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Las virtudes

El Marx sin ismos de Francisco Fernández Buey (VII)

Fuentes: Rebelión

El muro había caído en 1989. La URSS, la Unión Soviética, el faro rojo de los pueblos del mundo, la gran sacrificada durante la segunda guerra mundial, pasaba a la historia de los intentos de asaltar los cielos poco después, apenas dos años más tarde. Marx era un perro (definitivamente) muerto; el marxismo una filosofía […]

El muro había caído en 1989. La URSS, la Unión Soviética, el faro rojo de los pueblos del mundo, la gran sacrificada durante la segunda guerra mundial, pasaba a la historia de los intentos de asaltar los cielos poco después, apenas dos años más tarde. Marx era un perro (definitivamente) muerto; el marxismo una filosofía dogmática, anticientífica e indocumentada; el comunismo un totalitarismo rebosante de crímenes afín o incluso peor que el nazismo. Su libro negro, sin ninguna página en blanco, causaba terror y pavor urbi et orbe. Los intelectuales europeos de izquierda comunista se pasaban en grupos (conmutativos) de 250 a posiciones de derecha conservadora, socialliberalismo o corrientes muy próximas. Algunos incluso, como el ex camarada de izquierda radical Lucio Colletti, a las tenebrosas, oscuras y muy turbulentas aguas del berlusconismo. En España, ex miembros del PCE y de la izquierda comunista, se hacían asesores de dirigentes del PP e incluso tomaban ministerios a su cargo.

Francisco Fernández Buey, entonces profesor de metodología en la Facultad de Económicas de la UB, transitando en una dirección muy otra, escribía un artículo sobre «Las virtudes del marxismo» [1], fuera fruto de algunas conferencias anteriores. Tomo pie en esta exposición en uno de los primeros borradores del trabajo, en una de las conferencias de base.

«Seguramente conviene empezar poniéndose de acuerdo sobre la acepción en que hay que usar el término «marxismo»», señalaba el autor de Marx sin ismos. Existía mucha confusión al respecto y él sospechaba que «alguna de las conclusiones que puedan sacarse para el asunto que nos trae aquí dependerá en gran manera de cómo consideremos lo que ha sido históricamente y lo que es hoy marxismo.»

Hace algún tiempo no hubiera hecho falta detenerse en esto, casi todo el mundo parecía tener claro de qué se estaba hablando cuando se hablaba de «marxismo». En aquellos momentos ya no era así. FFB daba dos ejemplos recientes de ello.

El primero: hacía un par de meses (pongamos mediados de 1992) El País había dado cuenta del Proyecto de Manifiesto de IC (de la primera IC; poco que ver con la actual) afirmando «que, debido a los cambios que se han producido en la Europa del Este durante el último año, dicho Proyecto renunciaba al marxismo, no era marxista». Cualquier persona medianamente informada que leyera ese papel, señalaba FFB, redactado añadía, «en su mayor parte por Víctor Ríos, discípulo de Manuel Sacristán [se olvidaba de incluir también su autoría], y lo compare a continuación con otros documentos anteriores salidos del mismo ámbito político-cultural (el social-comunista de IU-IC) llegará justamente a una conclusión contraria a la del periódico»: el proyecto del Manifiesto era, sin ninguna duda, más marxista que todos los que le habían precedido. Sin ninguna duda. ¿En qué sentido era más marxista? En el sentido muy preciso siguiente: «aborda los problemas del mundo contemporáneo con una óptica que es al mismo tiempo analítica e histórico-dialéctica, nada ideológica, por más que, como es natural, el papel afirme claramente el punto de vista desde el cual se ha escrito, que es favorable a las gentes socialmente explotadas u oprimidas tanto en el Norte como en el Sur, tanto en el centro del capitalismo organizado y regulado como en su periferia por regular y organizar; por otra parte, se trata, en este caso, de ver las cosas de nuestro mundo con una óptica alejadísima de las euforias infundadas, de los esquemas demasiado simples y de los voluntarismos politicistas que fueron característicos de muchos de los documentos del área comunista escritos en España durante los quince o veinte últimos años (para no remontarnos a los fenicios)».

