7 por ciento de los componentes, mientras que hace veinte años la cosa llegaba al 35 por ciento.
La idea Toyota -el genoma del posfordismo- no fue otra que la de responder a la condensación del mercado local, diversificando y «personalizando» la oferta. El poder del mercado de cada cliente particular no ha crecido mucho pero sus opciones inciden más directamente sobre los flujos de producción, creando una variabilidad de la demanda y una elasticidad operativa que no tiene precedentes. La turbulencia de los mercados es tal que, con respecto al pasado, muy pocas empresas tienen pedidos a un año vista. Las preocupaciones y las esperanzas para el trabajo tienen, pues, sus raíces en un mecanismo de adaptación que se estimula por sí mismo y que constituye un ulterior estadio de la producción capitalista como «producción de necesidades», para decirla con Marx.
Todo ello ha hecho tumultuosa la demografía de la empresa, la favorita también de la globalización de los capitales. Ha aumentado el número y ha disminuido el tamaño de los lugares de trabajo, donde se encuentran por todos los sitios fragmentos de trabajo y personas que trabajan con horarios complicados o en horas insólitas o sin horarios porque trabajan en sus casas particulares. Incluso hasta los grupos que han surgido tras una determinada fusión se organizan en un conjunto de empresas de menores dimensiones que antaño. Todo eso ha redimensionado los peores aspectos del trabajo fordista que lo hacían, preestablecido de antemano, repetitivo y monótono, exigiendo modalidades y relaciones de trabajo flexible. Junto al trabajo a tiempo pleno y de duración indeterminada, las empresas utilizan formas diversas de empleo que hacen temer que el job se precarice, que se ataquen los derechos y que se amenace la personalidad del trabajador.
No obstante, hay una mejora además de la disminución de la fatiga: el siglo XX que se inició con el apotegma de «no se os paga por pensar», ha acabado con el eslogan de «la calidad depende de vosotros». De hecho, las competencias y prestaciones que se exigen a los trabajadores están menos masificadas porque las empresas, en especial las nuevas, privilegian el trabajo en equipo y el de tipo individual tal como reclama la producción en una serie de pequeños lotes. Ello desplaza sencillamente el es la orientación: «de la empresa al grupo» (como señala Capelli), incluso involucrando, todavía más, a la gente, generalmente sin una recompensa, ni siquiera con stocks options.
No obstante, ello cambia el modo de trabajar, como demuestra la investigación Epoc, de la Federación Europea de Dublín: el modelo japonés enseñó, precisamente, de qué manera se podía usar mejor las capacidades de los trabajadores uniendo producción sencilla just in time y cooperación del trabajo polivalente. Por lo general, los contenidos del trabajo tienden a convertirse en más cognitivos, cooperativos y polivalentes, incluso en ciertas actividades estandarizadas. En el posfordismo hay todavía mucho fordismo, de manera que las novedades son ambiguas, baste pensar en los call center o en los supermercados. En el siglo XX, sin embargo, estudiábamos la opresión que era propia de la monotonía y de la repetición, mientras que ahora hemos de estudiar el ansia generada por la variabilidad y la incertidumbre que provocan estrés al trabajador y no tanto cansarlo. Ayer los síntomas eran la rigidez y el aburrimiento, hoy lo son el frenesí y la variabilidad. Muchos sufrían la nivelación y la masificación de las tareas que hoy, empero, cambian en prisa, crecen de prisa, evolucionan de prisa. De prisa.
Algunos afirman que la mayor autonomía «individualizará» el trabajo, pero esto es un wishful tinnking como aquel que hablaba del «fin del trabajo asalariado»: la autonomía en el trabajo crece en un sentido funcional, no total. Quien trabaja tiene muchos más medios y modos para funcionar, pero lo hace dentro de una red de vínculos –información, procedimientos, señales– más férrea que la «jaula de acero» de la que hablaba Max Weber. Las nuevas tendencias no deben sorprender: el siglo XX no podía ser el último ni el mejor de la historia del trabajo.
