«Deberíamos enterrar de una vez por todas el concepto de ‘fundamentalismo del mercado libre’. En este debate no hay fundamentalistas del mercado libre. Lo que hay son conservadores que quisieran que nos creyéramos que sus normas equivalen al natural funcionamiento del mercado. Los progresistas no deberíamos ponérselo tan fácil». Durante el último cuarto de siglo, […]
«Deberíamos enterrar de una vez por todas el concepto de ‘fundamentalismo del mercado libre’. En este debate no hay fundamentalistas del mercado libre. Lo que hay son conservadores que quisieran que nos creyéramos que sus normas equivalen al natural funcionamiento del mercado. Los progresistas no deberíamos ponérselo tan fácil».
Durante el último cuarto de siglo, los progresistas no han dejado de lanzar diatribas contra el «fundamentalismo del mercado libre». Su principal queja se refiere a que los conservadores quieren eliminar el sector público y dejarlo todos en manos del mercado. Pero este planteamiento es un completo disparate.
La derecha tiene tanto interés como los progresistas en que el sector público se implique en la economía. La diferencia radica en que los conservadores quieren que el sector público intervenga de un modo que redistribuya el ingreso en provecho de los más pudientes. La otra diferencia está en que la derecha es lo suficientemente lista como para ocultar estas intervenciones, tratando de que parezca que las estructuras que redistribuyen el ingreso hacia los de arriba no son más que el resultado del funcionamiento natural del mercado. Los progresistas estamos favoreciendo la causa de los miembros de la derecha cuando les acusamos de ser unos «fundamentalistas del mercado», dando por buena la idea de que los conservadores efectivamente desean una estructuración de la economía de acuerdo con su estado natural.
Este no es un problema que tenga que ver simplemente con el punto de vista o el enfoque que se dé al problema; aunque no cabe duda de que el enfoque también importa. En el caso concreto de la cultura política estadounidense, unos resultados económicos que parezcan ser el producto del funcionamiento natural del mercado pueden resultar más atractivos que las supuestas maquinaciones de unos burócratas gubernamentales. Si calificamos las posiciones de la derecha como simplemente consistentes en dejar que el mercado siga su curso natural, entonces lo que hacemos es colocar a las políticas públicas progresistas en una posición de gran desventaja política.
La confusión provocada por esta guerra erróneamente encauzada contra el fundamentalismo del mercado sobre el diseño de las políticas públicas es aún más grave que el daño político que provoca. Los progresistas no tenemos que ver al sector público como el instrumento para modificar los resultados del mercado. Lo que tenemos que entender es que, al igual que nuestros oponentes conservadores, debemos buscar formas de estructurar las normas que regulan el mercado para que los mercados produzcan resultados deseables desde una perspectiva progresista.
El rescate del sector financiero ha constituido la más obvia intervención reciente del sector público para redistribuir el ingreso hacia los más ricos. Cuando a finales del año 2008 Goldman Sachs, Citigroup, Morgan Stanley y el resto de grupos financieros se veían abocados a una quiebra irremisible, en ningún momento se enrocaron exigiendo que el sector público les dejara solos. No, esos gigantes financieros pordiosearon para que la administración pública les prestara dinero a tipos de interés inferiores a los del mercado y para que garantizara sus activos. Entidades como Goldman Sachs incluso insistieron en que el sector público debía participar en el aval de las deudas de sus socios en la quiebra bancaria, como en el caso de AIG.
La desregulación también aumenta la rentabilidad, y nada tiene que ver con el libre mercado. En otras palabras, lo que el sector financiero quiere es que la administración pública les proporcione «garantías» a través de la Reserva Federal, del Fondo Federal de Garantía de Depósitos y de los múltiples canales establecidos ad hoc, pero lo que en modo alguno quiere es tener que pagar por ello. Y tampoco quiere que este sistema de garantías tenga restricción alguna. En efecto, lo que el sector financiero quiere es poder gestionar una empresa de fabricación de explosivos que esté ubicada fuera de su domicilio y tener que pagar por ella la misma prima de seguro residencial que pagaría cualquier vivienda normal. A esto no se le puede llamar libre mercado.
Las demandas del sector financiero sobre el sector público no son cualitativamente distintas de las que realizan otros sectores en el proceder de las intervenciones públicas en punto a estructurar el mercado. Para poner otro ejemplo, la administración pública otorga monopolios de patentes a las empresas farmacéuticas que permiten a éstas fijar el precio de los medicamentos a unos niveles que superan en porcentajes de varios cientos -o incluso miles- los precios que estos medicamentos tendrían en un mercado competitivo. Como resultado de la protección de las patentes, muchos medicamentos se venden a precios de cientos o miles de dólares por receta cuando, de venderse en un mercado competitivo, la mayoría podrían adquirirse a precios de 4 o 5 dólares por la misma receta.
