En 2024, la estrategia clásica de Lula –ceder ante las élites para abrir resquicios a las políticas sociales– se verá bloqueada por el marco fiscal. Los nuevos impuestos no han aumentado el gasto público. Estabilizar la democracia exige cambios estructurales.
Al cumplirse un año del tercer mandato de Luiz Inácio Lula da Silva, es hora de evaluar la estrategia que ha adoptado frente a la confrontación de clases, y de imaginar los acontecimientos que se avecinan. Tras ganar al frente de una heterogénea asamblea de salvación democrática, el presidente decidió entonar la clásica melodía lulista: hacer concesiones al por mayor a la burguesía y, al por menor, buscar resquicios por los que beneficiar en alguna medida a los segmentos populares. Pero la cuestión viene evolucionando a un ritmo muy lento, lo que hace dudosas las maniobras previstas para los períodos electorales de 2024 y 2026.
Cuando asumió el poder, hace dos décadas, la combinación de pacto conservador y reforma gradual sonaba desconcertante e innovadora. En lugar de romper con el legado neoliberal de FHC (Fernando Henrique Cardoso), rechazado por las urnas, lo asumió. Sin embargo, poco a poco fue incorporando iniciativas que elevaron el nivel de consumo de la parte más desfavorecida de la sociedad.
La ampliación de las transferencias de renta a través del programa Bolsa Familia, la creación del crédito consignado y el aumento real y regular del salario mínimo constituyeron el trípode fundamental de la inflexión popular. El resultado ha mejorado la vida de la mayoría empobrecida sin confrontar los fundamentos del orden neoliberal.
A largo plazo, una plétora de contradicciones caracterizó lo que llamamos “reformismo débil”. Por citar algunas: el aumento del poder adquisitivo de los trabajadores no fue acompañado de mejoras equivalentes en la oferta pública de sanidad, educación primaria y secundaria, transporte y seguridad. El mayor acceso a los títulos universitarios no ha ido acompañado de buenos empleos, generalmente vinculados directa o indirectamente al dinamismo de la producción industrial. La célebre elección de Brasil como sede de la Copa del Mundo y de los Juegos Olímpicos ha puesto en peligro a innumerables comunidades, afectadas por las obras de infraestructura exigidas por la FIFA.
En la esfera electoral, sin embargo, el débil reformismo provocó un realineamiento decisivo, con los pobres adhiriéndose en masa al lulismo, mientras las clases medias se agrupaban en torno al PSDB (Partido de la Social Democracia Brasileña). Hasta 2014, el modelo fue refrendado en las urnas, garantizando cuatro victorias consecutivas del PT en las presidenciales. En su apogeo, el sueño rooseveltiano de un cambio sin conflictos conquistó muchos corazones y mentes.
A partir de entonces, por razones que no pueden explicarse aquí, se hicieron patentes una serie de insatisfacciones, tanto en la cúpula como en la base, y las instituciones empezaron a hervir. Del poder judicial surgió una ola gigantesca, que tomó facetas en junio de 2013, alimentada por la lucha contra el fantasma de la corrupción. El PSDB, hambriento de poder, se rebeló contra los preceptos constitucionales, contribuyendo a un impeachment ilegítimo. Las organizaciones empresariales, unidas contra Dilma Rousseff, reclamaron una política económica antipopular. El MDB (Movimiento Democrático Brasileño) liderado por Michel Temer y Eduardo Cunha puso a la Cámara de Diputados al servicio del impeachment sin crimen de responsabilidad, resumiendo el ángulo reaccionario sobre el camino a seguir en el “puente al abismo”.
En la crisis del lulismo, durante casi una década (2015-2022) vivimos la típica sustitución del atraso que los estudiosos de la historia del país identificaron en 1964. Las esperanzas de justicia social quedaron sepultadas bajo los escombros de los logros alcanzados en la etapa anterior. Al retroceso en el plano social se sumó un retroceso político, con los militares aspirando de nuevo a dirigir el Estado, práctica abandonada desde la entrada en vigor de la Constitución de 1988.
Un amplio contingente de la sociedad, frustrado, empezó a cuestionar no sólo al presidente de turno, sino las propias normas de convivencia civilizada, amplificando los impulsos antidemocráticos por parte de la clase dirigente. Un mediocre diputado de extrema derecha fue elevado a la presidencia, alineando a Brasil con las peores tendencias internacionales. Después de semejante demolición, sin embargo, el lulismo fue llamado a gestionar las ruinas que quedaron.