Riesman describió el prefordista siglo XIX como la era del individuo self-directed y el siglo paasado como la era del individuo ofher-directed. Hoy, el posfordismo persigue al consumidor y cautiva al trabajador en tanto que particulares y les propone un modelo débil de self-direction; quizás trabajar con más autonomía y (por ello) con más responsabilidad consiga más opciones y más valoración. El individualismo de mercado involucra al productor y al consumidor, reflejándose el uno y el otro apasionadamente. Se podría establecer la hipótesis de que el posfordismo comporta un trade-off favorable a los precios y a costa de los salarios, aunque ello traicione la receta ford-keynesiana, es decir, aquella que afirmaba que «en cierta medida nuestras ventas dependen de los salarios que pagamos».
Los contenidos del trabajo posfordista hacen pensar que su calidad tiende a mejorar, de manera que no tenemos razones para añorar los tiempos pasados. Sin embargo, las relaciones del trabajo posfordistas hacen temer que la tutela de los trabajadores tienda a empeorar y, de ahí, que haya mucho que lamentar. En definitiva, la empresa tiene más necesidad de los trabajadores, pero se preocupa menos de ellos, y esta contradicción explica los contradictorios juicios sobre el posfordismo.
Nuevas tutelas para el trabajo posfordista El trabajo estimula hoy preocupaciones, sobre todo, porque comporta mayores probabilidades y/o frecuencia de esfuerzos discontinuos que obstaculizan la acumulación de experiencias y hacen incierta la recolocación profesional, tortuosas las carreras profesionales y casi imposibles los proyectos de vida; incluso se convierte en algo complicado eso de conseguir préstamos. Hablando en general, este es el escenario de la precariedad de muchos jóvenes que inculpan al trabajo flexible porque genera inseguridad. De aquí las lamentaciones por un pasado en el que los empleos eran más estables, en especial en aquellos países, sectores y empresas donde las leyes, los convenios o los pactos daban mayor certidumbre.
Sin embargo, la prioridad que se da al empleo por tiempo indefinido no ha sido abandonada hasta tal punto que todos los documentos de la Unión Europea definen «normal» dicha modalidad, mientras que el porcentaje de los empleos por tiempo determinado con relación al total varían mucho de un país a otro: en Europa se va del 10 por ciento italiano al 32 por ciento español. No sólo por razones de conveniencia, ya sea en términos de «capital humano», ya sea de fiabilidad de las prestaciones, empresarios y mánagers emplean muchos menos trabajadores temporales que estables, tal como refiere Dore, que de manera correcta no hace derivar el final del trabajo de por vida como consecuencia de las mayores discontinuidades de los trayectos laborales.
Pero el cambio sigue siendo significativo. En el pasado siglo, taylorismo y fordismo abrieron nuevas perspectivas de trabajo a las empresas mediante el modelo de producción y consumo basado en la producción en masa y las economías de escala. Los ingredientes de Taylor fueron el scientific management y la one best way; los modelos de Ford fueron la assembly line y los salarios de cinco dólares diarios. No obstante, para conquistar y ampliar los mercados no bastaba que los aprovisionamientos fueran constantes, los productos estandarizados y la producción regular: se necesitaba que la aportación de la fuerza de trabajo fuera estable, asidua y disciplinada. Así, en varios países, se introdujo por ley el contrato de trabajo a tiempo indefinido que, en la Italia fascista de 1926 substituyó el Código civil de 1865, según el cual se podía trabajar al servicio de otros «a tiempo»; es decir, los trabajadores, como una forma de skilled, podían irse libremente dando lugar a un sustituto, lo que enojaba a los empresarios. Así pues, no debe extrañar que el trabajo por tiempo indefinido suscitara malhumores.