Los monopolios de patentes tienen una importante función económica (ofrecen un incentivo para la investigación para la obtención de nuevos medicamentos), pero es evidente que no son el único medio disponible para financiar la investigación y desarrollo. Cada año, el sector público destina más de 30.000 millones de dólares en la financiación de la investigación biomédica a través de los Institutos Nacionales de Salud, un monto comparable a lo que el conjunto del sector destina a investigación. En principio, podríamos reemplazar la investigación financiada por el sector farmacéutico a través de la inversión pública directa en investigación. O, como ha sugerido el premio Nóbel de Economía Joseph Stiglitz, la investigación podría seguir realizándose como hasta ahora, pero podrían comprarse las nuevas patentes mediante un sistema de evaluación. De acuerdo con este sistema, un comité fijaría los precios de las nuevas patentes y pagaría estas cantidades a los titulares de las patentes. Esto permitiría que los medicamentos basados en nuevas patentes pudieran venderse como genéricos en un mercado competitivo.
Podemos discutir mucho acerca de si estos mecanismos constituyen alternativas mejores al sistema actual en punto a fomentar la investigación de nuevos medicamentos que son necesarios, pero lo que está fuera de toda duda es que el sistema de patentes no es de libre mercado y de que no es esencial para financiar la investigación en nuevos medicamentos. Quienes defienden las patentes sobre medicamentos no pueden decir que están promoviendo un mercado libre.
La realidad es que en todo esto hay mucho dinero en juego. En el último año, el país gastó más de 250.000 millones de dólares en medicamentos con receta médica. En un mercado competitivo el precio aproximado de estas mismas recetas habría sido de unos 25.000 millones de dólares. La diferencia de 200.000 millones de dólares daría para cubrir los gastos de programas como el de los cupones para alimentos, el programa estatal de seguros médicos infantiles (SCHIP, en inglés) o el programa Head Start para servicios de educación, salud y nutrición de niños y familias pobres.
Además, el auténtico pozo sin fondo en el que se ha convertido este sistema monopolista de patentes tiene claros visos de seguir profundizando esa dinámica de gasto a gran velocidad. Los gastos por recetas médicas constituyen el factor de crecimiento más acelerado de todos los costes relativos al sistema de salud. Está previsto que en 2019 el país gaste casi 500.000 millones de dólares en medicamentos con receta médica. Durante la próxima década, se prevé que los gastos sobrepasen los 3’5 billones de dólares, con un exceso de reembolsos a la industria farmacéutica cifrable en unos 3 billones de dólares, una cantidad que supondrá más del triple de lo que se gastará en la reforma sanitaria propuesta por el Congreso de Estados Unidos.
Algo similar puede contarse acerca de los derechos de autor. Bill Gates es un hombre increíblemente rico porque el gobierno de Estados Unidos le ha cedido el monopolio sobre Windows, amenazando con sancionar o arrestar a cualquier persona que lo venda o done sin el permiso de Gates. Sin el monopolio creado por la protección de los derechos de autor cualquiera en cualquier lugar del mundo podría bajarse instantáneamente los programas de Microsoft sin coste alguno. Al igual que las patentes sobre medicamentos, los derechos de autor tienen una importante función económica. Constituyen un incentivo para el trabajo creativo y de innovación, como el de desarrollar nuevos y mejores programas informáticos o producir buenas películas y música, aun cuando también disponemos de mecanismo alternativos para promover este tipo de trabajos y desarrollar otros nuevos.
Los monopolios sobre derechos de autor conducen a una enorme transferencia de ingresos hacia las empresas de entretenimiento y de elaboración de programas informáticos. Microsoft por sí sola se embolsa más de 60.000 millones de dólares anuales, la mayor parte de los cuales no habrían sido posibles de no existir la protección de los derechos de autor. La asociación que agrupa a las sociedades del sector sostiene que, en conjunto, las empresas de derechos de autor suponen un 6’6% del Producto Interior Bruto. Esta cantidad equivale a más de un tercio de los ingresos impositivos recaudados por el gobierno federal.
