El domingo 6 el gobierno bolivariano de Nicolás Maduro sufrió la más dura derrota desde que Hugo Chávez ganó las elecciones en 1998. La izquierda que apoya el proceso incondicionalmente abarrotó las redes y los medios justificando el desastre con las viejas excusas de la campaña mediática, y la culpa, siempre presente, del imperialismo. La […]
El domingo 6 el gobierno bolivariano de Nicolás Maduro sufrió la más dura derrota desde que Hugo Chávez ganó las elecciones en 1998. La izquierda que apoya el proceso incondicionalmente abarrotó las redes y los medios justificando el desastre con las viejas excusas de la campaña mediática, y la culpa, siempre presente, del imperialismo. La dirigencia venezolana, sus errores y su gestión al frente del Psuv y del Estado parecen impolutos e incuestionables. O sea, aquellos que durante 18 años los votaron y hoy les quitaron el apoyo no son seres conscientes que analizan la realidad de manera crítica, no. En algunos casos son «traidores», en otros fueron engañados por los medios, la derecha y el imperio. Así, el proceso bolivariano se salva y se autoabsuelve de sus culpas. Un estilo de análisis que muestra un síntoma de crisis ideológica, sin duda, pero principalmente refleja la crisis republicana de una izquierda que muere… Por suerte queda una izquierda que bosteza…
La izquierda, la república y la democracia
Estuve tentado de subtitular como «el problema de la república y la democracia», pero para el socialismo latinoamericano ni la república ni la democracia son un problema. A la izquierda que derivó del comunismo y que se niega a la crítica del fracaso histórico le hacen ruido tanto la democracia como la república. No acepta que las sociedades latinoamericanas -y las occidentales en general- hoy asumen como propios los principios que siempre fueron pregonados por las derechas -pero pocas veces cumplidos-, haciendo de la democracia el instrumento idóneo para gobernarnos, exigiendo su cumplimiento estricto, pero, además, utilizado para dar «jaque al rey» cuando se vuelve necesario. Las libertades democráticas no son «burguesas», son simplemente «libertades» que se ganaron gracias a las luchas populares. El sufragio universal y las libertades públicas fueron arrancados a fuerza de muertos y movilizaciones, haciendo que la vieja democracia dejara de ser «burguesa». Eso es algo que la cultura comunista latinoamericana no integra, y por eso ve la democracia con el viejo recelo sesentista que terminó en tragedia. Para la izquierda de raíz bolchevique la democracia no es un principio, es un instrumento, una etapa que hay que pasar… hasta llegar al ideal del «unicato», donde la homogeneidad sea la tónica, un pueblo, un liderazgo, un partido.
En ese proceso la cultura comunista se vanagloria de «no haber perdido nunca el poder desde que se ganó», como escribieron en los documentos del Foro de San Pablo, culpando de todos los males al omnipresente imperialismo. Así, si luego de 18 años de revolución la corrupción campea y los venezolanos no tienen papel higiénico, las culpas hay que buscarlas en Washington, jamás en Caracas.
Peor aún es la debacle del sentido republicano.
La república es uno de los grandes logros de la modernidad y una de las grandes victorias de la izquierda. El hecho de que vivamos en un gobierno de leyes y no de hombres es uno de los grandes avances en la historia de la humanidad. Como decía Robespierre, «somos libres porque somos esclavos de la ley». La institucionalidad no es una moda ni una excusa, es la base desde la cual se radicalizará la democracia. Eso implica el final de todo tipo de poder personal, tanto monárquico como caudillista o bonapartista. Implica, por tanto, la necesaria creación de estructuras democráticas donde las personas roten en sus cargos y donde gracias a la concepción republicana todos puedan ser «personas comunes con responsabilidades».
