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Jenny Marx, Karl Marx

El Marx sin ismos de Francisco Fernández Buey (XIX)

Fuentes: Rebelión

«Sería un error construir a partir de las desgracias por las que Marx tuvo que pasar en la década de los cincuenta y de su resistencia moral algo así como una hagiografía, una leyenda dorada como la que suele trazarse de esos santos a los que, como decía Unamuno, para mayor edificación, se les presenta […]

«Sería un error construir a partir de las desgracias por las que Marx tuvo que pasar en la década de los cincuenta y de su resistencia moral algo así como una hagiografía, una leyenda dorada como la que suele trazarse de esos santos a los que, como decía Unamuno, para mayor edificación, se les presenta absteniéndose de mamar los viernes, ya desde su primera infancia»

Manuel Sacristán (1975)

«Un joven romántico buscando su estilo» es el título del primer capítulo del Marx sin ismos [1]. Una introducción biográfica. Pero eso sí, singular, con detalles desconocidos, con gusto, bien escrita, poniendo énfasis en la relación entre Karl y Jenny Marx, Jenny von Westphalen. FFB fue uno de los -no numerosos- marxistas que destacó este nudo esencial de la vida del revolucionario de Tréveris.

El compás inicial del capítulo: «Karl Marx nació, en 1818, en Tréveris (Trier), una pequeña villa de Renania de origen romano que históricamente había sido puente entre las culturas alemana y francesa. El año en que nació Marx la población de Tréveris apenas llegaba a los doce mil habitantes. La familia de Marx era hebrea, rabínica por ambas ramas: el abuelo paterno había sido rabino en la ciudad; el abuelo materno lo fue en Holanda. Su padre, Hirschel Marx, fue un jurista ilustrado que ejercía un cargo público de cierta importancia en representación de sus colegas ante los tribunales; se había convertido al protestantismo en 1817 e hizo bautizar a los hijos por la Iglesia Evangélica en 1824. Hirschel Marx era un ilustrado a la alemana: se consideraba kantiano y admirador de Voltaire, de Diderot, de Rousseau y de Lessing; la madre de Karl, Henriette Pressburg, holandesa de origen, no llegó nunca a aclimatarse del todo en Alemania aunque se bautizó también, siguiendo al marido, por conveniencias familiares […] Tampoco se puede decir que Karl Marx haya sido un niño precoz. Pasó los exámenes en el colegio con suficiencia, pero sin destacar gran cosa. En la enseñanza secundaria, que siguió en el Instituto Friedrich Wilhelm de Tréveris durante los años 1830-1835, recibió una sólida educación de orientación humanista. Fue el octavo de una clase de treinta y dos alumnos: bueno en lenguas clásicas, regular en religión, flojo en matemáticas y bastante flojo en historia. Sus profesores dejaron dicho de él que era estudioso, agudo y muy apasionado tanto en el hacer como en el escribir. Quienes le conocieron elogiaron sus redacciones sobre temas literarios y su capacidad en la comprensión de lenguas clásicas, aunque el director del Instituto consideró que los escritos del adolescente Karl Marx en alemán acusaban una exagerada búsqueda de la expresión insólita y pintoresca. Sus condiscípulos de entonces le han recordado por la facilidad que tenía para inventar historias, por sus dotes de polemista y por el ímpetu con que trataba de imponer a los demás las opiniones propias. Parece que sus aficiones de adolescente eran sobre todo la poesía y la redacción de libelos. Tenía la pluma fácil pero enrevesada. En 1835, al acabar los estudios preuniversitarios, aquel joven escribía, en las entonces acostumbradas, casi obligadas, reflexiones sobre la elección de carrera, estas palabras: «La carrera que hay que elegir es aquella que nos proporcione la mayor dignidad posible y nos ofrezca el más amplio campo para actuar en beneficio de la humanidad y que nos permita acercarnos a la perfección, meta general para alcanzar la cual todo lo demás son medios. […] Pues quien crea sólo para sí mismo tal vez puede convertirse en un célebre doctor, en un gran sabio o en un excelente poeta, pero no llegará a ser un hombre completo y verdaderamente grande».

