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A propósito de “Un día perfecto”, de Fernando León de Aranoa

El milagro salvador

Fuentes: Rebelión

Año 1995, en una Bosnia en guerra, los miembros de una Organización llamada «Aid Across the Border» (algo así como «Ayuda sin fronteras») tratan de extraer un cadáver de un profundo pozo cuyas aguas corrompe, impidiendo así el abastecimiento de la población. Esta simple tarea se convierte en algo mucho más complicado de lo que […]

Año 1995, en una Bosnia en guerra, los miembros de una Organización llamada «Aid Across the Border» (algo así como «Ayuda sin fronteras») tratan de extraer un cadáver de un profundo pozo cuyas aguas corrompe, impidiendo así el abastecimiento de la población. Esta simple tarea se convierte en algo mucho más complicado de lo que cualquiera podría pensar, pues provocará una serie de peripecias que servirán de pretexto para, por un lado, presentar un paisaje arruinado material y humanamente y, por otro, ir desvelando los diferentes caracteres de los «cooperantes», sus anhelos y sus pequeñas miserias pero sobre todo su impericia e impotencia para lograr sacar ese cuerpo sin vida del agujero. De hecho, cuando están a punto de alcanzar su objetivo, son apartados de su misión por los militares de la ONU. Poco después, ya desentendidos de su empresa, un intenso aguacero conseguirá lo que los protagonistas no: expulsar del pozo el cuerpo corruptor, merced a la elevación de las aguas, permitiendo así a los habitantes del pueblo acceder a tan preciado recurso.

Este es, sucintamente, el argumento de «Un día perfecto», la última película de Fernando León de Aranoa. En ella el director madrileño nos ofrece una comedia, una comedia negra, de tintes macabros, desarrollada en el más oscuro de los escenarios: una guerra. No se puede decir de Aranoa que no sea un director solvente; lo demostró en su primera cinta, «Familia», otra especie de comedia triste desarrollada en un ámbito mucho más reducido aunque igualmente desolado: una casa habitada por un solitario cascarrabias que contrata a una «familia de alquiler» a fin de poder celebrar su cumpleaños en compañía humana.

Ahora bien, «Familia» es una «rara avis» en el conjunto de su obra, pues tras ella Aranoa cambió de registro, viniendo así las películas que han definido su «personalidad» como cineasta. Son obras como «Barrio», «Princesas» o «Los lunes al sol», películas más graves y serias, marcadas por una cierta idea del compromiso con colectivos desfavorecidos, de la denuncia de situaciones de injusticia social.

Podría parecer que con el hecho de rodar ahora una comedia, aun de tintes macabros, Aranoa estuviera rompiendo en cierto modo con ese cine anterior. Y hasta cierto punto es así, pero sólo hasta cierto punto, pues en esta obra si bien desplaza un tanto la mirada, no el lugar desde el que se mira; si cambia la retórica, no el discurso; si modifica formas, no las actitudes. En sus anteriores filmes teníamos un narrador siempre externo al ecosistema y ajeno a los personajes, marcado por una cierta distancia, madre de una no pequeña incomprensión, la cual a su vez era hija de la desatención (cuando no de la ignorancia) hacia causas y raíces, hacia los mecanismos que rigen las situaciones experimentadas por los personajes, lo que provocaba incluso en algunos casos caer en la caricatura, por no decir en el ridículo, por ejemplo en la pintura de unos chavales de barrio más cercanos a unos personajes torturados y/o revenidos de un filme de Bergman o de Kaurismaki que a adolescentes de la clase trabajadora que despiertan a la vida. Esa mirada ajena, desatenta o incluso ignorante, nos atrevemos a calificarla como un típico producto del idealismo pequeñoburgués bienintencionado, cuyos principios «progresistas» son convocados ante una dura realidad que, recién descubierta, urge modificar, que apela a ser remediada. Una mirada ajena que necesariamente pertenece a una subjetividad que ni sufre ni puede sufrir la problemática presentada, en este caso, película mediante. Es la misma mirada del que, cómodamente instalado en la sala de estar frente al televisor, se enternece, se indigna, o clama contra las injusticias del mundo que aparecen en pantalla, del que se sabe afortunadamente no alcanzado por ellas, y del que no obstante se siente interpelado a actuar pronto y ya, en ocasiones movido por un sentimiento de vergüenza y hasta de culpabilidad ante la contemplación del contraste entre la miseria y el sufrimiento y su propio bienestar. Es por tanto una mirada del que está en un plano materialmente superior, plano material que se convertirá inevitablemente en plano moral en cuanto el portador de esa visión idealista bienintencionada llegue a concluir, impelido por el desconocimiento de las complejidades del conflicto, desconocimiento fomentado por los medios de control social de masas (ese televisor propiedad de la gran burguesía dominante interesada en ocultar los verdaderos entresijos de los procesos sociales, económicos y políticos en los que, por otra parte, está implicada), que la única solución proviene de su propio yo, de su subjetividad reclamada a convertirse en una mal entendida «solidaridad», que en realidad no deja de ser la caridad de siempre (hoy también laica además de religiosa), en definitiva, de sus «mejores sentimientos» frente a lo que indefectiblemente surge como origen del problema, el cual suele aparecer casi como una verdad revelada frente al espectador: el culpable, otra subjetividad opuesta a la suya, plena de malos sentimientos, o al menos de malas intenciones; acompañada además de la también inevitable inactividad de esa otra «otredad», casi tan ajena a nosotros como el culpable: la incomprensiblemente pasiva víctima; todo ello actúa (ni que decir tiene) en un esquema maniqueo y por tanto necesariamente distorsionado, cuando no simplemente falso. Esa caridad, que reclamará pronto una acción, se convoca de modo individual, subjetiva, casi íntima, nunca colectivamente; es reclamada uno a uno, persona a persona, sujeto a sujeto, evitando así en lo posible la organización/toma de conciencia del cuerpo social, fomentando de esta manera una atomización de la sociedad que interesa fundamentalmente a la burguesía dominante, al propietario, en definitiva, de esa mirada a su vez dominante también. Lo estrictamente moral (el bien y el mal) se abate así sobre el espectador y aparta las condiciones socio-económico-políticas, las estructuras de poder, los intereses de los diferentes grupos sociales, del territorio de las causas. Es demasiado complicado, demasiado revelador, demasiado peligroso.

