El proceso venezolano, que ellos llaman bolivariano, es sistemáticamente satanizado no sólo por los medios burgueses sino desde sectores de un pretendido progresismo, más centrados en la figura de Chávez que interesados en profundizar en lo que representa de transformación social para las grandes masas, relegadas y oprimidas desde la independencia de la metrópoli española […]
El proceso venezolano, que ellos llaman bolivariano, es sistemáticamente satanizado no sólo por los medios burgueses sino desde sectores de un pretendido progresismo, más centrados en la figura de Chávez que interesados en profundizar en lo que representa de transformación social para las grandes masas, relegadas y oprimidas desde la independencia de la metrópoli española a mayor gloria de la elite política, económica y… blanca. El mundo está lleno de situaciones en las que hay liderazgos cuestionables -no es el caso de Chávez, sistemáticamente elegido, reelegido y apoyado por una amplia mayoría del pueblo venezolano- y la gran potencia imperialista y sus acólitos no se molestan como lo hacen con el presidente venezolano. ¿Qué pasa entonces? Pues que lo que hay en Venezuela es, ni más ni menos, una dura expresión de la lucha de clases donde la correlación de fuerzas. si bien por ahora no es abiertamente favorable al pueblo, sí existe al menos un claro equilibrio con la oligarquía. Y es una lucha que trasciende al propio país, tal y como lo han entendido los capitalistas de todas las partes del mundo y, de forma especial, los formadores de opinión, esos que escriben y opinan con prejuicios y estereotipos, impregnados en no pocas ocasiones de un claro concepto de clase y con una base neocolonial.
Nadie se plantea si el proceso venezolano está dando la vuelta al sistema económico mundial, si su triunfo cuestiona la globalización neoliberal y si -como consideran destacados analistas estadounidenses de la talla, por ejemplo, de Alexander Cockburn, editor de la página alternativa Counterpunch- está ayudando como nadie a socavar la hegemonía mundial de EEUU. Un ejemplo se ha tenido estos días pasados en la reunión que la OPEP celebró en Riad (capital de Arabia Saudí). La sola sugerencia venezolana de que el cártel petrolero comenzase a estudiar si el dólar debía ser la moneda de transacción comercial ante su cada vez mayor debilidad desató todas las alarmas.
Y es que desde que desde la llegada de Chávez a la presidencia, allá por 1998, la OPEP se ha convertido en uno de los grandes ejes de la política exterior de Venezuela. En primer lugar, revitalizando una organización en decadencia y normalizando la producción conjunta para controlar el precio del barril de petróleo. Para EEUU y occidente en general, el precio considerado correcto del barril es de 30 dólares, sin tener en cuenta que los costes de extracción son diferentes en los países: desde el más barato en Arabia Saudí hasta el más caro en Irán. Venezuela está entre medias de ambos, pero consideró que un precio justo para equilibrar a unos y otros se situaría sobre los 50 dólares. En segundo lugar, lanzando una batalla interna dentro de la OPEP para democratizar el Fondo de Desarrollo y Cooperación (con un montante de 40.000 millones de dólares) y que la gestión de ese fondo no dependiese en exclusiva de Arabia Saudí, que sistemáticamente ponía en manos de empresas estadounidenses y europeas la gestión de dicho fondo. Venezuela ganó esta batalla y ahora ya no son sólo las empresas occidentales las que lo gestionan, sino de los propios países de la OPEP y otros no occidentales ajenos al cártel petrolero. Y uno de los proyectos estrella de esta nueva forma de gestión es que ahora se hace hincapié en cuestiones sociales que afectan a los países de la OPEP, como evitar la desertificación de la cuenca del río Níger. Gestos como éste han hecho que Venezuela haya sido aceptado como país observador en la Organización para la Unidad Africana.
Pero hay más. Venezuela está dando la vuelta al sistema tradicional de intercambio comercial al poner en marcha instituciones como Petrocaribe o fomentar el trueque entre estados. Como dicen analistas latinoamericanos, de no haberse creado Petrocaribe las 16 naciones que lo forman -pobres, carentes de infraestructura y dependientes de la ayuda internacional- enfrentarían hoy, con excepción de Venezuela y Cuba, un futuro trágico y sin salida ante los astronómicos precios del petróleo y sus derivados, unido al encarecimiento mundial de los alimentos a consecuencia de la producción de agrocombustibles. Es más, el ahorro de la factura petrolera para estos países supone ya 450 millones de dólares al haberse liberado de los intermediarios y especuladores que intervienen en el mercado del petróleo.
