El norte global, principalmente la Unión Europea, atraviesa una crisis estructural que es, en primer lugar y aunque pudiera parecer lo contrario, una crisis política. Un bloqueo de las posibilidades de imaginar formas diferentes de organizar la convivencia, un estrechamiento radical de lo discutible, de lo representable, de las opciones y de la confianza social […]
El norte global, principalmente la Unión Europea, atraviesa una crisis estructural que es, en primer lugar y aunque pudiera parecer lo contrario, una crisis política. Un bloqueo de las posibilidades de imaginar formas diferentes de organizar la convivencia, un estrechamiento radical de lo discutible, de lo representable, de las opciones y de la confianza social que permite la acción colectiva. Un triunfo del cinismo y la resignación. Es el resultado de décadas de asfixia de la política por el liberalismo autoritario, de acercamiento creciente de las diferentes opciones políticas sistémicas entre sí hasta hacerse difíciles de distinguir, de la conversión de la ideología de mercado en una «técnica» incuestionable, de la entronización del consenso como invisibilización de los dolores y de la destrucción de los lazos comunitarios y su sustitución por los valores del cinismo, la inmediatez y el individualismo asustado y posesivo.
Así, cuando la crisis social y su gestión a la ofensiva por parte de las oligarquías está golpeando a la mayoría social de las poblaciones de la periferia europea, quienes protestan tienen primero ante sí la tarea de recrear el vínculo político y la esfera pública, de dignificar la política e inventar un lenguaje político nuevo para expresar en común y articular todos los dolores e insatisfacciones de los de abajo en una voluntad general con capacidad de reclamar y ejercer el poder político. No se trata de llevar al pueblo al poder sino, primero, de construir el pueblo.
Este panorama cultural e ideológico contrasta con el tiempo político abierto en Latinoamérica, que tuvo en el proceso de cambio venezolano su ariete primero y multiplicador. Toda la región vive un proceso de intensa (re)politización, esto es, de tomas de partido, de circulación de ideas contrapuestas y de apertura del horizonte de futuro de las sociedades. Es algo que se nota en la producción literaria, en los medios de comunicación, en las conversaciones en los espacios públicos o en los altísimos porcentajes de participación electoral en las elecciones de mayor trascendencia política.
Si el neoliberalismo necesitó para desplegarse con éxito en el imaginario colectivo del desprestigio de la política y lo público, los procesos revolucionarios y democráticos se caracterizan por un doble movimiento de expansión e intensión de la soberanía popular: expansión porque han ampliado el abanico de lo que es res pública, asuntos comunes a decidir colectivamente y no coto privado de quienes más dinero tienen; la democracia, así, no se restringe al ámbito de la representación sino que irrumpe en los ámbitos mediático, laboral, productivo, sexual-reproductivo, cultural, de relaciones interétnicas, etc. Intensión porque los códigos jurídicos e instituciones -comenzando por las constituciones redactadas al calor del desborde popular de los viejos sistemas políticos- se ponen al servicio de facilitar, y no impedir, la participación popular en la política, a través de diversas formas que van desde las plebiscitarias a la autogestión pasando por canales de supervisión, fiscalización o control directo. Este doble movimiento, por razones obvias de resistencia de las élites cuyos privilegios crecen mejor a la sombra y por dificultades en la producción de los nuevos regímenes, no está exento de problemas y conflictos. Pero esta conflictividad es precisamente el rasgo de una vigorización de la política que ya no es mero protocolo entre élites sino posibilidad efectiva de decidir sobre la vida. Contrariamente a lo que repite el relato liberal, no es la conflictividad la que amenaza la democracia, sino su secuestro por parte de poderes oligárquicos y su vaciamiento de contenido y de sentido para regular la vida en común. El ejercicio político cotidiano y la apertura de la discusión son antídotos para defender la democracia de su jibarización liberal.
En otros artículos hemos defendido que el chavismo es una identidad política que ha impregnado la cultura venezolana con algunos de sus rasgos definitorios. Sin duda así ocurre con la reivindicación y la dignificación de la política, operada a lo largo de una década y media de aceleración y expansión democrática, y de hegemonía relativa de un liderazgo como el de Chávez que, lejos de pretender «despolitizar» para facilitar la gobernabilidad conservadora, se esforzó por llevar la pasión por lo común, por la lectura, el pensamiento y la política como terreno de disputa y discrepancia, a cada rincón del país. Los venezolanos hablan con soltura de política, opinan sobre todo y se saben sujetos de derechos y de poder en colectivo. En otros países la Constitución es apenas un texto legal para expertos, mientras que en Venezuela es un punto de partida, un libro cotidiano, que se lee, conoce, discute y exhibe como emblema de un tiempo político abierto, punto de partida y no de llegada, llave y no candado. La naturalidad y el vigor con el que reivindican, reclaman o aseveran muestra una sociedad que se ha acostumbrado al uso de la palabra, al desacuerdo y a la discusión, a ser individuo dentro de una comunidad -Pueblo, Patria- cuyo destino depende y exige del compromiso de las gentes corrientes. No se trata de un cheque en blanco ni de una tensión permanente, sino de una idea en apariencia simple pero decisiva, que ha permeado el imaginario colectivo del país: la política no es un oficio de expertos ni dueños del saber y la palabra, sino un arte cotidiano y plebeyo.
Esta transformación cultural no asegura ningún rumbo, pero sí que ninguno podrá decidirse sin la participación de las gentes del común. No asegura una dirección, pero sí la apertura del horizonte histórico. En ese sentido constituye un legado democrático, principalmente para las nuevas generaciones de venezolanos. No obstante, ningún orden puede descansar exclusivamente en la hiperpolitización ni en la constante pasión política de sus ciudadanos, porque nadie vive en tensión permanentemente ni quiere participar siempre sobre todo. La tarea, entonces, es construir la institucionalidad eficaz y transparente que sedimente lo alcanzado, produciendo certidumbre y asegurando los nuevos derechos conquistados, desde los del buen vivir hasta los del protagonismo popular. Es necesario convertir las conquistas revolucionarias en normalidad pública, que generará su propio habitus público- y, al mismo tiempo, preparar ya las bases intelectuales y culturales para un segundo salto en el imaginario colectivo, que parta de las demandas, emociones y anhelos de la juventud y les ofrezca un relato de cambio como avance en el proceso de expansión de la soberanía popular en marcha. Para ello la inflamación retórica o el léxico de la conflictividad tradicional pueden ser menos de ayuda que un debate honesto, abierto y riguroso sobre las prioridades en el medio y largo plazo en el proceso de transición estatal y un esfuerzo sostenido, de escucha y propuesta, por la renovación de la gramática política revolucionaria, con capacidad de renovar las ilusiones y confianzas de las mayorías sociales.
Fuente: http://www.gisxxi.org/articulos/el-legado-de-la-politica-gisxxi/#.UluOW0JtbIO
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