No está mal el texto joven-marxiano. Tampoco está nada mal el comentario de FFB: «Como todas las redacciones escolares de este tipo tampoco ésta [Escritos de juventud, 1982, 1, 1-4] tiene por qué ser considerada particularmente original. Lo más probable es que Karl Marx haya dicho en ella lo que sus profesores esperaban que dijera. Es natural que en un Instituto en el que, por lo que sabemos, predominaba el talante liberal, y con un padre como el que Karl tenía, la declaración de intenciones del chico cobrara resonancias del Emilio de Rousseau. De todas formas, los biógrafos han creído ver en esta redacción escolar el bosquejo adolescente de un tema que tuvo memorable expresión en el Hyperión de Hölderlin, y que éste compartió con el Goethe de Wilhelm Meister y con el Schiller de la Educación estética, a saber: la aspiración a la plenitud del desarrollo humano, a la superación de los límites impuestos por aquella división del trabajo sin la cual ninguna sociedad moderna puede funcionar; un tema que, sin duda, estaba en el ambiente de la Alemania de entonces, pero que ocuparía ya permanentemente a Marx desde los Manuscritos de París de 1844. No se fuerza nada la exégesis si se añade que esta aspiración a la plenitud del desarrollo humano omnilateral tiene relación directa también con la primera formulación marxiana, todavía poético-imaginativa, de la idea de «reificación» o «alienación».

Jenny von Westphalen hace acto de presencia. Del modo siguiente: «Algunos biógrafos han exagerado este episodio de la vida de Marx refiriéndose a los prejuicios de la época ante la unión de una aristócrata (física e intelectualmente encantadora, según todos los testimonios) y un plebeyo (que, no era agraciado, tenía cuatro años menos que la novia y, para colmo, era de origen judío). Pero aunque hubo, desde luego, dificultades, éstas no fueron tantas, ni tan agudas y singulares como quiere la leyenda: la posición social de los Marx no era precisamente la propia de plebeyos, sino relativamente distinguida en la pequeña Tréveris; y, por otra parte, todo indica que el joven Marx tuvo una buena relación con Ludwig von Westphalen, el padre de Jenny, al que en 1841 dedicaría su tesis doctoral. Marx habló siempre del padre de Jenny con cordialidad y afecto y en una ocasión le calificó por escrito de «paternal amigo». La verdad es que el joven Marx universitario admiraba en el padre de Jenny su cultura clásica, su amor al progreso y su «idealismo esplendoroso y convincente». Fue Ludwig von Westphalen, el cual sabía griego y latín, hablaba inglés y conocía el español y el italiano, quien propuso a Marx algunas de sus principales lecturas literarias en las lenguas originales: Homero y los trágicos griegos, Dante, Shakespeare y Cervantes; autores, todos ellos, abundantemente citados todavía en sus obras de madurez. Es posible, además, que la conversación con este hombre, de ideas saintsimonianas, haya significado para el joven Marx la primera noticia de ideas vagamente socialistas. En cualquier caso, no hay documentos para argumentar que aquella simpatía de Karl Marx por su suegro no haya sido recíproca; los hay, en cambio, que atestiguan una buena y persistente relación de amistad entre Hirschel Marx y Ludwig von Westphalen».

¿Y entonces? Lo siguiente: «De modo que el obstáculo principal en el inicio de aquella relación amorosa no parece haber sido la existencia de prejuicios raciales en la familia Von Westphalen sino más bien ciertas discrepancias político-religiosas de orden más general con el hermanastro de Jenny, Ferdinand von Westphalen (convertido en cabeza de familia después de la muerte de Ludwig) unidas a diferencias de opinión sobre cuestiones domésticas con repercusión económica para el futuro de las familias respectivas, diferencias aducidas, por cierto, tanto por parte de la madre de Jenny, Karoline Heubel, como por parte de la madre de Karl después de la muerte de su marido. El propio Karl Marx, ya viejo, quiso quitar importancia a los supuestos prejuicios familiares que, según se decía, dificultaron la relación con Jenny en los años de juventud. Cuando en 1881 Charles Longuet, su yerno, publicó en el periódico parisino Justice una necrológica de Jenny von Westphalen en la que contaba que ésta tuvo que superar los prejuicios raciales para casarse con el hijo de un abogado judío, Marx replicó: ‘Esa historia es una pura invención. No hubo prejuicios que superar». Fuera cierta o no la historia, se entiende la contundencia marxiana.

FFB vuelve al poco sobre la relación entre aquellos dos revolucionarios alemanes, fuertemente comprometidos: «Pero la pasión intelectual le resultaba al joven estudiante berlinés insatisfactoria. A ella se superpone constantemente la pasión amorosa alimentada, como suele ocurrir, por las reticencias familiares y por la distancia de la persona amada. Poco después de llegar a Berlin, todavía en 1836, el joven Karl escribe sobre el descubrimiento de un mundo nuevo: «el mundo del amor». Y cuando Jenny von Westphalen, enamorada pero discreta, le prohíbe, en tono cortés y educado, que continúe una correspondencia que la hace llorar más de una vez, Marx describe el propio estado de ánimo hablando de «ebriedad nostálgica» y ve su alma llena de fantasmas. Eran seguramente los fantasmas de un nuevo romanticismo en el que la añoranza interior y la nostalgia, confesadas al padre, contrastan con la expresión grandilocuente de los sentimientos en uno de los poemas dedicados a la amada: Arrogante, con flameantes vestiduras,/ el corazón transfigurado por la luz,/ orgulloso, abandono obligaciones y ataduras,/ piso firme por anchas salas,/ revelo ante tu semblante el dolor/ y los sueños se convierten en el árbol de la vida.»

