Matices, precisiones, sugerencias: una obra abierta» es el título del último capítulo de Marx sin ismos [1]. «Precisiones sobre fraternidad e internacionalismo» y «Precisiones sobre violencia y revolución» son dos de sus apartados. En «Precisiones sobre fraternidad e internacionalismo» señala FFB: Los ocho años -de 1864 a 1872- dedicados a la organización y desarrollo de […]
Matices, precisiones, sugerencias: una obra abierta» es el título del último capítulo de Marx sin ismos [1]. «Precisiones sobre fraternidad e internacionalismo» y «Precisiones sobre violencia y revolución» son dos de sus apartados.
En «Precisiones sobre fraternidad e internacionalismo» señala FFB:
Los ocho años -de 1864 a 1872- dedicados a la organización y desarrollo de la AIT fueron tan decisivos para la configuración de la filosofía política de Marx como lo habían sido los inmediatamente anteriores y posteriores a las revoluciones europeas de 1848. «En lo esencial, su pensamiento político estaba ya formado entonces. Pero los matices y precisiones que sobre el concepto de revolución y sobre la idea misma de comunismo Marx introdujo a partir de esta otra experiencia tienen mucha importancia». No entra FFB en el detalle de las polémicas entre las distintas corrientes ideológicas -prudonianos, blanquistas, bakuninistas y marxistas- de aquella organización. Eso sí, señala que «la tradición emancipadora moderna que durante décadas se ha inspirado en Marx no podría entenderse sin lo que éste aprendió y produjo gracias al contacto directo con dirigentes de las diversas organizaciones obreras europeas de esa época, algunos de los cuales (empezando por Bakunin) no pensaban como Marx.»
Esa reflexión merece una observación: antisectarismo.
Lo que había dado nuevo perfil a la filosofía política de Marx «fue la necesidad de sintetizar las reivindicaciones básicas de los trabajadores del momento, la voluntad de pasar desde un programa fundamental o de principios, como era el Manifiesto, a un programa de acción con el que se sintieran realmente identificados trabajadores de muy distintas nacionalidades». Sacristán habló de praxeología para hacer referencia a estas complejas interrelaciones. Esto, admite FFB, si se tiene en cuenta lo dicho a propósito del carácter normativo (no estrictamente sociológico) de la repetida frase del Manifiesto -«los trabajadores no tienen patria»-, había sido siempre sumamente complicado. Lo era ya entonces. La mejor manera de llamar la atención sobre esta dificultad, «desde lo más primario, las lenguas de uso», acaso fuera recordar la ironía del propio Marx, a propósito de Lafargue, cuando el que sería su yerno, en una de las reuniones de la Internacional en Londres, se soltó «un inflamado discurso sobre el fin de las nacionalidades, y lo hace en francés (una lengua, comenta Marx, que no entendía ni el veinte por ciento de los presentes)».
Primera precisión: cómo se compagina la declaración normativa, internacionalista, con el hecho, «puesto que era un hecho», de que los trabajadores europeos integrados en la AIT hablaban diferentes lenguas y «expresaran en ellas sentimientos, ilusiones y reivindicaciones, que, por compartidos que fueran en lo sustancial, se hallaban condicionados por diferencias nacionales y étnicas muy notables». En los documentos que redactó para la Internacional Marx había establecido, en aras de esta deseada compaginación, tres criterios: autonomía política, vínculo fraterno y política internacional propia.
Su argumentación en favor de la autonomía política, señala FFB, reafirmaba la idea de que la emancipación de la clase trabajadora tenía que ser obra de la clase trabajadora misma. Tiempo después, conociendo la diversidad de aquel movimiento sociopolítico, «Marx precisa que la tarea de la AIT es coordinar y generalizar los movimientos espontáneos que surgen en los distintos países». Coordinar y generalizar no es ordenar ni imponer nada al conjunto. Si se comparaba esto con lo dicho en el Manifiesto, señala FFB, se podrá ver que la precisión era bastante más que un ligero matiz. Implicaba la renuncia «a imponer «un sistema doctrinario determinado» o a proclamar ya cuál debe ser el sistema de cooperación alternativo en el futuro». Bastaba para Marx con limitarse «al enunciado de unos pocos principios generales» [2].
