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El laberinto del papa Wojtyla

Fuentes: Rebelión

Entre las primeras valoraciones que leí sobre el pontificado que acaba de concluir me llamó la atención una del eminente teólogo suizo Hans Küng1, quien afirmaba que Juan Pablo II no fue el papa más grande del siglo XX sino el más contradictorio. Es precisamente a partir de ese agudo juicio que he querido comenzar […]

Entre las primeras valoraciones que leí sobre el pontificado que acaba de concluir me llamó la atención una del eminente teólogo suizo Hans Küng1, quien afirmaba que Juan Pablo II no fue el papa más grande del siglo XX sino el más contradictorio. Es precisamente a partir de ese agudo juicio que he querido comenzar esta reflexión sobre el tiempo del papa polaco. Y sobre una sucesión tan polémica.

Ante todo, ¿nos encontramos verdaderamente o no ante el papa más grande, o más importante del siglo que acaba de terminar? Muchos piensan que sí, y tienen buenas razones para pensar así.

Pero si quisiéramos responder con rigor a esta pregunta tendríamos que comenzar por hacer algunas consideraciones previas. La primera es a qué siglo nos referimos y por cuales papados fue recorrido. El siglo XX comenzó también con el final de un pontificado muy extenso y significativo, el de León XIII, que dejó más de 60 encíclicas, entre ellas la llamada Rerum Novarum, punto de partida de la doctrina social de la Iglesia, aunque más bien podemos hablar de León XIII como el último papa del siglo XIX, como Wojtyla lo ha sido del XX.

Estamos hablando ahora del siglo en el cual el capital recorre su precipitada carrera desde el nacimiento de la competencia monopólica hasta el nivel de acumulación que conocemos como la transnacionalización. Es el siglo de las guerras imperialistas y del nazismo. También el siglo recorrido por el primer experimento socialista de la historia, que nació con la Revolución de Octubre en Rusia y se extendió a escala mundial. Una monumental tensión de fuerzas políticas de signos opuestos que Benedicto XV vio nacer, en tanto tocó a Juan Pablo II convertirse en un testigo excepcional de su quiebra. El siglo, además, de una nueva revolución tecnológica que ha acortado definitivamente las distancias en el mundo, y paradójicamente ha puesto a flote los peligros de agotamiento del medio natural de subsistencia de la humanidad. Este ha sido el siglo que terminó, dicho con el mayor ahorro de palabras de que me siento capaz.

Cuando hablamos de la importancia de un papa, particularmente en un siglo como este, tenemos que saber también para quienes ha sido importante (o grande, o bueno), y tenemos que argumentar por qué. De Pío XII no podrá guardarse – al margen de sus virtudes, cualesquiera sean – un recuerdo positivo, debido a su probada tibieza ante el nazismo, pues no queda duda de que si hubiera convocado a los 23 millones de católicos alemanes a no cooperar con el régimen nacional socialista, la correlación de fuerzas al interior lo hubiera hecho todo más difícil para el aparato político de Hitler. Tal vez calculó que la cruz latina fracasaría en competir con la svástica en el imaginario popular alemán de la época, y por tal motivo prefirió acomodarse en lugar de antagonizar. Es muy probable que tuviera razón y que los costos para el catolicismo hubieran sido apreciables, pero fue de todos modos la decisión equivocada, y la historia no podrá perdonárselo.

El Papa Wojtyla vivió un pontificado muy largo – casi dos años más que el Papa Pecci, que así se llamaba Leon XIII – y sumamente activo.

Wojtyla realizó durante el mismo 104 viajes pastorales, cambiando por completo el estilo de conducción del mundo católico y la comunicación pontificia con las diócesis. De estos viajes, 18 fueron a América Latina donde los países más visitados fueron México (5 veces) y Brasil (4 veces). Esta innovación ha tenido también sus críticos dentro de la curia romana entre los que piensan que desplazamientos tan frecuentes encarecen demasiado la gestión pontificia y no son necesarios, pues a la larga los saldos para la comunidad católica son discutibles. La Iglesia tiene una estructura diseñada para ser conducida desde Roma, piensan los críticos.

Wojtyla tuvo el tiempo necesario para homogeneizar el cuadro diocesano de la Iglesia, con la designación de obispos escogidos atendiendo a sus proyecciones conservadoras, con lo cual se han visto reducidos los espacios formales para dar seguimiento a la apertura que el Concilio Vaticano II había significado. Al igual que los obispos actuales, los cardenales que se reunieron en abril pasado para decidir la sucesión fueron en su casi totalidad designados por él con los mismos criterios. Los espacios para la actuación colegiada abiertos en los años sesenta en las conferencias episcopales han cedido ante el reforzamiento de la autoridad personal de los prelados. Podríamos decir que la estructura de la Iglesia, al menos en términos de jerarquía, ha vuelto a ser tan convencional como antes de Vaticano II.

