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La dificultad difícil

El Marx sin ismos de Francisco Fernández Buey (XIV)

Fuentes: Rebelión

Siendo las cosas como se habían apuntado, habiendo tanta evidencia histórica en contra de la pretensión de unir explicación y transformación revolucionaria del mundo, con un acuerdo tan general entre las personas sensatas acerca de la otra forma de actuación parcial y prudente, «lo difícil, lo verdaderamente difícil de explicar no debería ser la crisis […]

Siendo las cosas como se habían apuntado, habiendo tanta evidencia histórica en contra de la pretensión de unir explicación y transformación revolucionaria del mundo, con un acuerdo tan general entre las personas sensatas acerca de la otra forma de actuación parcial y prudente, «lo difícil, lo verdaderamente difícil de explicar no debería ser la crisis del marxismo (enésima crisis, por cierto, calificada una vez más de definitiva), sino por qué motivo, a pesar de tanta evidencia y de tanta razón, tantos hombres en tantos lugares del mundo siguen planteándose (en la forma marxista o en otra) todavía la misma meta tantas veces fracasada o derrotada y tantas otras reinventada» [1].

La explicación de la «dificultad difícil» era que el sano sentido común, la evidencia histórica largamente interiorizada -«y la razón razonable de la mayoría de esa especie maravillosamente contradictoria que es la de los humanos»- no habían logrado todavía encontrar la fórmula adecuada para terminar con el mal social, la desigualdad social y la injusticia.

Así, el mercado, tal como se conocía realmente, en su praxis real, permitía establecer algunas reglas en el juego económico consistente en ordenar recursos escasos, al que tan aficionado era el hermano lobo, «pero no acaba con los monopolios, ni con la explotación de unos hombres por otros, ni reduce la desigualdad social, ni es capaz de fundar una sana relación entre el hombre y la naturaleza». Lo contrario era más verdadero: la mano invisible que, según se afirma, rige las leyes del mercado era demasiado visible «a la hora de producir enormes beneficios para unos pocos, en detrimento de los más, y sólo se hace invisible de verdad a la hora de admitir responsabilidades por el expolio del medio ambiente».

En ese sentido, la que fuera primera ministra de Noruega, Gro Harlen Brundtland, había escrito cosas que FFB consideraba luminosas que venían a reforzar la desconfianza de muchos científicos, activistas, pensadores, filósofos, ciudadanos, sobre la capacidad que el denominado «mercado libre» tenía para hacer frente a los grandes problemas medioambientales de este final de siglo. «La conocida mano invisible de Adam Smith -concluía G.H. Brundtland- se creía que llevaba inconscientemente al interés privado a servir al bien común. En nuestro mundo moderno se siente la tentación de sugerir que hay un pie invisible que lleva al interés privado a emprenderla a patadas con el bien común». ¡La ex primera ministra de Noruega! En tal contexto, apuntaba el ecosocialista-comunista FFB (tan unido y próximo a su amigo y compañero Jorge Riechmann en todos estos asuntos esenciales), el entonces reciente proyecto neosmithiano, no del todo abananado, «de privatizar algunas de las especies animales en peligro de extinción tiene que sonar como una trágica paradoja.»

Tras el mercado, algo parecido se podía formular de la democracia realmente existente. La democracia era una buena cosa, no cabía duda alguna, «en la medida en que reduce y controla tensiones políticas y contribuye a poner un bozal al histórico Leviatán». Pero la democracia, esta democracia, nuestra democracia, la democracia realmente existente, no igualaba las fortunas de todos en este mundo nuestro de hoy, «que es, de hecho, una plétora miserable, el mejor de los mundos posibles, como dice sir Karl Popper, sólo que para unos cuantos y -aunque no lo diga el ilustre filósofo- el peor de los infiernos para dos tercios de la humanidad.». Dos tercios: no era malo el cálculo; empieza a serlo para un porcentaje mayor.

La democracia que conocemos seguía afirmando «la igualdad de derechos de las mujeres y los varones», pero ignoraba a un tiempo que en el mundo aún morían diariamente muchas más niñas y mujeres que niños y varones adultos porque, de hecho, existía discriminación en el trato de unas y de otros. En un interesantísimo ensayo publicado en The New York Review of Books «el economista Amartya Sen ha llamado la atención sobre un hecho al que generalmente se presta poca atención, a saber: por qué si, según parece, la biología favorece a las mujeres después del nacimiento, en muchos lugares del mundo hay proporcionalmente más varones que hembras. La cifra de mujeres que faltan, de mujeres desaparecidas, se eleva a cien millones (la mayoría de ellas en Asia). «Una cifra ésta -comenta Amartya Sen- que habla silenciosamente de una historia terrible de desigualdad y de abandono, pues son la desigualdad y el abandono lo que conduce a una mayor mortalidad femenina»».

De hecho, pues, discriminación entre los sexos, una discriminación que se mantenía en las fábricas, en los hogares, en los trabajos, en los Parlamentos, en instancia (no)representativas, en la política en general.