Esta limitación, para alguien que tiene punto de vista sobre la sociedad del futuro (Marx lo tenía desde luego) debía entenderse como una autolimitación, «se hace en aras del segundo criterio que es, en lo sustancial, un criterio político-moral: el del vínculo fraterno». Por su número, el trabajador, el proletario era ya o empezaba a ser, según los países, en esa época la mayoría de la población. Pero, «dada la diversidad de formas políticas, la inexistencia todavía de un sufragio universal y la experiencia de que los poderosos, en los momentos de crisis, tienden a liquidar la propia legalidad («la legalidad nos mata», decían por entonces poderosos que se llamaban a sí mismos liberales), el número no es suficiente». Hacía falta la unidad de los de abajo y ésta no se construía en días. Se edificaba, se edifica, señala FFB, «pacientemente en el plano cultural cultivando la fraternidad de clase.». Joan Tafalla y Joaquín Miras estarían encantados con este paso.
Puesto que la fraternidad es una hermosa palabra (un amigo del autor, Antoni Doménech, ha escrito páginas deslumbrantes sobre el concepto [3]) que se podía decir de muchas maneras (en esa época, el ejemplo es de FFB, se hablaba, entre otras cosas, de la «fraternidad que produce el librecambio»), para compaginar afablemente especificidades nacionales y voluntad internacionalista hacía falta todavía un tercer criterio político-moral: «meterse en los «misterios» de la política diplomática e internacional». En lo que tenía de político este criterio exigía: «considerar la política internacional como la otra cara de las luchas sociales y, en consecuencia, denunciar las maniobras gubernamentales que arrastran a las gentes a las guerras y ponen a los proletarios, en cada país, detrás de quienes las declaran». También Marx precisaba en este nudo: «critica el nacionalismo de los gobiernos imperiales y de las naciones grandes pero comprende y alienta las reivindicaciones nacionales de polacos (frente a Rusia y Prusia), irlandeses (frente a Inglaterra) e italianos (frente a Austria).» La tradición ha obrado en ocasiones con mucha sabiduría (y riesgo) en este vértice a veces esencial. El nacionalismo, como el ser, también se dice de muchas maneras.
Este criterio tenía, además, una connotación ética en la medida en que pretendía aproximar dos ámbitos cada vez más separados en aquel mundo (que era el nuestro añadía FFB): el mundo de las relaciones entre los ciudadanos y el de la alta política internacional. La separación es cada vez más evidente. Por eso el manifiesto inaugural de la AIT también se autolimitaba: «sólo quiere (pero ese «sólo» ya es mucho en aquellas circunstancias y en las nuestras) que las «sencillas leyes de la moral y del derecho» regulen a la vez las relaciones entre las personas y las relaciones entre las naciones». Así se precisaba el viejo lema de Flora Tristán (el recuerdo es de FFB, desde luego) y del Manifiesto: «Proletarios de todos los países, uníos». «Uníos, se dirá ahora, a sabiendas de que el proletariado necesita otra política también para las relaciones internacionales». La cultura autónoma de la clase ascendente iría tomando así forma propia. En una entrevista que concedió, en 1871, a la publicación neoyorquina The World, recordaba FFB, Marx había ampliado su argumento sobre la forma de compaginar las diferencias nacionales en una amplia red internacional: después de señalar que el objetivo principal de la AIT era la emancipación económica de la clase obrera «mediante la conquista del poder y la utilización del mismo para la realización de sus fines sociales», Marx acababa con estas palabras que FFB destacaba y citaba en extenso:
Nuestros objetivos tienen que ser necesariamente tan amplios como para abarcar todas las formas de actividad de la clase obrera. Dar a estos objetivos un carácter particular habría significado reducirlos a las necesidades de una sola sección, a las necesidades de los trabajadores de una sola nación. Pero entonces ¿cómo convenceríamos a todos de que se unieran si el objetivo fuera alcanzar sólo las metas de algunos? Si nuestra AIT fuera así no tendría derecho a llamarse Internacional. La AIT no impone ninguna forma fija al movimiento político. Sólo exige que este movimiento se oriente hacia un mismo fin. La AIT está formada por una red de sociedades afiliadas que abarca todo el mundo del trabajo. En cada una de las partes del mundo aparecen aspectos particulares del problema del trabajo; los obreros los tienen cuenta y tratan de resolverlos a su manera. Pues las organizaciones obreras no pueden ser absolutamente idénticas en Newcastle y en Barcelona, en Londres y en Berlín. La Internacional no tiene la pretensión de imponerles su voluntad, ni siquiera pretende dar consejos: ofrece a todo movimiento en curso su simpatía y su ayuda, dentro de los límites establecidos por sus estatutos.
«Precisiones sobre violencia y revolución» es el siguente apartado de este capítulo.