Jenny, desde luego, tuvo su innegable influencia en asuntos centrales. Así lo explica FFB en reflexión singular: «Si hemos de juzgar por algunos testimonios de los interesados, las reservas de Jenny von Westphalen sobre el estilo literario del joven Marx algo debieron influir en la posterior corrección de la prosa de éste. Jenny, que sería luego copista de varias de las obras de su marido y oidora paciente de las poesías del ya maduro Heine en París, recriminaba así al joven esposo: «Por favor, no escribas en tan amargo e irritado estilo. Escribe llanamente y de modo preciso, con gracia y con humor. Por favor, corazón mío, deja que la pluma corra por las páginas, y aun si en ocasiones tropieza y desafina y repite frases, ahí estarán, con todo, tus pensamientos, enhiestos como granaderos de la vieja guardia, resueltos y bravos […] ¿Qué importa si su uniforme cuelga con desaliño y no está bien abrochado? Mira qué elegantes parecen los uniformes sueltos, ligeros, de los soldados franceses. Piensa en nuestros rebuscados prusianos. ¿No te da eso escalofríos? Deja que los participios corran y pon las palabras donde quieran ir. Semejante tropa no debe marchar con demasiada regularidad». Jenny estaba apuntando ahí una de las debilidades de la obra de Marx (y no sólo en los años de juventud): su constante dificultad para la expresión franca y equilibrada de los sentimientos, la falta de educación sentimental. A pesar del interés que ello puede tener, puesto que Marx ha buscado siempre «una forma artística» para sus ideas, no se ha hecho todavía, que yo sepa, una comparación entre el estilo del joven Marx y el de Jenny von Westphalen. Cierto es que tampoco han quedado muchos escritos de la Jenny de esta época (ni de los años siguientes), pero lo que ha quedado es suficiente para llamar la atención acerca del profundo contraste existente entre la redacción sencilla, meridiana, con deliciosos toques de humor e ironía, de ella y la forma crispada, altisonante y muchas veces amarga, de él. Compárese, por ejemplo, el tono de los poemas anteriores con estas palabras de Jenny von Westphalen escritas unos pocos años después de recibir aquéllos: «Aunque en la última conferencia entre las dos grandes potencias no se haya estipulado nada al respecto y ningún acuerdo haya sido tomado en lo que respecta al asunto de la apertura de una correspondencia, y aunque, por consiguiente, no existe ningún medio para forzarla, la pequeña aristócrata de cabellos mal rizados se siente interiormente impulsada a iniciar la danza de los sentimientos de amor y reconocimiento más profundos, de los más íntimos a tu consideración, mi querido, mi bueno, mi único pequeño hombre de mi corazón. Pienso que tú no has sido jamás tan amante, tan dulce, tan afectuoso; y, sin embargo, cada vez que me dejabas quedaba desalentada porque hubiese querido que regresaras de nuevo para decirte una vez más cuánto te amo, cuánto te amo verdaderamente. La última vez partiste triunfante y no sé cuánto le costó a mi corazón aquel momento en que ya no te vi ante mí en carne y hueso, sino sólo ante mi alma tu imagen fiel, tan limpia, con toda su angelical dulzura, con su bondad, con la nobleza de su amor y el resplandor de su espíritu. ¡Si estuvieras aquí, mi Karlenchen querido, cuán dispuesta a la felicidad encontrarías a tu valerosa mujercita! Si por lo que fuera tuvieras alguna queja de mí yo no tomaría contra ti medidas disciplinarias, posaría mi cabeza con paciencia sobre tu corazón ofreciéndosela al joven villano. ¿Quién? ¿Cómo? Luz, ¿qué luz? ¿Recuerdas todavía nuestra conversación al caer la noche, las señales que intercambiábamos, las horas en que dormitábamos juntos? Mi querido corazón, ¡qué bondadoso eres, cuánto me quieres, qué complaciente eres y qué contento te siento! ¡Qué brillante es tu imagen, victoriosa ante mí, y cómo aspira mi corazón constantemente tu presencia, cómo se estremece por ti en el placer y en el éxtasis, cómo te sigue, temeroso, en tus caminos!..!