Ese autodescubrimiento del yo individual aislado activo-caritativo propende al reforzamiento de la imagen de la propia subjetividad ante los ojos de uno mismo, autoconfirma la bondad que hay en cada uno de los espectadores, la engrandece (contribuyendo aún más de paso a esa fragmentación del cuerpo social en unidades infinitesimalmente individuales). Esa mirada y su acción consiguiente no pueden dejar pues de convertirse desde un principio casi en un verdadero acto inconsciente de autocaridad, de autoayuda en el que el principal beneficiado es el propio «benefactor», haciendo bueno así, por vía extraña, el famoso dicho de que «la caridad empieza por uno mismo«.

Pus bien, esa es precisamente la mirada típica de Fernando León de Aranoa en su cine más emblemático, y esa mirada, esa forma de ver y de acercarse a los pobres, explotados, humillados y ofendidos se profundiza en «Un día perfecto», y es aquí donde se revela que la ruptura con su anterior trayectoria era más que relativa. Verdad es que hay un cierto cambio con respecto a sus cintas anteriores, aparte de la aparición del humor, pero es un cambio paradójico que en realidad reafirma ese camino emprendido hace años. La novedad se sustancia en un desplazamiento que se opera en el terreno protagónico y que va desde esos humillados y ofendidos a esos otros que los miran caritativamente desde ese plano superior moral y material y que actúan con el fin de aliviarlos o ayudarlos en su sufrimiento. Es claro que León, merced a su cine, pertenece a este grupo (su obra cinematográfica no deja de ser ese «acto» producto del tipo de «mirada» que he descrito), por lo que se puede sostener que el cineasta da un paso así hacia la contemplación de sí mismo y su propia mirada, de su misma intimidad, al trasladar el objetivo de su cámara desde esa imagen idealizada que tiene de los pobres, de las clases trabajadoras, de las víctimas de un conflicto (social, laboral, sexual…), a la imagen idealizada que tiene de sí mismo mediante la presentación de aquéllos que supuestamente ayudan a esas víctimas, en este caso los miembros de las tan de moda hoy en día OO.NN.GG. (oenegés). Es decir, es una película que aparentando parecer más distanciada del propio Fernando León y su ambiente (humor macabro, rodaje en inglés, trama en un país extraño, alejamiento en el tiempo, actores extranjeros internacionalmente conocidos…) se nos revela como la más íntima, la más auto explicativa, la que más se asemeja a un autorretrato ideológico. Paradojas del inconsciente, supongo yo.