Al propio tiempo, su pastorado itinerante hizo que el peso específico de la curia romana en la toma de decisiones se incrementara, y tanto el predominio conservador en el Sacro Colegio como el fortalecimiento funcional de la curia jugaron, con seguridad, un papel en la elección del papa Joseph Ratzinger como sucesor.

De importante se puede calificar igualmente la creatividad doctrinal de Juan Pablo II, que deja un número muy apreciable de encíclicas y de otros documentos de contenido diverso. Fue una pluma inspirada y precisa, que supo dejar plasmado su pensamiento en una obra abundante y sugestiva. Introdujo también reformas en muchos aspectos de la institucionalidad eclesiástica. El número de canonizaciones y beatificaciones que concedió pasa de mil, lo que constituye un verdadero record en el papado. Sus proyecciones le han merecido los calificativos de «papa mediático», «papa itinerante», de «papa de la mundialización», de «reformista conservador», de artífice de la «segunda contrarreforma» y de «papa de la restauración», entre otros. Unos elogiosos, otros críticos, o de un cierto tono irónico.

Claro que podría ser mucho más explícito en detalle en estas líneas, pero me quiero limitar a aquello que estimo puede dar lugar a que se piense y proclame que ha fallecido «el papa más grande del siglo». Como lo han hecho saber tantos testimonios a la hora de su funeral.

Hans Küng nos propone una mirada distinta. «Las masas enfervorizadas de católicos en los grandes montajes escénicos del papa no deben engañarnos: durante su mandato millones de personas han abandonado la Iglesia o se han apartado de la vida religiosa en señal de rechazo»2.

Por mi parte considero que el papa que imprimió el giro más importante al catolicismo en el siglo XX no se llamó Wojtyla sino Roncalli, que sólo condujo la Iglesia durante cinco años, de 1958 a 1963. Fue realmente él quien abrió caminos a nuevos tiempos que de ningún modo fueron agotados, y que tienen aun mucho que dar. Es a Juan XXIII a quien debe la Iglesia, como es sabido, la convocatoria, la inspiración y la organización del Concilio Vaticano II, y fue ese en realidad el acontecimiento mayor para el catolicismo en el siglo que terminó. Perspectivas que Juan Pablo II reinterpretó, frenó y obstaculizó sistemáticamente desde finales de los años setenta, al fallecer Pablo VI, y también, al mes de ser electo, Juan Pablo I. Aun así nadie se atrevería a restarle legitimidad a aquel acontecimiento. El Concilio del siglo es una referencia que no ha podido ser anulada y que seguramente tendrá que ser revitalizada algún día – más allá de la retórica pontificia formal – porque no sólo está en juego el destino mismo de la institucionalidad eclesiástica, sino también el lugar del catolicismo como religión y como dimensión cultural en el mundo de mañana.

De manera que me inclino a pensar que, al margen de su longevidad pontificia, de la áurea polvareda de su peregrinar, de su indiscutible carisma personal, de su laboriosidad y su sentido casi empresarial de la eficiencia como norma de conducción, y aun de los gestos que en los últimos años revelaron una postura menos alineada y a veces crítica de la dominación imperial, la grandeza de Juan Pablo II resulta un tema verdaderamente polémico, y urgido de un redimensionamiento.

Me quiero dejar interpelar ahora por la segunda parte de la afirmación de Küng: ¿Ha sido acaso éste el papa más contradictorio del siglo? Pues, para decirlo rápido, puede que sí, que en eso Küng también lleve razón, aunque en realidad es algo que no alude necesariamente a un defecto. ¿No podría haber sido el más contradictorio sin dejar de ser el más grande – a menos que confundamos contradictorio con inconsecuente? Por su parte, para este pontificado, Hans Küng, que argumentó con mucho rigor y tenacidad contra el dogma de la infalibilidad pontificia, pudiera parecer a la curia el teólogo más contradictorio, aunque a la vez no faltan quienes lo consideren el más relevante.