Lo que pasaba tal vez era que en ese proyecto de Manifiesto no aparecía ni una sola vez (o muy pocas veces) el término «marxismo», ni había tampoco en él la habitual profesión de fe marxista al menos de forma explícita. Esto había podido despistar incluso a personas que se creían marxistas. Pero lo que contaba en su opinión era que «el Manifiesto de IC quiere inspirarse en un marxismo laico, abierto, veraz y autocrítico». Su marxismo de siempre. La anécdota tenía su sustancia: «una paradoja muy habitual en los últimos tiempos es ésta: por una parte se atribuye al marxismo, a todo marxismo, un ritualismo poco menos que clerical o religioso, y luego, por otra parte, cuando los mismos que hacen esta atribución se encuentran con un texto laico afirman que tal texto, por definición, no es marxista.» [2]

El segundo ejemplo, que ponía de manifiesto «que la ignorancia acerca de qué hay que entender por marxismo no es sólo cosa de periodistas con prisa, o de personas que no tienen ganas de complicarse la vida con cuestiones que consideran pasadas de moda». Aurelio Arteta había dejado bien claro hace unos meses en la sección de opinión de El País (el 14 de noviembre de 1991) que el ministro de economía [Solchaga tal vez] de un gobierno hegemonizado por un partido que se seguía llamando «socialista» no tenía ni idea de la distinción que Marx había establecido entre socialismo y comunismo; ignorancia ésta que tenía alguna relevancia cuando de lo que se trataba era de «discutir acerca de lo que se ha hundido en la URSS y en otros países de la Europa oriental, intentando explicar desde ahí, en el marco conceptual de la tradición socialista, los motivos de este fracaso, o de esta derrota, que está afectando a tanta gente.»

Más allá de los ejemplos: la confusión en torno al término «marxismo» no era sólo responsabilidad de periodistas ni tampoco sólo responsabilidad de ministros. «no me duelen prendas al recordar, como he hecho, que tal vez la responsabilidad principal por la perversión del término «marxismo» tengamos que atribuírnosla autocríticamente los propios marxistas que durante algún tiempo dimos demasiadas cosas por sabidas o supuestas. Aquí, en Nueva York y en Moscú.»

FFB recordaba que en otro momento de crisis del marxismo, Bertolt Brecht escribió «una de aquellas agudezas de Pero Grullo que hacen pensar a los que tienen ganas y tiempo para ello». Había dicho: «Lo que ha hecho del marxismo algo tan desconocido es la enorme cantidad de obras que se han escrito en vano sobre el asunto». Y había añadido: «Lo que hace falta es recuperar su eminente talante crítico original». FFB también estaba convencido de ello.

Debíamos intentar, pues, ponernos de acuerdo sobre qué entender por marxismo, «e intentémoslo tratando de respetar al mismo tiempo un par de preocupaciones compartidas por la gran mayoría de las personas que se han ocupado de este asunto con distancia crítica, independientemente de que fueran marxistas o no».

Primera preocupación: no había que quedarse en discusiones nominalistas, en discusiones sobre palabras, «en estos tiempos difíciles en los que los principales conceptos de la teoría de la liberación tienen que ser repensados».

Segunda preocupación: que al tener tanto que ver las grandes palabras con las creencias fuertemente arraigadas entre los partidarios de la emancipación, «y estas creencias con el tipo de identidad cultural que configura una tradición (como la socialista marxista)», no era bueno dejar que estas palabras se prostituyeran, las prostituyeran, «para lanzarlas después por la borda y quién sabe si acabar diciendo con una nueva palabra, unas cuantas décadas después, algo muy parecido a lo que se quiso decir con la antigua palabra.»

Ruta señalada: frente a las persistentes añoranzas habría que evitar echar mano de la vieja palabra cuando faltaran el concepto y las ideas. Frente a las inevitables «moderneces» «habría que recordar que en nuestro mundo de hoy la pérdida de la palabra equivale a lo que para los indios americanos era la pérdida de sus dioses… si los marxistas y los que fueron marxistas están, estamos, nepantla, como aquellos indios que habían perdido a sus dioses, los demás, los que no siendo ni habiendo sido marxistas se declaran partidarios de la emancipación humana, y siguen luchando contra las alienaciones derivadas de la desigualdad social, no deberían mostrarse tampoco demasiado seguros.» Sobre todo, anunciaba FFB con una pituitaria en plena forma, en la vieja Europa. Añadía: «podría ser que el final de aquella utopía racional trajera desgracias inesperadas para las gentes que creen en la razón».