Un marco paralizante
En el reingreso de la temporada lulista, Lula delegó en Fernando Haddad el papel de hacer las concesiones exigidas por el capital, reservándose el papel de buscar los resquicios por donde deben pasar las necesidades del pueblo. Todavía en diciembre de 2022, tras sortear la presión de la austeridad nombrando hábilmente a Geraldo Alckmin para presidir el equipo de transición, Lula consiguió aprobar una holgura de 145.000 millones de reales en el presupuesto de 2023, con el llamado PEC (Proyecto de Enmienda Constitucional) de la Transición. De esta forma, evitó exprimir las transferencias de renta y la Farmacia Popular.
El 1 de enero, el día de su toma de posesión, promulgó una Medida Provisoria que prorrogaba la Ayuda Brasil y, en marzo, lanzó Bolsa Familia 2.0, con un mínimo de 600 reales (120 dólares: ndt) por hogar beneficiario, a los que añadió 150 reales por niño de hasta 7 años. Lula compensó la lealtad de la base subproletaria y se protegió de la rápida caída de los índices de aprobación que han debilitado los inicios de los mandatos progresistas en América Latina. No hay que subestimar la importancia de lo que parte de la prensa, haciéndose eco de la resistencia de las élites, llamó la “PEC da Gastança”.
Pero la maniobra tuvo sus contrapartidas. La mayoría fisiológica que dirige la legislatura utilizó la PEC de la Transición para aumentar el porcentaje destinado a las enmiendas parlamentarias obligatorias del 1,2% al 2% de los ingresos corrientes netos, reforzando las tendencias semipresidencialistas que vienen creciendo al menos desde que Eduardo Cunha dirigiera la Cámara. Este sesgo reduce el margen de maniobra de Lula, que ahora necesita preservar el presupuesto no sólo de la presión de quienes quieren austeridad, sino también del avance del fisiologismo parlamentario.
Lo central, sin embargo, es que la presión de los capitalistas ha encontrado respuesta en el llamado marco fiscal lanzado a finales de marzo. Resultó ser un plan que, en la práctica, puso en marcha atrás el débil reformismo. A diferencia del techo de gasto concedido durante la era de Michel Temer, que congelaba el gasto en términos reales, la nueva norma permite que el gasto crezca siempre que aumenten los ingresos fiscales. Sin embargo, este aumento se limitó al 70% de las ganancias en los ingresos, respetando, nota bene, un máximo de 2,5% de expansión anual del gasto público.
Así, al obligar a que los gastos crezcan más lentamente que los ingresos, la norma propuesta seguía incrustando una reducción gradual del tamaño del Estado, como la infame ley anterior. Como bien señaló el economista Pedro Paulo Bastos, la propuesta ni siquiera es compatible, a lo largo del tiempo, con un aumento efectivo del salario mínimo (actualmente es de 130 dólares mensuales: ndt) que siga el ritmo del PIB y con el mantenimiento de los pisos constitucionales de educación y salud. Si las contradicciones típicas del lulismo implicaban problemas a largo plazo, ahora el propio corto plazo está amenazado.
Las concesiones a la Faria Lima (zona bancaria y financiera de São Paulo: ndt) fueron más allá. El Ejecutivo se comprometió a un ajuste audaz (puesto en duda por el propio presidente a finales de octubre), fijando un objetivo de déficit primario cero en 2024 y superávits del 0,5% y el 1,0% del PIB, respectivamente, en el siguiente bienio. Teniendo en cuenta que se espera que el déficit en 2023 supere el 1% del PIB, llevarlo a cero representaría un recorte significativo, mayor que el realizado en la encarnación inicial de Lula (2003), cuyo impacto fue uno de los elementos que finalmente condujeron a la creación del PSOL.
El discurso oficial se esfuerza por mitigar el carácter austero del plan, argumentando que el ajuste no recaerá, como es habitual, sobre el gasto, sino sobre los ingresos, en particular mediante la inclusión de los ricos en la fiscalidad. De hecho, se han dado pasos positivos: la tributación de los fondos exclusivos y offshore, el cambio en la norma sobre el voto de confianza en el CARF (Consejo Administrativo de Recursos Fiscales), que da más poder al Ejecutivo en los litigios fiscales con las empresas, la llamada Medida Provisoria sobre subvenciones, que busca mitigar la erosión de la capacidad recaudatoria del Gobierno, y la revisión de los llamados gastos fiscales, en su mayoría subvenciones y beneficios fiscales concedidos a sectores específicos.
