En la forma en que el Estado afronta la sangría del fraude fiscal se verifica, como en ningún otro campo de las políticas públicas, la contradicción más trágica entre lo que se declara y lo que se hace. No hay gobierno, cualquiera que sea su signo político, que no proclame su férrea voluntad de combatir la […]
En la forma en que el Estado afronta la sangría del fraude fiscal se verifica, como en ningún otro campo de las políticas públicas, la contradicción más trágica entre lo que se declara y lo que se hace. No hay gobierno, cualquiera que sea su signo político, que no proclame su férrea voluntad de combatir la elusión y evasión de impuestos; pero tampoco ha habido gobierno aún, al menos en nuestro país, que en cumplimiento de tan honrosa voluntad haya hecho mucho más que emitir proclamas y declaraciones de buenas intenciones.
El actual gobierno socialista se mostró desde el principio muy fértil en lo que a producción literaria sobre esta materia se refiere. En el año 2005 se aprobó el Plan de Prevención del Fraude Fiscal, que fue revisado en 2008, y en su cumplimiento se acometieron diferentes reformas legislativas, entre las que destaca la Ley 36/2006, de 29 de noviembre, de medidas para la prevención del fraude fiscal. El pasado 5 de marzo, el Consejo de Ministros, atendiendo uno de los mandatos del Plan E, aprobó un nuevo proyecto que agrupa medidas de prevención del fraude fiscal junto al control del fraude laboral y a la Seguridad Social. A lo que habría que sumar los planes anuales de control tributario (el de este año se publicó en el BOE del 19 de enero), con los correspondientes planes parciales de las áreas de Inspección fiscal, Gestión tributaria, Recaudación y Aduanas.
Es decir que por falta de planes no hemos de llorar. El inconveniente estriba en que la cantidad de papel escrito no se ha transformado en una cantidad equivalente de detección de fraude ni en un aumento significativo de los ingresos públicos. O, dicho de otra manera, que con los gobiernos socialistas la distancia entre palabras y hechos a que aludíamos antes puede medirse al peso.
Injusto sería negar que algunas medidas han resultado útiles, o pueden llegar a serlo cuando su aplicación sea efectiva. Tal es el caso, por ejemplo, de la existencia de nuevos supuestos de responsabilidad legal por colaboración en el alzamiento de bienes, o por la participación en tramas organizadas de fraude y blanqueo de capitales (el llamado «levantamiento del velo»), o la supresión de la audiencia previa en la remisión de expedientes de delito fiscal al Ministerio Público, que concedía un incomprensible privilegio a los defraudadores a Hacienda sobre los demás delincuentes.
Sin embargo, el balance final es desalentadoramente pobre, y nada tiene que ver con la evaluación optimista del gobierno, que ni comparten los ciudadanos, si hemos de creer en algo las encuestas de opinión, ni los propios técnicos de la Agencia Tributaria, a los que ni este gobierno ni ninguno de los anteriores tienen por costumbre preguntar para estos menesteres. Constituye una escandalosa paradoja que, disponiendo de profesionales excepcionalmente capacitados en la Administración Pública, los gobiernos prefieran acudir para sus proyectos de lucha contra el fraude al consejo de consultoras o «colaboradores» privados, no muy lejanos a menudo de grupos empresariales que no se distinguen por su entusiasmo cívico en materia fiscal. De hecho, en ninguno de los numerosos planes aprobados hasta la fecha se ha recogido ni una sola de las propuestas estratégicas de los Inspectores ni del cuerpo de Técnicos de la Hacienda Pública, grupos profesionales a los que se acostumbra a tratar con un desdén digno de mejor causa.
Del nuevo plan aprobado por el Consejo de Ministros, la mayor virtud es el compromiso de coordinar las labores de investigación y control de la Tesorería General de Seguridad Social, la Inspección de Trabajo y la Inspección de Tributos del Estado. Contiene algunas previsiones indiscutiblemente acertadas, como la puesta en común de las bases de datos de actividades económicas de la Tesorería General y la Agencia Tributaria, y nuevas posibilidades, bien que no muy contundentes, de presión sobre los defraudadores -caso de la opción de la Agencia Tributaria de instar la baja en el Registro de Empresas Acreditadas que depende de las Comunidades Autónomas. Pero, poco más. El resto se reduce a recabar información, poner en común información, analizar información. Y para hacer ¿qué?
Tan laxa aunque prolija enumeración de medidas no puede constituir un verdadero plan estratégico, ni da la talla de la dimensión estremecedora del problema. Aunque en el fraude fiscal todo cálculo resulta aproximativo, aplicando los estudios independientes publicados al respecto sobre la media de presión fiscal en nuestro país, dentro del espacio temporal de prescripción de deudas (cuatro años), los Inspectores de Hacienda llegaban hace unos meses a la abrumadora pero muy creíble estimación de 280.000 millones de euros de agujero fiscal. Para saber lo que esta cifra significa, téngase en cuenta que, según las previsiones más triunfalistas, las subidas de impuestos aprobadas para este año pueden suponer un incremento de ingresos de unos 11.000 millones de euros.