Podría hacer una lista mucho más extensa de mecanismos y beneficiarios, pero el núcleo del asunto está bien claro. La idea de que un «mercado libre» permite que algunas personas se conviertan en inmensamente ricas y es la causa de que otras sean pobres o estén en una situación financieramente expuesta es un disparate. La distribución del ingreso está determinada por políticas públicas que favorecen a ciertos grupos y perjudican seriamente a otros. Si los progresistas aceptamos las estructuras que los conservadores han institucionalizado como algo llamado «mercado libre» y luego tratamos de utilizar los impuestos y las políticas de transferencia de recursos para reconducir las desigualdades, entonces nosotros mismos nos habremos metido en un callejón sin salida.
En lugar de esto, debemos centrarnos en modificar las reglas que redistribuyen el ingreso a favor de los más pudientes. Hay distintas formas de reestructurar los mercados. Debemos ser al menos tan oportunistas y creativos como la derecha en la elaboración de normas que a la vez produzcan resultados eficientes y conduzcan a mejores distribuciones en el ingreso.
La ley de reforma de la sanidad ilustra la necesidad de cambiar el enfoque del asunto. Se trata de un buen intento para tratar de conseguir el objetivo de extender la cobertura a la mayoría de los que aún no tienen seguro médico. Sin embargo, contribuye muy poco a atajar el problema del desmedido aumento de los costes. Como resultado, lo que habremos creado será un sistema que sabemos que será insostenible a largo plazo. La idea de que en futuras décadas de algún modo podremos apuntalar el sistema mediante impuestos progresivos no tiene ningún sentido. Se puede afirmar con casi total certeza que será políticamente imposible aumentar lo suficiente los impuestos hasta lograr cubrir los costes del sector público sanitario. De modo que cabe la posibilidad de que tengamos que restringir y/o disminuir la calidad de las prestaciones sanitarias, o bien cargar con fuertes impuestos a las clases medias.
La ruta alternativa consistiría en atacar directamente la estructura del sistema público de salud que conduce a unos costes tan excesivos. En este contexto, es importante recordar que los estadounidenses pagamos por la atención sanitaria más del doble por persona de lo que pagan los ciudadanos de otros países ricos. Como señalan innumerables estudios, las causas de estos mayores costes no son atribuibles a una mayor calidad o a un mayor volumen de los servicios sanitarios, sino a los costes más elevados de los servicios que recibimos. Este asunto puede abordarse mediante la reforma de los mercados de estos servicios.
Regresemos al asunto de los medicamentos. Se mire por donde se mire, el actual sistema conlleva enormes ineficiencias y nos aboca a optar entre alternativas que a menudo son un sinsentido; sin embargo, podrían erradicarse estas disfunciones si se racionalizara el sistema de financiación de la investigación sobre medicamentos.
Tomemos el caso de una mujer de 80 años con buena salud que de repente desarrolla un cáncer. Supongamos que el único tratamiento que tiene alguna posibilidad de éxito requiera administrarle un nuevo fármaco producto de la bioingeniería que cuesta unos 250.000 dólares al año. ¿Debería el sector público estar dispuesto a correr con los gastos?
Siguiendo el trabajo que han realizado algunos filósofos morales, supongamos que, de no existir la protección de las patentes, el medicamento costara alrededor de 200 dólares anuales. Aunque la empresa farmacéutica hubiera destinado una gran cantidad de recursos a desarrollar el medicamento, éste es un dinero que no han tenido que sacar de su bolsillo. En realidad nosotros ya hemos pagado los costes de la investigación (generalmente a través de alguno de los mecanismos expuestos anteriormente). La cuestión importante radica en cuánto cuesta producir la siguiente dosis. En el supuesto de que el coste de las dosis de medicamento sea de 200 dólares al año, no será necesario discutir si hay que aplicar ese tratamiento.
Pero éste no es el único problema relativo al sistema de patentes. Cuando el sector público interviene para hinchar los precios artificialmente, está creando incentivos perversos inesperados. Como resultado de los enormes beneficios procedentes de estos fármacos, la industria farmacéutica gasta una cantidad ingente de recursos en publicidad. Esto promueve que se trate de buscar la buena disposición o incluso que se soborne a los doctores para que prescriban ciertos medicamentos. Lo cual conduce a realizar costosas campañas publicitarias dirigidas a los consumidores. También favorece que el sector farmacéutico compre a políticos para asegurarse de que el Medicare, el Medicaid y otros programas gubernamentales aceptarán pagar por esos medicamentos. Y, finalmente, todo esto ofrece a la industria un enorme incentivo para ocultar los resultados de las investigaciones que ponen en duda la efectividad y seguridad de estos medicamentos.