Dore recuerda el pasaje juvenil en el que Marx y Engels esbozan un bucólico escenario de polivalencia profesional, tal como diríamos hoy. Pero todas las utopías del trabajo prometieron muchas vidas laborales, ya sea mediante una opción personal o por necesidades sociales: solamente encontramos empleos de por vida en las llamadas «utopías negativas», como las de Butler, Zamiatin, Huxley, Bradbury… Por cierto, en un libro de 1860, el primer obrero que llegó a ser diputado en Francia, Antime Corbon, contó que un compañero suyo que, en los Estados Unidos trabajó como tipógrafo, había tenido muchos oficios y decía con entusiasmo: «Así me siento menos molusco y más hombre», Y en un famoso best-seller de 1883, Auguste Bebel ilustró el programa de la socialdemocracia alemana, de la que era su máximo dirigente, defendiendo como un deseo de la naturaleza humana «la libertad de opción y de cambio del empleo para el armónico perfeccionamiento del hombre». De manera que cuando se convirtió en normal el empleo estable y excepcional el de tipo temporal, se operó un auténtica ruptura de la tradición que parecía reequilibrar la asimetría entre trabajo y capital, aunque ello no evitara la gran crisis y el importante desempleo durante la segunda y tercera décadas del siglo pasado. Pero aquella ruptura aseguraba a los empresarios una fidelidad duradera y a los trabajadores una dependencia garantizada; y, aunque para algunos el trabajo de por vida fue una suerte, para otros se convirtió en una desgracia.
El intercambio resarcido entre subordinación del trabajo y estabilidad en el trabajo -que llamaré «compromiso fordista»- era un modelo de regulación indispensable en la gran empresa para la producción en masa, que dio al siglo XX una inmensa fuerza tanto constructiva como destructiva. Hoy, la producción en serie de pequeños lotes reduce la exigencia de subordinación y de estabilidad en el empleo, cuya cantidad y calidad deben adaptarse más y mejor que ayer a la dinámica de los mercados, a la evolución de los productos, a los turnos de las empresas, al progreso de las tecnologías y a las novedades del saber.
El posfordismo tiene necesidad de flexibilidad en todos los terrenos creando tantas diversidades que el mundo del trabajo ya no se parece al sistema unitario que se creó con el fordismo alrededor de la gran industria. Por ejemplo, crecen aquellos itinerarios laborales donde las competencias, en el ámbito de la empresa, se analizan según la tradición europea (y en gran parte japonesa) de la movilidad social en el puesto de trabajo, mientras en otras categorías laborales crecen otras modalidades, siguiendo la tradición americana, esto es, entre diversos puestos de trabajo.
Ahora bien, las tutelas de ayer estaban pensadas para otro trabajo y otros trabajadores. De hecho, los sistemas de Estado de bienestar garantizaban que la continuidad en el empleo no estuviera amenazada por las crisis de las empresas y de la inexperiencia de los patronos. Sin embargo, hoy, el welfare debe garantizar que nadie pierda derechos y que no se pierda ningún derecho por la discontinuidad en el empleo. Cuando Marshall escribió «un hombre que ha perdido su trabajo, ha perdido su pasaporte para la sociedad» suscitó una cuestión de la ciudadanía del trabajo. La que hoy se vuelve a proponer con toda fuerza. En efecto, una vida laboral más flexible no puede romperse cuando se pasa de un empleo a otro, de un trabajo asalariado al autónomo. O viceversa.
Quien es más móvil no puede estar menos protegido ni más penalizado: debe ser recompensado, también, porque ofrece al sistema la versatilidad que se reclama. Este principio es fundamental para una protección social que ponga al día las tutelas de ayer sin renunciar al camino histórico de la solidaridad y la igualdad. El posfordismo parece proponer a los asalariados un trabajo de calidad y una participación responsable. Estas podrían ser las bases de un compromiso social a la altura del fordismo. Pero no está escrito que los empresarios y los managers sepan proponer la participación que se necesita. De hecho en muchas empresas se ven pocas trazas de ello. Tawney ha escrito: «Es ocioso esperar que los hombres den lo mejor de ellos a un sistema en el que no confían o que tengan confianza en un sistema que no controlan de ningún modo».