Personalmente no veo a Juan Pablo II como un hombre de inconsecuencias. A lo largo de su pontificado castigó de un modo o de otro a unos 140 teólogos y prelados, y poquísimos entre ellos – si alguno – por excesos integristas, fundamentalistas o conservadores. No vaciló en cortar ostensiblemente los hilos de su bordado pastoral a los jesuitas de la época de Pedro Arrupe para obstaculizar sus proyecciones socialmente comprometidas en un sentido práctico con los pobres, la resistencia y el cambio social, en tanto concedía al Opus Dei un rango sin precedente en la historia de las órdenes religiosas. Mientras exhibía los gestos de un ecumenismo epidérmico, aunque bien propagandizado, ratificaba el monopolio incompartido de la Verdad de fe católica – en los términos redactados en Dominus Iesu por quien sería su sucesor – restando así alcance a los propios empeños emprendidos en la ruta del diálogo interreligioso.

Es de sobra conocido que su conservadurismo ha sido igualmente consecuente con los temas relativos al control de la natalidad, el celibato sacerdotal, la ordenación de la mujer, la interrupción del matrimonio, y otros muchos.

El análisis de este conservadurismo sin inconsistencias tampoco puede hacerse de manera lineal, ausente de matices, de espaldas a los acontecimientos que le toco vivir. Juan Pablo II creyó que la desintegración del sistema socialista europeo conduciría a la cristianización de Europa del Este, con su natal Polonia como vanguardia en esta empresa. Pero creo importante no confundir los intereses de la política del Vaticano con la de la de Estados Unidos, más allá de las coincidencias coyunturales y de la asociación con Ronald Reagan para contribuir al derrumbe, que le ha sido reprochada, elogiada, o disminuida, según sea el caso. La Iglesia tiene sus propios propósitos vinculados a su proyecto de hegemonía religiosa, dogmática y ética diría yo, y estos no siempre se avienen con el proyecto hegemónico norteamericano.

La cuarta visita de Juan Pablo II a Polonia en 1991 se volvió, a mi juicio, en la primera expresión de una decepción que se iría consolidando en los años siguientes. Las movilizaciones que le esperaron en su patria «democratizada» fueron mucho menos nutridas que las que conoció en sus viajes anteriores, y desordenadas hasta el punto que sus sermones dejaron ver con claridad los signos de su disgusto. Polonia había cambiado, pero evidentemente no como él había previsto y querido que cambiara. En 1996 se votó una Ley legalizando el aborto (y esto no lo cito por supuesto como algo negativo), en franca confrontación la postura papal. Algo que la oposición católica polaca difícilmente hubiera admitido antes del «derrumbe».

La Europa del Este, que acababa de abandonar el socialismo, se interesaba más en la introducción del mercado, en la búsqueda individualista del bienestar, en acoplarse al estilo de vida consumista, y muy poco en los valores de la moral cristiana. Por otra parte, consumada la desintegración socialista europea y consolidada la globalización neoliberal, el escenario internacional se altera drásticamente. Otro fantasma, que no es ya el del comunismo, se apodera del primer plano: un mundo que se pierde en la desigualdad y la pobreza, en el desgobierno y la corrupción, en la drogadicción y la violencia, generados por un capitalismo implacable. Donde la amenaza del agotamiento de los recursos vitales y el enrarecimiento de la atmósfera se ve cada vez más cercana y difícil de controlar. Donde las guerras se hacen cada vez más frecuentes y desiguales, y una siniestra cultura de muerte parece apoderarse de los esquemas de dominación.

En la última década del pontificado de Wojtyla vimos acentuase la critica al capitalismo salvaje, el neoliberalismo, la desigualdad y la pobreza. A un orden social sometido a las arbitrariedades del mercado. A las ataduras creadas por la deuda externa para los países periféricos. A los embargos y medidas económicas con que los centros de poder buscan la asfixia de los países pequeños. La idea de que una globalización de la solidaridad debe sustituir a la globalización neoliberal se hace recurrente en su discurso. Cree que las fórmulas pueden ser inspiradas solamente por la ética cristiana y la doctrina social de la Iglesia.

En octubre de 1995 reconocía ante la Asamblea General de Naciones Unidas la gravedad de la perdida de la independencia económica de los subdesarrollados, censuraba la explotación y proclamaba su compromiso con la solidaridad. Después le hemos visto en muchas ocasiones pronunciarse contra los excesos del imperialismo en nuestro tiempo, aunque creo que nunca lo llamó por su nombre, y condenando las guerras y agresiones. Sin embargo, este bascular en lo que pudiéramos llamar en su discurso global, que no carece de significado en la postura política del papado, no estuvo acompañado de cambio alguno en su proyección institucional. No deben haber faltado en la curia reproches a este discurso, que le obligaran incluso a moderarlo. Aunque el conservadurismo de Juan Pablo II se mantuvo intacto y al final se impuso, después de su muerte, en la elección del nuevo pontífice.