De otra parte, el nuevo plan incurre en errores que los profesionales de la Agencia Tributaria llevan lustros denunciando. Se otorga una importancia desmedida al «estímulo del cumplimiento voluntario» de las obligaciones fiscales. Y es loable, desde luego, que se hagan esfuerzos en facilitar a los ciudadanos los trámites de pago de impuestos y en fomentar la conciencia de la importancia de los ingresos públicos. Pero las tramas empresariales en las que se concentra el mayor volumen de fraude no andan muy ayunas de asesoramiento fiscal ni es de esperar que resulten sugestionables por campañas de civismo. En este terreno, la clamorosa escasez de medios de la Inspección, unida a la brusca castración de posibilidades de control que la Ley General Tributaria de 2003 introdujo para las secciones de Gestión, es la combinación perfecta para la impunidad. Ni uno solo de los planes salidos a la luz en estos años ha previsto incremento de personal ni de recursos, que además, dado que la Agencia Tributaria se financia con un 5% de su recaudación bruta, podrían sufragarse con los mayores ingresos sin coste adicional para las arcas del Estado.
Es aún peor: se cataloga como táctica de fomento del cumplimiento voluntario el ofrecimiento de regularizaciones fiscales para sectores económicos acostumbrados a la ingeniería contable, lo que ha propiciado que en grupos de especial riesgo de fraude -caso de tenedores de billetes de 500 euros, llamados de «alta gama», o despachos profesionales- se hayan podido sortear numerosas deudas por la vía de la prescripción o la exención de sanciones y recargos ejecutivos, antes de que la Inspección pudiese actuar. Los funcionarios de la Inspección tienen por ello perfecto derecho a preguntarse, como han hecho, a favor de quién está actuando el gobierno en estos casos. El contraste de este exquisito trato fiscal a los grandes defraudadores con la diligente ejecución de deudas de cualquier ciudadano común es digno de mención.
Otras reclamaciones de los empleados públicos siguen siendo tenazmente ignoradas. Dada la simplificación contable de empresarios y profesionales en Estimación Directa en la actualidad, carece de sentido seguir manteniendo la regulación de la Estimación Objetiva o por módulos, uno de los focos más sonoros de emisión de facturas falsas. Resulta ridícula la propuesta contenida en el plan del gobierno de llevar a cabo experiencias piloto de evaluación en ciertas delegaciones de la Agencia Tributaria, cuando lo más sencillo es suprimir la opción de módulos para aquellos empresarios cuyos clientes no estén formados en un 80% al menos por consumidores finales (es decir, por aquellos que no puedan beneficiarse fiscalmente de las facturas falsas), y adecuar la tributación de estos empresarios a su capacidad económica, lo que por cierto es lo más justo. Y ello por no hablar del saqueo espectacular de las Sociedades de Inversión en las que se ocultan las grandes fortunas, cuyo control se arrebató a la Agencia Tributaria por decisión y para vergüenza de nuestro Parlamento. O de la eliminación del Impuesto de Patrimonio, que no sólo aportaba recursos y justicia social, sino preciosa información económica para el conocimiento de rentas y bienes (en los procedimientos de revisión e inspección tributaria, y así lo es también en la regulación del vigente Reglamento de Aplicación de los Tributos de 2007, el examen de las declaraciones de IRPF y del Impuesto de Patrimonio siempre se han vinculado por este motivo; cualquier liquidación por IRPF de un obligado a presentar Impuesto de Patrimonio tenía carácter provisional hasta que se analizaba esta última declaración, y a la inversa).
El fraude fiscal constituye una lacra intolerable, destruye la democracia y convierte en humo los principios constitucionales de igualdad, progresividad y justicia. Su efecto sobre las diferentes clases sociales es atroz, porque las llamadas rentas «controladas» (en esencia, las del trabajo) acaban cargando con la mayor parte de los costes del Estado, dado que carecen de las posibilidades de evasión de las grandes empresas, grupos financieros y especuladores. Las vías para atajar el fraude no son un insondable arcano; todos los gobiernos las han recibido de parte de los técnicos que el Estado tiene contratados para ello. Seguir publicando declaraciones litúrgicas sin hacer nada práctico supone una estafa a la ciudadanía ante la que, como siempre, sólo la propia ciudadanía socialmente organizada puede reaccionar.
Ricardo Rodríguez es Funcionario de la Agencia Tributaria