Los progresistas debemos poner sobre la mesa estos argumentos de «mercado libre» a la hora de discutir sobre el problema de la prescripción de medicamentos. Las enormes cantidades de dinero que están en juego ayudan a entender cuán escuálidos son en realidad planes recaudatorios asociados a la reforma sanitaria estadounidense, como el «Cadillac» [de impuestos sobre primas de seguros médicos de cantidades elevadas, n. del t.] o el del aumento de los gravámenes sobre los multimillonarios.
Del mismo modo, podríamos recurrir a alguna versión moderada de libre comercio en la asistencia sanitaria. Normalmente, la política comercial se ha utilizado explícitamente para que nuestros trabajadores manufactureros compitieran directamente con trabajadores que reciben bajos salarios de países en desarrollo. Los progresistas a menudo nos fijamos en la pérdida de puestos de trabajo industriales y la disminución de los salarios para los trabajadores poco calificados que esto conlleva en Estados Unidos como una evidencia de que el mercado libre no funciona. Esto es un tremendo error. Estos resultados no son más que lo que ya predijeron los modelos comerciales en caso de que se aplicaran este tipo de políticas en Estados Unidos. Lo sorprendente es que hubiesen dado lugar a algún otro tipo de resultado.
Sin embargo, es posible diseñar políticas de «libre mercado» que den lugar a resultados diferentes. En el caso de la asistencia sanitaria, podríamos empezar por permitir que los beneficiarios del sistema Medicare realizaran compras en sistemas sanitarios de otros países ricos. Puesto que los costes sanitarios son más bajos en Alemania, Canadá y muchos otros lugares, en el caso de que los beneficiarios optaran por trasladarse a otro país para recibir tratamiento se producirían cuantiosos ahorros que podrían compartir el sector público estadounidense y los beneficiarios. Recientemente hemos realizado cálculos que muestran que en unas pocas décadas los ahorros obtenidos serían de decenas de miles de dólares anuales por persona. Esto sería así aún después de calcular la substancial prima que habría que abonar a terceros países por tratar a los pacientes de más edad, garantizando así que también esos países saldrían beneficiados del proceso.
De hecho, puesto que estos países recibirían bonificaciones por los costes de los tratamientos, tales actividades incluso podrían llegar a ser una fuente de crecimiento para los mismos. Sea como fuere, de lo que no hay duda es de la gran diferencia existente entre los costes sanitarios relativos de estos países y los de Estados Unidos. Nuestro sector sanitario sólo sobrevive por las medidas proteccionistas extraordinarias que restringen la competencia extranjera. Es fácil imaginar mecanismos que permitirían que otros países pudieran proporcionar asistencia sanitaria a ciudadanos estadounidenses y utilizar estos beneficios para mejorar la asistencia a sus propias poblaciones. Una sistema con una especie de bono internacional Medicare podría permitir a los jubilados disfrutar de una mejor calidad de vida de la que jamás gozarán aquí, mientras a largo plazo también ahorrarían al sector público estadounidense decenas de billones de dólares del programa Medicare. Mediante una reducción de la demanda de asistencia sanitaria en Estados Unidos habría una presión a la baja sobre los costes médicos generales en el interior del país.
Hay otros caminos por los que el sector público puede promover el comercio en los servicios médicos. Por ejemplo, podría autorizar instalaciones en otros países que reunieran los estándares de calidad requeridos y también fijar normas generales sobre responsabilidad para asegurar que las personas que sean tratadas fuera del país tengan la cobertura legal adecuada en caso de malas prácticas médicas.
Puesto que existe un diferencial enorme entre la calidad de los servicios sanitarios europeos y los estadounidenses (por no mencionar el de centros sanitarios de alto nivel en países como India o Tailandia), es muy probable que hubiera una gran cantidad de pacientes dispuestos a ser tratados fuera del país, siempre y cuando se crearan las condiciones institucionales adecuadas.
Ni que decir tiene que la mejor opción sería la de reformar el sistema sanitario de Estados Unidos para que la gente no tuviera que abandonar el país para recibir una atención sanitaria decente. Pero si nosotros carecemos de la fuerza política suficiente para reformar el sistema interior (como obviamente es el caso), parece absurdo mantener aquí a los pacientes como rehenes de un sistema en quiebra. Cuando las fuerzas de la competencia mercantil hayan aplicado su magia estaremos en mejores condiciones para debatir sobre la reforma del sector sanitario en nuestro país.
Es harto más productivo hablar sobre las distintas opciones disponibles para sacar provecho de los mecanismos de mercado para reestructurar a fondo el sistema sanitario que tratar de ver cómo sacamos recursos de aquí y de allá mediante impuestos para mantener en pie unos años más un sistema sanitario quebrado. Puede aplicarse el mismo enfoque a casi todos los problemas sociales. Podemos y debemos reclamar una fiscalidad progresiva, pero aún es mejor cambiar las estructuras institucionales que conducen a una desigualdad flagrante.