Rectificar posturas no ha de ser tarea fácil para un papa: debe tener cierto sabor de inconsistencia de cara a la infalibilidad pontificia admitir con explicitud los propios errores, las decepciones, los fracasos. Entiendo, en consecuencia, que pedir perdón por los grandes errores de la Iglesia, como la condena de Galileo Galilei o la estigmatización de Darwin, revela algo de apertura de caminos, para que los sucesores se percaten de que también los errores más recientes también pueden ser rectificados.

Papa ciertamente contradictorio Karol Wojtyla, no por inconsecuencia, insisto, en su espíritu conservador, sino por los retos que le impuso su tiempo, que pienso que no dejó de asumir, aunque finalmente sobrepasaron sus posibilidades. Habrá que recordarlo también, por tanto, a través de sus reveses, porque muchas de sus decisiones pueden volverse un peso muerto en el futuro del catolicismo. Ya lo son, en realidad.

Confieso que no tengo una idea clara del grado de influencia en la curia de las organizaciones que privilegió, como el movimiento neocatecumenal, los legionarios de Cristo, el movimiento focolare, comunión y liberación, Regnum Christi y varias otras, encabezadas por el Opus Dei, verdadero enclave de una vanguardia elitista que se dice cuenta ya con unos 60000 miembros, casi 2000 sacerdotes, varios obispos y, al menos, dos cardenales. Se evidencia que la influencia es mucha. Creo que hay motivos para pensar que Ratzinger no era el candidato de Juan Pablo II para su sucesión, a pesar de haber sido su colaborador más cercano. Pero no faltan señales indicativas de que sí lo fue del Opus Dei (como el entusiasmo manifiesto de Mons. Javier Echevarria, prefecto general de la orden, con su elección).

Cuando el papa pidió hace unos años al cardenal Carlo-María Martini su retiro como arzobispo de Milán y lo sustituyó por el cardenal Donigi Tettamanzi, más afín a sus posiciones y su estilo, además con buenas relaciones con Opus Dei, se generalizó la interpretación de que el cambio apuntaba a colocar al candidato de su preferencia en la arquidiócesis más influyente de Italia, y anular las posibilidades del refrescamiento progresista que el pontificado de Martini hubiera podido significar. Que Ratzinger era la figura más influyente de la curia, todo el mundo lo sabía, pero su estela conservadora, rayana en el fundamentalismo doctrinal, parecía restar posibilidades a su elección.

No obstante, según los observadores presentes en el Vaticano, a la hora del cónclave no parece haber entrado Tettamanzi como un favorito de las reuniones preparatorias, sino que era la opción reformista de Martini, enfermo, retirado en Jerusalén, dedicado a escribir, la que reaparecía frente a Ratzinger, sin que nadie pareciera extrañarse. Martini había dejado de ser contabilizado entre los papables, y es dudoso que el mismo lo esperara ya. Por su parte Ratzinger tuvo un rol protagónico con su homilía como decano del Sacro Colegio antes de que comenzara el cónclave.

El enviado especial del vespertino francés Le monde, en el número previo al encierro de los 115 cardenales en la Capilla Sixtina, ante el escenario de una elección rápida de Ratzinger, se plantea que «nadie sabe si el decano del Sacro Colegio es candidato, pero muchos lo dan ya por electo. Partiría con el capital de una cincuentena de votos después de la campaña desplegada por los medios mas conservadores de la curia». En tanto, de Martini, que «representó por mucho tiempo una línea alternativa a Juan Pablo II, sin ser su adversario», reconoce que, «demasiado enfermo, no podrá ser electo»3.

Como no creyente, me declaro no apto para ponderar el peso de la voluntad divina en la elección del pontífice. Peor aun, sería yo un inconsecuente si no la dejara fuera de mis especulaciones. Pero ni quienes acuden, por legítimas razones de fe, al misterio de lo trascendente pueden negar que la inspiración divina no tiene otra manera de revelarse que la voluntad de los cardenales electores, en el cónclave y en las reuniones preparatorias que lo precedieron. Y allí se despliega una correlación de fuerzas y juegan todos los intereses sectoriales dentro de la cúspide del poder eclesial.

Al final del laberinto de su pontificado, Juan Pablo II – tal vez el más contradictorio, seguramente el más protagónico, y difícilmente el más grande de los pastores de la grey católica en el siglo pasado – le deja a la inmensa mayoría de sus hijos espirituales, a esa impresionante masa de seres que vive atrapada en los círculos de la pobreza y de la desesperanza, la promesa de una institucionalidad eclesiástica aun más intolerante y más conservadora que la conformada por él.