La conquista del poder: he ahí, señala FFB, la madre o una de las madres del cordero. Era otro de los puntos en que el hipotético lector actual de Marx sentiría la tentación de pasar página o de cerrar el libro. «Sí, sabemos: las revoluciones devoran a sus hijos; el poder corrompe; la lucha violenta contra la violencia hace violentos a quienes no querían serlo; los rebeldes dejan de serlo; las revoluciones no hacen progresar a la humanidad… Pero también sabemos desde Tocqueville: antes de someter a juicio sumarísimo a los revolucionarios de un día, entérate de qué había antes de las revoluciones. Tanto como eso no cabe aquí». Para aproximarse simpatéticamente a esa comprensión, señala FFB, se podía sugerir «la lectura de algún médico o filántropo de la época sobre las condiciones de vida de los trabajadores en Manchester, en París, en Barcelona o en las minas de Río Tinto. O escuchar alguna cinta con los cantos de Eugène Pottier para la Comuna de París: el havy metal de la época. O leer algo serio sobre cómo se reprimió a los comuneros y qué repercusión tuvo eso en los otros países de Europa, incluido el nuestro».
El programa de lectura y escucha era excelente desde luego.
Supongamos, pregunta FFB, que somos pacifistas, «no de la rama del pacifismo fundamentalista, que se dice, ni de la rama del pacifismo accidental», gandhianos, por ejemplo, como lo fue él. «¿Hay, desde ahí, motivos para cerrar el libro de Marx y dejar de dialogar con él?» Ffb creía que no.
Empecemos por el concepto de violencia, prosigue. Marx había escrito en esos años cosas como esta: «la violencia es la comadrona de la historia». Se infería de ello que estaba a favor de la violencia, así, sin más. No, por supuesto que no. «No a favor de la violencia individual»: el mismo Marx escribió contra prácticas de ese tipo, como el duelo, por ejemplo, «que era un hábito en la cultura prusiana que él había conocido de cerca (un hábito mediante el que compañeros suyos quisieron resolver las diferencias en la Liga comunista; un hábito por el que murió uno de los grandes del movimiento obrero alemán, Ferdinard Lassalle)». Tampoco a favor de la violencia verbal o demagogia: no era el estilo de Marx, lo suyo era más bien denunciar la demagogia de los hechos. Tampoco «a favor de la violencia terrorista indiscriminada de aquellos a los que, como al Nechaiev literaturizado por Dostoiewski, les salían sobrando dos tercios de la humanidad». Tampoco. Marx había escrito contra eso en repetidas ocasiones y no lo quería para «su» partido. Tampoco, el vértice es importante en aquellos años, «a favor de la violencia supuestamente legal que exige la pena de muerte para castigar al criminal». Marx escribió contra la pena de muerte ya en 1853, y había llamado «miserable» a una sociedad que no había encontrado otro medio de defenderse que el verdugo y que, además, «proclama su propia brutalidad como una ley eterna.».
Por lo demás, tampoco era Marx de los que justificaban la necesidad de la violencia porque ésta pareciese estar, como se señala con frecuencia y con lenguajes más o menos coincidentes, «en los genes del hermano lobo».
¿Qué quería decir entonces Marx con eso de que la violencia es la «comadrona» de la historia? ¿De qué historia? Marx hablaba de una historia muy concreta, que era lo que seguía a la frase que siempre se cortaba cuando se citaba (precipitada o interesadamente) a Marx: «la comadrona de toda vieja sociedad preñada de una sociedad nueva«. ¿Qué sociedad era esa? La que Marx tenía ante los ojos: «una sociedad cuyos protagonistas, los miembros de las principales clases sociales, se enfrentan en condiciones de igualdad jurídica: derecho contra derecho». En esas condiciones, Marx pensaba, que era en esto hegeliano: «lo que decide es la violencia, la fuerza (Gewalt). No se trata, pues, de una violencia cualquiera, sino de violencia social [OME 40, 255; OME 41, 260]».
¿Y toda violencia social tiene que cristalizar en violencia política, preguntaba de nuevo FFB? No, desde luego que no. «Para empezar hay sociedades que no parecen quedar preñadas nunca de lo nuevo. Y luego, incluso en las sociedades, hay embarazos y embarazos». Por lo tanto, en circunstancias concretas, podían existir «otras comadronas de la historia distintas de la Doctora Violencia». Marx no negaba esa posibilidad. «Siendo dirigente de la AIT había pensado que en algunos países (incluido aquel en el que él estaba viviendo) los proletarios podían conquistar el poder pacíficamente». Con esa idea ha estado a favor de la universalización del sufragio cuando, añadía FFB oportunamente, «muchos de los poderosos de su época estaban en contra». Incluso después de ver lo que pasaba en París en 1870-1871, cuando los liberales decían aquello de «la legalidad, nuestra legalidad, nos mata», después incluso de ver el significado de las leyes antisocialistas que dejaban fuera de la legalidad al partido obrero en Alemania, «Marx ha seguido diciendo, cuando se lo han preguntado, que en los países preñados de lo nuevo pero de otra manera, como Inglaterra, EEUU y tal vez Holanda, los trabajadores podrían hacerse con el poder por vía pacífica.»