Item más. Hacía ya tiempo que la teoría política neomaquiaveliana -Pareto, Mosca, Burnham, Michels- había puesto de manifiesto que los regímenes democrático-constitucionales, a pesar de las instituciones parlamentarias y de la representación indirecta de la voluntad popular que las caracterizaba, eran en el fondo oligarquías. «Con independencia de que en ella quede formalmente garantizada la soberanía popular a través de la electividad de los representantes del pueblo, la tendencia hacia formas oligárquicas viene determinada aquí -a diferencia de lo que ocurre en otros regímenes- por el dominio del dinero». La mercantilización constante e incrementada con celeridad del proceso político hacía de las democracias constitucionales «oligarquías plutocráticas en las que se reproduce la desigualdad social por otras vías diferentes de la limitación del sufragio». También las democracias parlamentarias trabajaban para el pueblo pero, punto nodal, sin el pueblo, puesto que, como era de toda evidencia, no era el pueblo quien gobernaba en ellas. En absoluto.

El pensamiento político liberal contemporáneo, conservador o no, solía aceptar «esta caracterización neomaquiveliana de la oligarquización de las democracias como una apreciación realista, adecuada a los hechos principales observables en la mayoría de países con régimen democrático constitucional». Pero, por otra parte, el liberalismo renovado, que se daba cuenta de la parcial coincidencia de esta crítica neomaquiaveliana de la democracia con la crítica marxista y libertaria, se afanaba luego en desplazar los acentos hacia otra consideración. Comparaba ese proceso de oligarquización de las democracias con lo que ocurría o había ocurrido en los regímenes autoritarios de diverso signo. Pues -se aducía en este contexto- «también éstos son oligárquicos, también éstos están dominados por minorías, y en mayor medida, pero con la diferencia, desfavorable a ellos, de que no hay ni puede haber control ni renovación de las oligarquías mismas, de los que mandan, del privilegio del mandar.»

Valía la pena, sin embargo, apuntaba FFB, hacer el ejercicio mental consistente en reflexionar acerca de las dos cosas juntas: «la superioridad moral de la democracia representativa sobre el autoritarismo y la inevitable tendencia hacia la oligarquización plutocrática. Y reflexionar sobre ellas en un contexto histórico completamente cambiado respecto de la situación que siguió a la segunda guerra mundial». Había que reconocer entonces que el descubrimiento neomaquiaveliano, aceptado por todas las corrientes del pensamiento político contemporáneo, adquiría una dimensión nueva: «el inquietante hecho del carácter oligárquico de las democracias resalta mucho más cuando ya no existe otro bloque en el que ver la cara del enemigo, sino sólo espejos en los que mirarse». El carácter oligárquico y plutocrático de las democracias realmente existentes de representación indirecta saltaba a la vista como una deformidad, como una demediación de la democracia propiamente dicha, «cuando se la mira directamente a la cara, sin comparaciones odiosas que, en el fondo (para qué vamos a engañarnos), la disfrazaban y embellecían mucho.» Ese era el punto: ¡para qué íbamos a engañarnos!

De la argumentación neomaquiaveliana no sólo salía la descripción veraz de la limitación interna (económica, principalmente) de las democracias constitucionales. También podía deducirse de ella un esquema interpretativo de la historia reciente de las democracias que seguramente no carecía de interés para todas aquellas personas que estaban convencidas de que la democracia era siempre un proceso en construcción, cuyo éxito y profundización dependía muy directamente de la presión de los de abajo y de la vigilancia de estos mismos justamente frente a las tendencias oligárquicas y plutocráticas. Este esquema permitía «establecer una tendencia histórica, según la cual a medida que se extiende el sufragio por abajo, esto es, a medida que la igualdad jurídica formal alcanza techos más elevados en los países democráticos, aumenta la presión de los intereses creados por el dinero para corregir los desplazamientos y cambios que puedan llegar a afectar a los antiguos privilegios». Como era de toda evidencia, las clases dominantes habían acudido históricamente a soluciones varias en función de las formas que había ido tomado la lucha por la hegemonía en las sociedades democráticas.

Ejemplos de ello:

La extensión del sufragio por abajo se corrigió o se complementó con las leyes contra los socialistas.

La presión por abajo en favor de la ampliación del sufragio y de la igualdad «produjo exclamaciones célebres por parte de los privilegiados y de los políticos conservadores (con consecuencias nefastas para las clases sociales ascendentes), como aquella de que la legalidad nos mata». A medida que, en la cultura euroamericana, se extendía «la convicción de que el problema de la hegemonía tiene que resolverse por vía pacífica y respetando el pluralismo político parlamentario, la legalidad parece a veces haber dejado de matar privilegiados. (aunque tampoco conviene hacerse demasiadas ilusiones a este respecto: ni siquiera en esto la historia es lineal y simplemente progresiva)». Por lo general, señalaba FFB, se trataba ahora de interpretar convenientemente esta legalidad.

Su tesis: FFB consideraba que ese esquema interpretativo, neomaquiaveliano, de lo que había sido y estaba siendo «la democracia realmente existente en el sistema-mundo del final de siglo» corroboraba en sus líneas generales la concepción marxista de la democracia en el capitalismo organizado.

Corroboraba, no refutaba. El marxismo no era un perro muerto.

Nota:

[1] mientras tanto nº 52, noviembre/diciembre de 1992, pp. 57-64. Reproducido en Realidad, revista de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, San Salvador (El Salvador), nº 37, enero-febrero de 1994, pp. 135-143.

Salvador López Arnal es miembro del Frente Cívico Somos Mayoría y del CEMS (Centre d’Estudis sobre els Movimients Socials de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona; director Jordi Mir Garcia)

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