Esta vertiente avanzada del marco es muy bienvenida, ya que actúa sobre la regresividad del sistema brasileño, especialmente si va acompañada de una reforma de la fiscalidad sobre la renta y el patrimonio. Además, reducir el déficit aumentando la fiscalidad sobre los ricos tiende a ser menos perjudicial para el crecimiento que recortar el gasto. Sin embargo, en el mejor de los casos, esto sólo reducirá la austeridad, sin derogarla.
La razón subyacente del carácter paralizante del marco reside en el límite del 2,5% al aumento del gasto público. Aunque logre obtener ingresos de impuestos inéditos, para abrir espacio al aumento del gasto, la barrera fijada representa un freno inexistente en las experiencias anteriores de Lula, independientemente de la meta acordada.
Las siguientes cifras hablan por sí solas. Entre 2003 y 2010, el gasto primario como proporción del PIB aumentó de alrededor del 15% al 18%, creando las condiciones para la implementación del programa Bolsa Familia y el aumento del salario mínimo en un 66% en términos reales. Sin embargo, según una simulación realizada por el Centro de Investigación en Macroeconomía de las Desigualdades (MADE) de la Universidad de São Paulo, si el marco se hubiera adoptado en 2003, el gasto público no habría aumentado, sino que habría caído al 11% del PIB. En resumen, el lulismo, en esta tercera exposición, se proyecta a cámara lenta.
El contraste con el pasado es evidente. Si se observa la tasa de crecimiento del gasto federal, se ve que durante los gobiernos Lula 1 y 2 hubo un crecimiento real del 7,2% anual. Esta es una tasa casi tres veces más rápida que la permitida, en el mejor de los casos, por el marco. Incluso durante el segundo mandato de FHC y el primero de Dilma Rousseff, el gasto creció dos veces más rápido de lo previsto por el marco fiscal.
El debate abierto de Lula sobre el resultado de las primarias del próximo año, como veremos más adelante, es importante para evitar un colapso de las funciones del Estado en 2024. Pero no cambia el hecho de que los posibles resquicios abiertos por la imposición de impuestos a los ricos -en sí misma justa y progresiva- son menores de lo que eran bajo el lulismo tradicional. Los márgenes de maniobra se han vuelto tan estrechos que prácticamente bloquean el paso del bloque popular por la avenida.
Repercusiones políticas
Sería plausible argumentar, sin embargo, que el crecimiento de alrededor del 3% anual observado en 2023 contradice la idea del lulismo a cámara lenta. El problema es que aún no vivimos bajo los efectos restrictivos del marco. La aceleración actual se debe, en parte, al gasto que tuvo lugar en 2022 -resultado de la utilización del presupuesto como herramienta electoral por parte de Jair Bolsonaro-, sumado al que posibilitó el PEC de Transición, como se muestra más arriba, y, por último, a la bonanza agraria propiciada por una cosecha récord en 2022-2023.
Con el régimen fiscal propuesto, este impulso gubernamental será abandonado, lo que explica la afirmación de Lula de que el déficit “no tiene que ser cero”. Cumpliendo con el libreto que se ha asignado a sí mismo, el presidente disgusta al mercado al pretender ampliar las lagunas disponibles. Después de que Lula dijera esto, la bolsa cayó y el dólar subió. El capital exigió un compromiso de austeridad y, por el momento, el gobierno cedió, manteniendo la meta sin cambios. Sin embargo, la disputa continúa, con el PT en el centro de las críticas a la austeridad, y es posible que el objetivo se modifique el próximo año. Si esto ocurre, la magnitud del ajuste se reducirá y el efecto negativo de la política fiscal restrictiva sobre los ingresos será menor. ¿Pero será suficiente?