¿Qué era entonces el marxismo en aquellos momentos para FFB? No había novedades, era su Marx de 1983. «A los efectos de la discusión que ahora importa se puede empezar describiendo el marxismo de Marx como un cuerpo teórico unitario conformado al menos por: l) un filosofar asistemático, polémico, de raíz humanista y materialista y, en tal sentido, crítico (crítico no sólo de la especulación apriorista, sino también de las ideologías, de la falsa conciencia); 2) un análisis económico-sociológico e histórico del modo de producir y de algunos rasgos sustanciales de las principales formas de vida en el capitalismo; y 3) una teoría de la revolución centrada en la idea de que los grupos sociales no renuncian gratuitamente a sus privilegios, pero centrada también en la estimación de los factores que juegan, o pueden jugar, a favor del tránsito de la sociedad capitalista a la sociedad comunista, y orientada, la teoría, por una elección de valores entre los cuales los más salientes son: la emancipación del género humano, la igualdad social y el desarrollo omnilateral de las capacidades sentimentales y racionales del ser humano».

Casi al pie de la letra, lo mismo que en 1983.

Si uno se atenía a lo que había sido la historia de la filosofía, de la economía y de la teoría política a lo largo del siglo XIX podía concluir con razón «que, tomados por separado, cada uno de estos rasgos o características del marxismo tiene antecedentes conocidos». Y no era cosa de negar tampoco que, en esa historia, había habido filósofos materialistas más sistemáticos e incluso más interesantes que Marx, economistas que había sido más precisos en la conceptualización y que estaban mejor preparados que el clásico para el cálculo formal, y, por si faltara algo, teóricos de la política e historiadores más cultos e igual de agudos que Marx. ¿A esto se le puede llamar servilismo al clásico o cultivo talmúdico de una tradición?.

La verdadera novedad que aportaba el marxismo a la historia del pensamiento (y no sólo del pensamiento) era precisamente la «ocurrencia consistente en juntar el análisis económico-sociológico con un filosofar a la vez dialéctico (lo que en este contexto se puede traducir por: histórico concreto), inmanentista (o sea, materialista), y puesto, además, al servicio de los explotados y oprimidos del mundo». Se trata de una forma de ver las cosas (la misma naturaleza, el individuo humano, la sociedad) que pretendía hacer compatibles «la crítica radical de lo existente bajo el capitalismo (crítica, en particular, de las ideologías de las clases sociales dominantes), con la intención científica y con la afirmación explícita de los valores morales de partida, o sea, del ideal que puso en marcha tanto la crítica como la aspiración al conocimiento racional de lo que hay socialmente». Fue esto, esta ocurrencia notable, lo que había dado al marxismo «la fuerza de una creencia para sectores muy amplios de las poblaciones europeas durante décadas.»

¿Este rasgo diferenciador del marxismo (vocación científica y globalizadora mediada por la crítica) fue realmente un logro histórico o más bien sólo una sana intención? ¿Tal vocación constituía o no una temeridad desde los puntos de vista epistemológico o metodológico y político-moral? FFB respondería más tarde a esas preguntas. Intentaba precisar a continuación un poco más acerca de la verdadera sustancia del marxismo.

Notas:

[1] mientras tanto nº 52, noviembre / diciembre de 1992, pp. 57-64. Reproducido en Realidad, revista de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, San Salvador (El Salvador), nº 37, enero-febrero de 1994, pp. 135-143.

[2] Predicción con exactitud pasmosa, FFB añadía: «Claro que para ser justos con los medios de comunicación en este punto hay que decir que la prisa con que en ellos, en los medios de comunicación de masas, se buscan soluciones, y la impaciencia con que para ellos se exigen titulares llamativos, son cosas que no afectan sólo al marxismo; están determinando también la reducción a naderías de otras concepciones sociopolíticas (empezando por el liberalismo clásico) cuya formulación precisa costó mucho esfuerzo a la humanidad. La destrucción de la lógica del discurso escrito y su sustitución por la incoherencia fragmentaria de una cultura de la imagen todavía en pañales son, como se sabe, síntomas de los tiempos. Mal de muchos es consuelo de tontos. No obstante lo cual, criticar el mal de muchos a tiempo puede ser sano para la mayoría laica, con independencia de su jerarquía de valores».

Salvador López Arnal es miembro del Frente Cívico Somos Mayoría y del CEMS (Centre d’Estudis sobre els Movimients Socials de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona; director Jordi Mir Garcia)

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.