Pero había más: los tres ejemplos que Marx había seguido con más atención en sus últimos años -Francia, Alemania y Rusia- no llevaban precisamente ese camino, el camino pacífico. «En 1851 siete millones y medio de franceses (frente a seiscientos mil) han aprobado en plebiscito un golpe de estado. El primer embrión de lo que llamamos seguridad social no ha llegado en Alemania de la mano del liberalismo sino limitando las libertades desde arriba y prohibiendo la prensa socialista. Y, mientras tanto, en EE.UU asesinaban al líder antiesclavista Lincoln (en el que la AIT había puesto muchas esperanzas). Y el gobierno inglés no quería ni oír hablar de parlamento y sufragio en las colonias.»
Marx, como sus contemporáneos, recordaba FFB, había vivido desde 1848 hasta 1880 en una Europa en la que la forma más alta de la violencia humana, la guerra, había sido un hecho casi cotidiano. La observación del continuo entrelazarse de guerra-revolución en Europa había marcado su pensamiento. Marx había sido testigo (y analista) de la guerra de Crimea (1855-1856), de las guerras en favor de la unidad italiana, de la guerra franco-piamontesa contra Austria (1859), de la guerra de secesión americana (1861-1865), de la guerra austroprusiana (1866), de la guerra franco-alemana (1870-1871), de la crisis de los Balcanes que dio lugar a la guerra serbo-turca y luego ruso-turca (1875-1878). FFB insistía: era imposible separar su noción de la violencia de unas vivencias como ésas. «Al final de la guerra ruso-turca, en una entrevista que le hicieron en diciembre de 1878, Marx dijo que no hacía falta ser socialista para prever que en Rusia, Alemania, Austria y tal vez Italia se producirían revoluciones parecidas a las que habían tenido lugar en Francia». Y matizó: «Tales revoluciones serán realizadas por la mayoría de la población, no por un partido».
Queda la pregunta, fundada en opinión de FFB, que unos se hacían como cuestión de principios y otros accidentalmente acerca de si «los de abajo tienen necesariamente que proponerse tomar violentamente el poder para lograr la igualdad social». En este caso, prosigue FFB, convenía ponerse la mano en el corazón y distinguir: «¿de qué estamos hablando: de nuestros tatarabuelos o de nosotros mismos?» Algunas preguntas que no tenían sentido en determinados momentos históricos. Si no hay preñez, señalaba, «no perdamos el tiempo discutiendo el nombre que se debe poner al niño». Si, a pesar de ello, se quería seguir hablando en serio acerca de lo que no dejaría de ser «un gran asunto para el animal cívico que es el hombre preocupado por lo social, por la existencia de la desigualdad y de la violencia social», entonces no quedaba más remedio que seguir mirando a la historia, «a la de las revoluciones y de las guerras y a la otra; a la de la Comuna de París, que fue el referente de Marx, y a la de las sociedades que quedaron embarazadas de lo nuevo de otra manera».
Contra lo que se solía decir, concluía en este punto alguien tan sensible al marco histórico como el autor de La gran perturbación, la historia no demostraba casi nada. La Historia, el gran relato de la humanidad, se componía de demasiadas historias como para buscar en ella demostraciones. Pero sugería al menos lo que no nos conviene hacer: «hablar por hablar (a destiempo) o negar los problemas de otros porque ya no son los nuestros.»
Mejor, y con mirada más amplia y equilibrada, imposible.
Notas:
[1] FFB, Marx sin ismos. El Viejo Topo, Barcelona, 1998, pp. 197-226.
[2] La perspectiva, sabia en mi opinión, está muy presente en algunas de las alternativas políticas del momento.
[3] Antoni Doménech, El eclipse de la fraternidad, Crítica, Barcelona.
Salvador López Arnal es miembro del Frente Cívico Somos Mayoría y del CEMS (Centre d’Estudis sobre els Movimients Socials de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona; director Jordi Mir Garcia)
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