Hay un parquecito aquí donde vivo al que dan sombra dos olivos centenarios. Acarician sus ramas ocho estatuas de bronce de niños y niñas que juegan a la pelota, a piola, a la rueda y al pilla. Pareciera que el escultor nos invitara a la infancia, a juegos desaparecidos si no han sido mercantilizados. Las […]
Hay un parquecito aquí donde vivo al que dan sombra dos olivos centenarios. Acarician sus ramas ocho estatuas de bronce de niños y niñas que juegan a la pelota, a piola, a la rueda y al pilla. Pareciera que el escultor nos invitara a la infancia, a juegos desaparecidos si no han sido mercantilizados.
Las elites globales y locales también juegan su juego, el del Mercado. El Planeta es el lugar donde se desarrolla la partida y nosotros, los seres humanos, los animales y el medioambiente los objetos del juego. Quien más objetos acapare será el triunfador. Se pueden destruir objetos en guerras, por enfermedades, por hambre, por infelicidad, por frustraciones colectivas o individuales. Se pueden destruir continentes como África, siempre que no se destruyan sus materias primas. Se pueden envenenar acuíferos como el de la mina de las Cruces en Sevilla, que daría agua a sus habitantes en tiempos de sequía o el propio río Guadalquivir.
Para jugar a este juego es importante no tener escrúpulos, ni corazón, ni sentimientos nobles. Se permite poner y quitar dictador según vaya la partida, hoy amigo mañana enemigo. Se pueden comprar parlamentos, presidentes y expresidentes (si se dejan) e imponer la energía nuclear mientras estalla Chernóbil o Japón.
Las reglas del Mercado son claras, todo vale y vale todo mientras el juego no se pare.
Como habrán podido notar ustedes, en este juego pierden muchos y a un precio muy alto, y ganan muy pocos. ¿Y si rompemos la baraja?
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