FFB concluye este punto: «Es difícil decidir acerca de qué motivo influyó más en la renuncia del joven Marx a la poesía romántica: si las consideraciones críticas del padre, que pagaba los estudios, las reticencias de Jenny von Westphalen sobre el estilo del amado o la desilusión del interesado respecto del propio talento en este ámbito (como sugiere Mehring). Probablemente las tres cosas influyeron. Pero lo cierto es que, aunque todavía en 1841 Marx hizo publicar un par de sus poemas juveniles en la revista Atheneum de Berlín, y a pesar de sus relaciones con algunos de los grandes poetas alemanes de la época, desde 1839 sus intereses intelectuales iban a centrarse sobre todo en la filosofía y el periodismo político. Mijail Lifschitz, que estudió con detenimiento la evolución de las ideas de Marx sobre arte y literatura, tiende a quitar importancia en esto a las vivencias personales y considera que el alejamiento de Marx del romanticismo literario fue la expresión de un proceso intelectual más amplio al que no habría sido ajena la aproximación a la filosofía hegeliana y, en particular, la lectura marxiana de la Estética de Hegel con su teoría del ocaso inevitable del arte en la sociedad de la época moderna. Puede ser. Pero al estimar los motivos del alejamiento de Marx del movimiento romántico propiamente dicho hay que tener en cuenta, además, la decepción (que él compartió con los jóvenes hegelianos) ante el «romanticismo coronado» representado desde 1840 en Alemania por Federico Guillermo IV. Pues, en efecto, poco a poco el romanticismo oficial alemán fue perdiendo el inicial impulso crítico y rebelde para identificarse con la defensa del Estado cristiano en Prusia más allá de las esperanzas constitucionales.»

El capítulo sigue en la misma senda, por la misma fuerza intelectual, con el mismo rigor, con la misma energía poliética. No veo mejor forma de finalizar este breve aproximación que la de recomendar su lectura completa -¡no se pierdan este Marx sin ismos– y reproducir esta carta de Jenny Marx a Engels, entonces en Manchester, escrita en Londres, en los alrededores del 17 de enero de 1870. Es la gran Jenny quien escribe:

«Querido señor Engels:

Raras veces quizá ha venido un hamper so à propos [1] como el de ayer. La caja fue abierta y los cincuenta esbeltos hombrecillos quedaron parados, en fila, en la cocina, cuando llegaron el Dr. Allen y su ayudante, un joven doctor escocés, para operar al pobre Moro, de manera que, inmediatamente después de la operación, el Moro y sus dos esculapios pudieron fortalecerse con el exquisito Braunenberger.

La historia esta vez fue, de nuevo, muy mala. Desde hace ocho días habíamos empleado todos los medios; compresas, albahaca, etc, etc, que muchas veces habían ayudado. Todo fue un vano. El absceso crecía constantemente, los dolores se hicieron intolerables y no se había producido ninguna abertura o suturación. Fue necesario cortar; entonces el Moro se decidió finalmente a dar el paso inevitable, llamar a un médico. Experimentó gran alivio después de la profunda incisión y, aunque hoy a la mañana, no está libre de dolores, en general está muchísimo mejor y espero que dentro de unos pocos días estará curado.

Pero ahora debo revelar, en contra de él, un registro formal de pecados. Desde que regresó de Alemania, sobre todo después de la campaña de Hannóver, se sentía indispuesto, tosía permanentemente y, en lugar de cuidarse, empezó a estudiar ruso a toda costa; salía poco, comía de modo irregular y sólo mostró el carbunco debajo del brazo después que éste ya estaba muy hinchado y endurecido. ¡Cuántas veces, mi querido señor Engels, he deseado calladamente, desde hace años, que usted estuviera aquí! Muchas cosas serían diferentes. Ahora espero que esta última experiencia le sirva de escarmiento.

Por favor, señor Engels, no haga ninguna alusión a esto en sus cartas. En este momento él se irrita con facilidad y se enojaría mucho conmigo. Pero, para mi desahogo, necesitaba abrir mi corazón a usted porque me siento impotente para cambiar en algo su modo de vida. Quizá se pueda arreglar con Gumpert para que hable en serio con él, cuando vuelva a Manchester. Es todavía el único médico en el que deposita confianza. En nuestra casa reina ahora un desprecio general hacia toda medicina y hacia todos los médicos; y, sin embargo, sigue siendo un mal necesario; sin ellos uno no se podría curar.

¿Qué me dice del segundo regalo de Año Nuevo que Laura nos ha hecho [2]? Espero que el ritmo veloz se detenga; si no, pronto podré cantar 1, 2, 3, 4, 5,–6– — — ¡10 little nigger-boys! [3]

Notas carta: [1] Un envío aquí, a tiempo. [2] Véase apéndice, carta 9. (MEW, págs. 707/708). [3] ¡Diez pequeños negritos!

Nota:

[1] FFB, Marx sin ismos. El Viejo Topo, Barcelona, 1998, pp. 25-48.

Salvador López Arnal es miembro del Frente Cívico Somos Mayoría y del CEMS (Centre d’Estudis sobre els Movimients Socials de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona; director Jordi Mir Garcia)

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.