Porque en «Un día perfecto», como el espectador puede fácilmente comprobar, el protagonismo absoluto no es de las víctimas, sino de sus supuestos salvadores, de los oenegeístas, esos espectadores pequeñoburgueses que han saltado desde el pulcro sofá frente al televisor hasta los sucios campos de batalla. En «Un día perfecto», las personas que supuestamente reciben la ayuda de las oenegés, los civiles no combatientes (curiosamente casi todos mujeres, niños y ancianos), salvo el intérprete, un niño recogido en el camino, y el abuelo de éste, carecen de biografías, de individualidad, de acción, excepto para perjudicarse mutuamente (de nuevo la caricatura de las personas y de sus circunstancias); parecen así no despegarse de la mera condición de figurantes sobre un paisaje (escenario, localización) cuyo fin principal es ofrecer su sufrimiento al espectador y al oenegeísta, dando así con ello la oportunidad a éstos, a ambos fundidos en un mismo sentimiento, en una misma aspiración, de desplegar sus bondadosos «yoes» de manera casi obscena, yoes en donde se forjan acciones con sus mejores intenciones, acciones absolutamente inútiles por otra parte, como se puede ver a pesar de todo en el propio filme.

Pero a pesar de esa aparente conciencia de lo infructuoso de la acción oenegeísta, la película defiende, ahondando en la línea de la autosatisfacción del caritativo, una cierta utilidad de esa inutilidad, lo cual aparece ilustrado en la propia cinta. Al final de ésta el personaje de Benicio del Toro acaba dándole al niño cien dólares para que vaya a buscar a sus padres a la ciudad, a los que el chaval cree huidos. Sin embargo el cooperante sabe que los padres del niño están muertos y que, por tanto, nunca los encontrará. Aun así le da el dinero expresando que su fin es precisamente ese pero a la vez ocultando al muchacho la verdad, una verdad que tanto el espectador como el protagonista del filme conocen perfectamente. ¿Por qué por tanto esa donación?, ¿cuál es su finalidad? No desde luego el fin que se expresa (encontrar a los padres) sino satisfacer al propio donante, dando esperanza a la víctima, aliviándola temporalmente, respondiendo y sofocando así a esa inquietud interna que nace del supuesto (y en numerosas ocasiones inexistente) reclamo de ayuda por parte de aquélla, a la cual no obstante no aprovechará para nada. ¿No es aquí pues dónde León revela esa finalidad autocomplaciente de la ayuda? ¿No se nos desvela aquí que la utilidad de la ayuda inútil consiste sobre todo en una acto balsámico que una conciencia pequeño-burguesa culpable ejerce sobre sí misma?

Pero claro, esta conclusión tan pesimista, por tan contradictoria, podría ser una pura bomba para el espectador portador de la susodicha mirada si no fuera reparada por un final restaurador que forzosamente espera. Esa conclusión de que no hay solución de la mano del protagonista (la oenegé), tal y como se evidencia de la resolución de la trama, ha de ser compensada pues con una alternativa, alternativa que puede parecer sorprendente, pero en todo caso coherente con el universo ideológico del narrador: el milagro, pues como tal hay que entender el desenlace descrito al comienzo de esta nota, la pertinaz precipitación salvífica. ¿Pero es que no es el milagro la única salida que le queda al idealista caritativo impotente? Si eso lo descubrió el ser humano primitivo, carente eso sí de los conocimientos que le impedían pensar cosa distinta, hace milenios, ¿no es hora de que lo descubra ahora el idealista caritativo laico, el idealista caritativo ateo, el idealista progresista carente también del instrumento teórico adecuado?, ¿de que descubra que, ante la esterilidad de su propuesta de acción y ante la incomprensión del sucio mundo donde se ha sumergido, sólo un hecho situado más allá de la iniciativa humana pueda arreglar el conflicto, el mundo terrenal? Y evidentemente esa es la gran conclusión para una ideología fundamentalmente idealista-pequeño burguesa, una ideología basada en fantasmas y no en la realidad y por tanto abocada al más absoluto fracaso. Cuando el hombre naufraga al idealista sólo le queda refugiarse o acogerse a la idea absoluta: la intervención de un más allá trascendente de lo material, pues para él es precisamente la idea el motor de los cambios, es la idea la que hace nacer las condiciones materiales, y no lo contrario. ¿Pero es que no es así cómo han acabado en esta coyuntura histórica muchos anhelos de liberación tras la derrota del materialismo marxista, derrota que no es sino la del movimiento obrero y que no es más que la otra cara del triunfo de la burguesía y su idealismo falaz?