Hace aproximadamente un mes, nada más pactar el Eurogrupo la creación de ese simulacro de presupuesto para la Eurozona al que ha designado con el nombre pomposo -en la Unión Europea todo es pomposo- de Presupuesto para la Competitividad y la Convergencia (BICC, por sus siglas en inglés), me propuse comentarlo en estas páginas. La […]
Hace aproximadamente un mes, nada más pactar el Eurogrupo la creación de ese simulacro de presupuesto para la Eurozona al que ha designado con el nombre pomposo -en la Unión Europea todo es pomposo- de Presupuesto para la Competitividad y la Convergencia (BICC, por sus siglas en inglés), me propuse comentarlo en estas páginas. La acumulación de noticias, muchas de ellas si no más importantes, sí más coyunturales y, por lo tanto, con mayor probabilidad de quedar desfasadas, me ha inducido a posponer la tarea hasta este momento.
En realidad, a quien haya seguido la historia de la Unión Europea no le puede causar sorpresa (en contra de lo que decía el editorial del diario El País el pasado 12 de octubre) lo acordado. Sigue la tónica de todas las reformas. La trayectoria siempre es la misma. Primero son muchas las voces que plantean la conveniencia, cuando no la necesidad. A continuación, se origina una enorme oposición por parte de algunos países, principalmente los del Norte, y al final se llega a un acuerdo a base de descafeinar la medida, de manera que solo permanezca el nombre. Buen ejemplo de ello lo constituye la Unión Bancaria, que ha quedado reducida a transferir las competencias de inspección y liquidación de algunas entidades financieras (solo de algunas), pero ni hablar de que los costes de las futuras crisis bancarias se asuman por el conjunto de la Eurozona. Ni siquiera ha prosperado, ni prosperará, el Fondo de Garantía de Depósitos europeo, y si se crea alguna vez será con condiciones tales que esté ausente todo factor de mutualización, es decir, cualquier asunción colectiva de las pérdidas.
De una manera o de otra, las reformas que a menudo se plantean, y que serían totalmente necesarias para el funcionamiento correcto de la Eurozona, o son rechazadas o se desnaturalizan, de modo que lo que se acuerda no tiene nada que ver con lo propuesto, ni con el nombre que se le asigna, pero sirve para que los botafumeiros de la Unión Europea echen las campanas al vuelo y alaben la enorme, según ellos, conquista conseguida. Los mandatarios internacionales resultan a menudo patéticos, especialmente los del Sur, cuando al terminar una cumbre comparecen ante la prensa cantando victoria y encomiando lo mucho conseguido. Y al mismo tiempo no tienen más remedio que reconocer que faltan todos los elementos esenciales para que la medida funcione; pero ellos parecen no darle a esto ninguna importancia, se conforman con el nombre.
Macron se presentó como el salvador del euro, jactándose de que había convencido a Merkel -y por lo tanto a los países del Norte- de la necesidad de crear un presupuesto para la Eurozona, y España se subió al carro proponiendo un Seguro de Desempleo Comunitario. Pues bien, la montaña parió un ratón. Y, sin embargo, tanto el ministro de Hacienda francés como la ministra de Economía española se mostraron muy contentos con el roedor. Nadia Calviño, ese portento, según el presidente del Gobierno, columna y baluarte para afrontar la próxima crisis, ha manifestado que se han conseguido todas las reivindicaciones que planteaba España: que el presupuesto fuese anticíclico, redistributivo, y que la percepción de los recursos no estuviese sometida a reformas ni ajustes especiales. No obstante, nada dice acerca de su escasa cuantía, factor que invalida todos los demás. El futuro presupuesto nace con 13.000 millones de euros, lo que representa el 0,01% del PIB de la Eurozona. Con esa cantidad es imposible que pueda tener alguna efectividad, tanto más cuanto que no se va a nutrir con fondos nuevos, sino que estará incorporado al Marco Financiero Plurianual (MFP) para el periodo 2021-2027.
Dos son las finalidades principales que debe cumplir el presupuesto de cualquier Estado, y se supone que son las que debería cubrir también un verdadero presupuesto de la Eurozona: instrumentar una política anticíclica y ejercer una función redistributiva. Y ambas son totalmente imprescindibles para que la Eurozona pueda mantenerse.
Draghi viene avisando desde hace tiempo que la política monetaria ha dado de sí todo lo que podía dar y que precisa ser complementada por la política fiscal. El hasta ahora presidente del BCE no solo ha recomendado que las naciones con margen presupuestario, como por ejemplo Alemania u Holanda, pongan en marcha políticas expansivas, sino que antes de dejar el cargo ha insistido en la necesidad de que se crease en la Eurozona un instrumento global capaz de aplicar políticas anticíclicas. Se sumaba así a las múltiples voces que venían remarcando que una moneda única necesita la unión fiscal, es decir, un presupuesto comunitario.