La elección del nuevo papa se me antoja como algo que se escapó de las manos – o mejor decir de las esperanzas – a Karon Wojtyla. Un superavit no deseado de conservadurismo. Una Iglesia (la oficial) cada vez más comprometida con los círculos del poder material, (como aquella ante la cual reaccionaron en una época los franciscanos), y menos capaz de hacer sintonía con los problemas de la justicia social, el mantenimiento de la paz y el resto de los que se asomaron a una agenda tardía, que hizo más claramente contradictorio al papa del final de siglo. A pesar de lo mucho que pudo conocer de manera directa a través de sus viajes, no llegó a superar la visión eurocéntrica (¿o imperiocéntrica?): no se percató que en el conflicto bipolar no había desaparecido, sino que el eje Norte-Sur había reemplazado al eje Este-Oeste4.

Es previsible que la transmisión de valores cristianos a las relaciones sociales emergentes en América Latina y, en general, al Tercer Mundo, llegue tener un sentido aun más fundamentalista, elitario, y excluyente

En esta conclusión nada optimista me vuelve a sumergir, podrán decirme algunos amigos católicos, mi incredulidad. Tendrán razón de nuevo, porque haría falta incluso más que una fe religiosa bien cimentada para esperar de este pontificado un giro que recupere el aporte de Vaticano II, y que comience a revertir la restauración del ancient regime, que con tanta tenacidad y éxito desarrolló Wojtyla. O incluso que propicie simplemente el desarrollo de su discurso global, que por fortuna contribuyó también a hacerlo contradictorio como papa.

Ratzinger perteneció a las juventudes nazis, ¿forzado por las circunstancias o con sentido de militancia? No vamos a saberlo ya, pero presumo lo primero. Durante el Concilio Vaticano II se recuerda que se destacó, sin embargo, por su proyección reformista (como Wojtyla). Su larga ruta por la curia al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe lo muestra otra vez como la personalidad más inflexible del Vaticano en los últimos 20 años. ¿Son signos de contradicción o de inconsecuencia?

Muchos católicos descontentos, entre el clero de base y el laicado, reclamaban durante los últimos años de Juan Pablo II, la necesidad de que se convocara un nuevo Concilio. Pienso – y no ignoro que otros lo piensan como yo – que esa sería hoy por hoy la alternativa más contraproducente para quienes aspiran a recuperar el aggiornamiento perdido que aportó Vaticano II, y que para América Latina adquirió mayor significación en la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Medellín en 1968, y en la encíclica Populorum Progresio, de Pablo VI en 1969. Lo digo porque con la composición actual del episcopado mundial, con los créditos con que llega el presente papa al trono de Pedro, y con la voluntad manifiesta en las boletas que hicieron la fumata blanca, no se puede esperar de un nuevo Concilio nada que recuerde el espíritu de Vaticano II. Tendríamos, probablemente el concilio de la restauración que faltó a Juan Pablo II celebrar.

En todo caso, quiero terminar estas líneas recordando que el proceso de sucesión pontificia no tiene rectificación. Es decir que la Iglesia entró ya en el pontificado de Benedicto XVI. Que una parte de la Iglesia, la representada por los que le eligieron, esperará también al papa consecuente con las posturas conocidas, otra parte pondrá sus esperanzas en que como papa se vuelva más flexible y sorprenda a los que rechazan su conservadurismo, en tanto otros más confiados en las fuerzas de la historia, recuerdan que las grandes instituciones sólo cambian si existe una presión fuerte de las bases, que es esa fuerza la que puede obligar a cambios necesarios. Creo que tanto desde las esperanzas de la derecha como de la izquierda dentro del catolicismo, se mira hacia la edad avanzada del papa elegido, y aunque la elección no tiene los signos de la búsqueda de un papa de transición, muchos esperarán que en la práctica lo sea.

La Habana, 7 de mayo de 2005

Notas

1 Hans Küng, «Las contradicciones del Papa», El País Internacional, abril de 2005, Madrid.

2 Hans Küng, loc. cit.

3 Henri Tincq, «Le conclave s’ouvre, lundi 18 avril, dans un climat d’incertitude», Le monde, dimanche 17 – lundi 18 avril 2005.

4 Pablo Richard, «Crisis irreversible en la Iglesia Católica», en Eclesalia, boletín electrónico, Madrid, 5 de mayo de 2005.