Los presidentes de empresas de Estados Unidos han recibido pagos de decenas de millones de dólares anuales porque nosotros hemos creado una estructura de gobierno corporativo que permite que los altos directivos saqueen las empresas que gestionan. Esta estructura de gobierno corporativo la creó la administración pública, en modo alguno se desarrolló en condiciones de libre mercado. Ningún otro país permite un pillaje semejante. Un cambio en las normas para que el control retorne a los accionistas no implica una interferencia del sector público en el mercado; simplemente se trata de la reforma de un sistema disfuncional. Tanto Europa como Japón tienen economías capitalistas dinámicas, pero no por ello sus altos ejecutivos empresariales tienen las descomunales compensaciones económicas de las que disfrutan los estadounidenses. Esto no ocurre porque allí tengan restricciones legales sobre los pagos, sino porque tienen estructuras de gobierno corporativo que no permiten que los altos ejecutivos se dediquen sin recato a la rapiña en sus propias empresas.
En la misma línea, aunque es deseable que los trabajadores menos calificados dispongan de contextos legales en los que haya salarios mínimos y otros ingresos directos de apoyo, es mucho mejor reestructurar los mercados en el sentido de que aumenten la demanda relativa de sus servicios. Por ejemplo, debemos insistir en que la Reserva Federal priorice que la tasa de desempleo disminuya en vez de fijarse sólo en aumentar los tipos de interés para evitar que suba la inflación. El antiguo presidente de la Reserva Federal Alan Greenspan tomó esta opción en la década de 1990, facilitando así que hubiera el primer periodo de crecimiento sostenido del salario real de los trabajadores con salarios medios y bajos desde la década de 1960. Leyes que tuvieran más presentes las demandas sindicales, como serias penalizaciones civiles -o incluso criminales- contra empresarios que atentaran contra el derecho de sindicación de los trabajadores, también serían medidas que contribuirían a igualar la distribución de la renta.
También podemos aplicar algunos buenos principios de libre mercado a profesionales que reciben salarios altos, como doctores, abogados y economistas. Si se eliminaran restricciones profesionales e inmigratorias que protegen a los profesionales estadounidenses altamente calificados de la competencia extranjera, a buen seguro se reducirían los emolumentos que cobran los que se encuentran entre el 1% y el 2% de los que más cobran, disminuyendo así el coste de todos los servicios, desde la sanidad hasta la educación.
Hay una lista inacabable de políticas públicas que pueden alterar las normas para acercarse a un resultado más igualitario. Las normas por las que nos regimos hoy no nos han venido dadas ni por una deidad ni por la naturaleza, sino que han sido redactadas por los ricos y por poderosos grupos de interés que se benefician de las mismas.
Esta gente no son en absoluto fundamentalistas del libre mercado, ni se oponen tampoco a un sector público que funcione. Nadie que no sean ellos puede producir versiones mercantiles de los últimos fármacos de Pfizer o de los nuevos programas de Microsoft.
Incluso cuando ha habido gobiernos republicanos, el sector público ha puesto todo su empeño en llevar ante la justicia a quienes no respetaban las leyes relativas a patentes o derechos de autor. Los ricos quieren y esperan que haya un gobierno que haga cumplir las normas que protegen su riqueza y su poder. Les importan un comino los programas sociales públicos, pero eso es simplemente porque ellos no dependen de estos programas. Durante el paso del huracán Katrina no murió un solo rico.
La agenda progresista a largo plazo debe cambiar sus prioridades y dejar de fijarse tanto en las políticas impositivas y de transferencia de recursos para concentrarse en cambiar las normas que conducen a resultados indeseados en los mercados. Tenemos que ser tan agresivos y creativos como la derecha en punto a diseñar nuevas reglas que distribuyan los ingresos hacia los que menos tienen en vez de a los más pudientes. Y deberíamos enterrar de una vez por todas el concepto de «fundamentalismo del mercado libre». En este debate no hay fundamentalistas del mercado libre. Lo que hay son conservadores que quisieran que nos creyéramos que sus normas equivalen al natural funcionamiento del mercado. Los progresistas no deberíamos ponérselo tan fácil.
Dean Baker es codirector del Center for Economic and Policy Research (CEPR). Es autor de Plunder and Blunder: The Rise and Fall of the Bubble Economy y False Profits: Recoverying From the Bubble Economy.
Traducción para www.sinpermiso.info: Jordi Mundó