Con el trueque (petróleo por médicos cubanos, por carne y barcos argentinos, por leche y queso uruguayo, etc.) Venezuela ha puesto en marcha un intercambio directo de mercancías que rompe las normas de la Organización Mundial del Comercio y otorga a los países más débiles un mayor papel a la hora de negociar sus productos y materias primas. Con las reglas de mercado, los países pobres, productores de materias primas, ven siempre sus exportaciones sujetas a las fluctuaciones de unos precios que se establecen no tanto en función de la demanda como de los intereses políticos de las grandes corporaciones político-financieras. Sólo así hay que entender la reciente rebelión de los países del sur en las negociaciones que se mantienen en la OMC sobre cuestiones agrícolas, demandando a los países desarrollados menos exigencias y un trato justo no sólo en los precios, sino por los perjuicios que les ocasionan las subvenciones que, como es el caso de EEUU, otorgan a determinados productos de su producción agrícola mientras abogan por una absoluta libertad de mercado con el resto.
Por si todo esto fuese poco, Venezuela ha logrado que el Fondo Monetario Internacional esté a punto de pasar a la historia si se consolida la constitución del Banco del Sur. La reorientación que se anuncia en el FMI, así como su disposición a no imponer créditos a cambio de ajustes estructurales sino a ser más flexible con los estados no habría sido posible sin Venezuela, convertido en un importante financiador alternativo y muchísimo menos oneroso que el FMI o el BM. El éxito económico de Argentina se debe, en gran parte, a la ayuda económica ofrecida por Venezuela, lo que permitió al gobierno de Kirchner realizar una política al margen de las recomendaciones del FMI.
El giro a la izquierda, más o menos radical, que se está produciendo en América Latina tras el ejemplo venezolano es consecuencia del fracaso de una macroeconomía impuesta por el neoliberalismo que ha incrementado enormemente la desigualdad y la pobreza en la gran mayoría de la población mientras una minoría, la de siempre, se ha enriquecido aún más. El hecho de que ahora se lancen ciertas iniciativas sociales, como la de la reciente Cumbre Iberoamericana, se debe a todo lo anterior. Sin el «mal ejemplo» que da Venezuela ni el gobierno español ni otros latinoamericanos alabados por los medios de formación de masas habrían dado pasos en ese sentido.
Ahora sólo falta que estos gobiernos combatan el «mal ejemplo» venezolano instaurando la jornada laboral de 6 horas diarias; instauren la propiedad social junto a la pública y a la privada; establezcan la posibilidad de que los cargos públicos puedan ser evaluados por medio de un referéndum popular a mediados de su gestión, y revocados si es la voluntad popular; pongan en marcha los consejos comunales, y hagan que los vecinos de cualquier municipio puedan formular, ejecutar y evaluar las políticas públicas adoptadas por la comunidad al margen, o con el apoyo, de las alcaldías. Algunas de estas cuestiones están recogidas en la propuesta de reforma constitucional que se votará el próximo 2 de diciembre. Si es aprobada, se reforzará la perspectiva de una democratización política y social de largo alcance, especialmente en política exterior.
Y eso es lo que molesta a los gurús de la globalización, incluidas las empresas españolas tan ardientemente defendidas estos últimos días. Cuando estos empresarios tan supuestamente democráticos hablan de «inseguridad jurídica» en algunos países, y citan siempre a Venezuela, Bolivia y Ecuador, lo hacen desde un planteamiento neocolonial, criticando la aprobación de leyes en esos países mediante las cuales esos pueblos recuperan el control sobre sus riquezas energéticas. Los cambios propuestos en la reforma constitucional reafirman la recuperación de las riquezas del país, aunque se critique con escasa desde sectores de la izquierda venezolana, y abren al mismo tiempo la participación popular en términos desconocidos en gran parte del mundo, incluida Europa.
En Venezuela no se está efectuando un ataque contra el capitalismo como tal, pero sí se está construyendo una alternativa al mismo, en el sentido de crear una sociedad en la que la meta explícita no es el crecimiento del capital o de los medios materiales de producción sino del crecimiento del desarrollo humano. Mientras el proceso bolivariano no comenzó a construir esa alternativa no se produjeron deserciones significativas entre los representantes del ala derecha de ese proceso. Ahora sí, porque se profundiza la lucha de clases y cada uno se pone en su lugar. Petras lo ha dicho de forma muy acertada: «La coalición opositora de ricos y privilegiados teme las reformas constitucionales porque con éstas deberá otorgar un porcentaje mayor de sus beneficios a la clase obrera, perderá su monopolio de las transacciones del mercado -que pasarán a manos de compañías públicas- y el poder político del que ahora goza se desplazará hacia concejos comunitarios locales y hacia el poder ejecutivo. Mientras que los medios derechistas y liberales de Venezuela, Europa y USA han inventado acusaciones chocantes contra las reformas ‘autoritarias’, lo cierto es que las enmiendas proponen una democracia social más amplia y profunda». Ese es el mal ejemplo que da Venezuela, el mal ejemplo de la buena izquierda.
Alberto Cruz es periodista, politólogo y escritor especializado en Relaciones Internacionales.
albercruz (arroba) eresmas.com