Comparado con el chileno Gabriel Boric, cuyo índice de aprobación cayó 22 puntos porcentuales en su primer año de mandato (Folha de São Paulo, 11/02/2023), y el colombiano Gustavo Petro, cuyo índice de aprobación cayó 23 puntos porcentuales en el mismo período (Radio France International, 07/08/2023), el índice de aprobación de Lula cayó apenas 11 puntos porcentuales, entre una expectativa favorable del 49% al inicio de su mandato y el 38% del 5 de diciembre (Datafolha). Es decir, frente a una nación que sigue polarizada, Lula ha conseguido no caer, aunque está algo por debajo de la marca que alcanzó tanto en diciembre de 2003 (42%) como, sobre todo, en diciembre de 2007 (50%).
La relativa estabilidad del índice de aprobación del Gobierno hasta ahora, sin embargo, se enfrentará ahora a una economía en desaceleración. Las instituciones financieras esperan que el crecimiento del PIB en 2024 se sitúe en torno al 1,5% (informe Focus de 8 de diciembre de 2023). Esta previsión es quizá demasiado pesimista, ya que tanto el Instituto de Investigación Económica Aplicada (IPEA) del Ministerio de Planificación como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) proyectan un resultado algo superior. Sin embargo, la opinión común es bajista para 2023.
El Planalto (sede del Poder Ejecutivo en Brasilia: ndt) sabe que la sensación de bienestar es un factor clave en los años electorales. Dentro de diez meses, una vez filtrada la idiosincrasia local, el estado de ánimo general de la población será calibrado por los alcaldes y concejales electos. Una derrota en colegios de alto nivel creará un mal clima para el inicio de las elecciones de 2026. De ahí el forcejeo de las últimas semanas en torno al marco, por no hablar de que los parlamentarios siguen presionando con sus enmiendas y minando la capacidad recaudatoria del Gobierno, sobre todo con la prórroga de las exenciones fiscales.
Si nos centramos en São Paulo, que suele decidir la valoración de las municipales ganar-perder, hay posibilidades de una contienda reñida. La buena campaña de Guilherme Boulos (PSOL) en 2020 y la victoria de Lula en 2022 en el perímetro de la ciudad dan perspectivas prometedoras para el lulismo en São Paulo. Por otro lado, el tradicional conservadurismo de las clases medias locales hace probable una candidatura competitiva en el campo de la derecha. En este escenario, la economía podría marcar la diferencia entre la clase media, que suele decidir las elecciones.
En otro orden de cosas, conviene tener en cuenta que las incertidumbres de la dinámica mundial son enormes. Tensiones geopolíticas graves, finanzas descontroladas y fenómenos meteorológicos extremos tienden a crear turbulencias que repercuten en la periferia. Es cierto que, desde finales de 2022, las tasas de inflación en los EE.UU., la zona euro y el Reino Unido han estado cayendo y los tipos de interés deberían seguirles, reforzando el efecto de la caída en curso de los tipos de interés brasileños. Con suerte, esto creará alguna posibilidad de recuperar la liquidez en el planeta y estimular el crecimiento al sur del Ecuador.
También hay quienes apuestan por la posibilidad de un rescate chino como resultado de la creciente bipolaridad geopolítica. Podría ocurrir, pero es improbable que cualquier empuje externo sea de la magnitud necesaria para mover una economía continental como la brasileña. Por eso, el arrastre del lulismo de tercera generación podría poner en peligro tanto 2024 como el inicio de 2026, allanando el camino para la rearticulación del campo conservador.
Por no decir que hablamos de flores, si Lula 1 y 2 estimularon sueños de cambio indoloro, el actual lulismo a cámara lenta ha sacado de escena la superación de los problemas históricos. Algunos observadores sostienen que, en la situación actual, la prioridad debería ser salvar la democracia, dejando el resto para más adelante. El problema es que no será factible estabilizar la democracia en el país sin transformaciones estructurales, y la versión renovada de la estrategia original ni siquiera permite soñar despierto con ellas. Sin embargo, este es un tema para otro artículo.
André Singer es profesor titular del Departamento de Ciencias Políticas de la USP y autor, entre otros libros, de O lulismo em crise (Companhia das Letras).
Fernando Rugitsky es catedrático de Economía en la Universidad del Oeste de Inglaterra, en Bristol, y codirector de Bristol Research in Economics.
Fuente (del original): https://outraspalavras.net/outrasmidias/2023-o-lulismo-em-camera-lenta/
Fuente (de la traducción): https://correspondenciadeprensa.com/?p=38923