Resulta, sin embargo, imposible que el proyecto aprobado el mes pasado por el Eurogrupo pueda cumplir este objetivo. Solo el 20% de su dotación, 3.400 millones de euros, podrá dedicarse a esa función anticíclica, esto es, tan solo un 0,003% del PIB de la Eurozona. Para ser conscientes de la insignificancia de la cifra y de su inutilidad en momentos de crisis nada mejor que compararla con las cantidades empleadas en la pasada recesión en los rescates de países con dificultades: Grecia, 273.000 millones de euros; Portugal, 78.000; Irlanda, 85.000; España, 41.000; etc.
La otra función sustancial de cualquier presupuesto es la redistributiva, que sirve para corregir las desigualdades generadas por el mercado y derivadas de toda unión monetaria. El euro nació con esta básica carencia, que ha puesto siempre en duda su viabilidad. De ahí, la necesidad de crear en la Eurozona un presupuesto que asuma esta función. Pero lo acordado por el Eurogrupo es una broma de mal gusto, incapaz también de cumplir este objetivo. En primer lugar, y principalmente, por lo ridículo de su cuantía, pero, por si esto fuese poco, por las normas establecidas de funcionamiento, que dejan reducido al mínimo su potencial de cohesión territorial.
Aun cuando en principio pudiese pensarse que, tal como se ha diseñado, el BICC tiene una finalidad redistributiva, ya que el 80% se repartirá entre las naciones atendiendo a la población y a la renta per cápita, enseguida se llega a la conclusión de que tal disposición queda casi compensada y anulada por el hecho de que ningún país pueda recibir menos del 70% de lo aportado y, además, cada proyecto debe ser financiado en un 25% por los presupuestos nacionales. España y Francia han presentado como un gran triunfo frente a Holanda y Austria que se reduzca a la mitad (12,5%) la cofinanciación de los Estados que se encuentren en dificultades. Ciertamente poca cosa, y menos aun cuando se estipula que la rebaja en la aportación del presupuesto nacional no debe compensarse con un incremento en la parte financiada por el BICC.
Como se puede observar, lo pactado por el Eurogrupo poco tiene que ver con las primeras promesas lanzadas a bombo y platillo por Macron, ni con los planteamientos que el Gobierno de España venía realizando, agarrado al estribo de Francia. No obstante, al terminar la reunión todos se mostraron muy satisfechos. El ministro de Economía y Finanzas francés, Bruno Le Maire, habló del importante paso dado y de que los socios del euro debían estar orgullosos del acuerdo alcanzado tras las difíciles discusiones. Nuestra ministra de Economía afirmó que se encontraba francamente satisfecha, y que lo conseguido responde plenamente a los objetivos que se había marcado España. El que no se contenta es porque no quiere.
En su afán por cantar las excelencias del Gobierno de Pedro Sánchez, el diario El País publicó dos días después del acuerdo, el 12 del mes pasado, un editorial que debería pasar a los anales como ejemplo de estulticia y sectarismo. Apareció con el subtítulo «El pacto para el nuevo presupuesto es excelente, pese a su escasa cuantía». Es como si alguien dijese «tengo un trabajo magnífico pese a que el salario mensual es solo de un euro». Las flores que el editorial echa al proyecto resultan tanto más extravagantes cuanto que poco después reconoce que no entrará en vigor hasta 2021, y aun después de este año, según afirma, «la cuantía inicialmente contemplada, en el entorno de los 17.000 millones de euros para todo el periodo, es extremadamente modesta e insuficiente para afrontar, por ejemplo, una crisis de un empaque similar a la de 2008. Si se repitiese pronto y en esos mismos términos, habría que echar mano, como entonces, de otras medidas de urgencia para afrontarla y de los nuevos instrumentos ya operativos (BCE, fondo de rescate)».
¿Alguien puede pensar en serio que ante una nueva recesión sería posible emplear las mismas medicinas que en 2008? El propio BCE ha manifestado que la política monetaria no da más de sí, y todo indica que los países a los que ya se sometió a durísimos ajustes no resistirían de nuevo la misma terapia. No resulta creíble que las poblaciones de Grecia, Portugal, España, e incluso de Italia y de Francia, estuviesen dispuestas a tolerar devaluaciones internas como las de los años pasados, sobre todo cuando muchos de los efectos de la anterior crisis permanecen vivos (endeudamiento público, desempleo, bajos salarios, situación social y política etc.).
Los españoles, sin embargo, no tenemos por qué preocuparnos. El candidato del PSOE ha encontrado la piedra filosofal, la receta para solucionar el problema, poner de Vicepresidenta económica a la actual ministra de Economía. Todo arreglado. Pedro Sánchez debe de creer que en Economía los problemas se solucionan como en política, a base de postureo. Bien es verdad que ese mal no es privativo de Sánchez. La falta de consistencia se ha instalado en España en el discurso económico de todos los partidos. Ya el 4 de abril pasado publiqué en este diario digital un artículo titulado «La insufrible levedad de los discursos económicos de las formaciones políticas» [1]. Creo que lo allí dicho mantiene toda su vigencia, en especial la amnesia que afecta a nuestros políticos acerca de las limitaciones que impone la Unión Monetaria. El peligro consiste en que los hechos futuros nos los tengan de nuevo que recordar de forma traumática.
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