Las preocupaciones por los cambios del trabajo Preocupaciones y esperanzas por el trabajo han acompañado las tres «grandes transformaciones» del trabajo. La primera revolución industrial pareció poner en duda la confianza en la ciencia porque se temía que el sistema de fábrica podría embrutecer las facultades mentales. Ello preocupó a los más fervientes fautores de la industria como Ferguson, Smith y Owen. Las novedades que lucidamente analizaron Hegel y Marx fueron denunciadas también por Carlyle, Tocqueville e incluso por Schiller. Se decía: la división del trabajo «expresa pobreza, ignorancia y despilfarro». Las operaciones repetitivas «no desarrollan la inteligencia ni la inventiva». La habilidad del trabajador «está cada vez más limitada» y se convierte «en un apéndice de la máquina»; su personalidad «se degrada hasta una extrema estrechez»; la industria crea «un trabajador sin alma, aunque más rápido»; la personalidad del hombre «se degrada poco a poco, aunque el obrero se perfecciona»; el hombre «se convierte en un fragmento».
Movimientos sociales, organizaciones obreras y legisladores concienciados reaccionaron y consiguieron las primeras medidas protectoras. Y cuando el sistema de fábrica se consolidó, Veblen notó que los influjos que surgían de ciertos hábitos tenían consecuencias positivas. Era así en términos de exactitud porque estimulan una «percepción cuantitativa» y en términos de lógica porque generan una «comportamiento causal».
En el siglo XX se dio otra «gran transformación» que fue menos dramática, aunque más profunda cuando el trabajo se predeterminó mediante normas científicas, tal como fue inmortalizado por Chaplin en «Tiempos modernos».
Se temía que la tecnología industrial disgregase y despersonalizase el trabajo. En efecto, aquel modo de trabajar se adaptaba más a llenar la jornada laboral y colocar más productos en el mercado, pero mostraba una antropología tosca como hicieron notar sociólogos famosos. Thomas y Znaniecki escribieron que conducía a una «degeneración gradual y segura del género humano»; Friedmann denunció «el menosprecio de la manera de funcionar del trabajo físico y mental del organismo»; Walker y Guest analizaron los efectos alienantes del trabajo que exige una «atención mental superficial»; Braverman habló de «degradación del trabajo»… Por estas razones la acción colectiva de defensa de los trabajadores consiguió fundar los sistemas de protección social.
Pero, por otro lado, la genial filósofa Simona Weil, después de una durísima experiencia laboral, alabó la «geometría del trabajo» que expresaba la industria; De Man, estudioso y dirigente socialista, dijo que las máquinas «traían consigo mayor iniciativa e inteligencia»; Gramsci, muerto en las cárceles fascistas, escribió que el fordismo era «el mayor esfuerzo para crear un nuevo tipo de trabajador y de hombre, indudablemente superior»; el filósofo Marcase hizo notar que «los individuos son expoliados de su humanidad no por constricciones externas sino por la misma racionalidad de su vida».
Hoy, la fábrica ha perdido el aspecto dominador y subyugante, mientras que la tecnología ha liberado al hombre de las tareas penosas. Los miedos vienen hoy del mercado. Boltanski, Chiapello y otros temen que la flexibilidad del trabajo introduzca mayores desigualdades sociales y debilite el estatus del trabajador. Richard Sennett compara dos vidas y piensa que, respecto al padre, el carácter del hijo corroerse por la discontinuidad de los empleos. Lo que, por otra parte, considera positivo.
Bien, quien se pregunte sobre el tipo de trabajo que surgirá tras la tercera «gran transformación», le contestamos que ello dependerá, tal vez, de cómo se verán defendidos los trabajadores.
(Quaderni di Rassegna sindícale-Lavori. Núm l, enero-marzo de 2004) |