La cultura comunista y su variante contemporánea -el bolivarianismo- rompen con la república. Los gobiernos se vuelven personales y eternos. Chávez era el bolivarianismo y su ausencia desbarrancó el proceso. La sucesión no puede sustituir al creador, y el vacío del poder personal y personalizado agota todo sentido republicano y, peor aun, se generan inmensas marchas atrás. En coincidencia con esto, Cristina Fernández, Evo Morales y Rafael Correa anulan el sentido de república al personalizar el poder violentando a la izquierda republicana y democrática.
Lo peor es que esta decisión política e ideológica le regala el sentido de república a las derechas, como pasó en los sesenta con la democracia.
La libertad de pensamiento y de expresión, el derecho a la libre asociación y tantos otros son conquistas históricas de las sociedades y no meras formas detrás de las que se ocultan fines inconfesables. Durante años las derechas monopolizaron el discurso democrático, pero vacío de contenido, gracias al cual arrinconaron a los sectores progresistas que erramos el camino identificando la democracia liberal con una genérica «opresión». Así pasó lo que pasó entre los setenta y los ochenta, y los costos humanos fueron demasiado terribles como para no reflexionar sobre las responsabilidades propias y ajenas en los desastres que vivimos. Algunos, no todos, aprendieron la lección, y la resignificación de la democracia como principio quitó banderas que las derechas se habían apropiado cuando en su origen no les pertenecían. Algo similar pasó con la república.
Macri y toda la derecha argentina han hecho del «rescate de la república» el Leitmotiv de su campaña. Propuesta Republicana se llama el partido conservador que gobierna Argentina desde el 10 de diciembre, porque el kirchnerismo -siguiendo los pasos del peronismo- marginó la república como valor y como forma de vida. El poder de «Él» o «Ella» desentonaba con la división de poderes, con la independencia de la justicia, y desde un estilo de «clases en lucha» buscaba sumar desde el conflicto para el reparto y no para el cambio de proyecto histórico. El kirchnerismo no llegó a la lucha de clases, los límites del proyecto y de las cuentas bancarias se lo impiden. Algo peor es el sandinismo en Nicaragua, pero no perdamos el tiempo con delitos menores.
La izquierda y el rescate de la república
En ciertos ámbitos políticos es tragicómico ver los mohines de algunos militantes culturalmente comunistas cuando se habla de democracia y pluralismo. Son los mismos que ni se plantean el problema de la república.
En algunos países es novedoso vivir en un gobierno de leyes y de garantías, donde los gobernantes sean dominados por la ley, donde la norma no permita hacer cuestión de la ceremonia de traspaso de mando. Es por esto que, quizá, sea necesario volver a la raíz fundacional de la izquierda para que algunos se reencuentren consigo. Hace 225 años Robespierre y sus jacobinos fundaron la izquierda moderna desde señas de identidad que se parieron en el fárrago de la revolución. Ser de izquierdas era querer la democratización radical de los derechos y la igualdad económica para todos, pero además implicaba rescatar la austeridad republicana de la vieja Roma. Por eso Maximilien Robespierre era el «Incorruptible» y vivía en la austeridad que pregonaba. El jacobinismo, fundador de la república, gobernaba desde la radicalidad democrática -tanto política como económica- para toda la sociedad, aceptando e integrando la diversidad. Gramsci extrae de esta premisa conclusiones para su teoría de la revolución: «los jacobinos fueron el único partido de la revolución en acto, en la medida en que representaban no sólo las necesidades y las aspiraciones inmediatas de los individuos realmente existentes que constituían la burguesía francesa, sino también el movimiento revolucionario en su conjunto, en tanto que desarrollo histórico integral». Es decir, sólo sería capaz de abarcar el conjunto de un proceso revolucionario aquella agrupación capaz de comprender no sólo «las necesidades y aspiraciones inmediatas» (el momento económico-corporativo) sino las del movimiento en su conjunto (el momento ético-político).
Eso fue lo que perdió el movimiento bolivariano cuando se olvidó de la república. Abandonó y fue abandonado por vastos sectores que no soportaron sus incapacidades económicas, morales, sociales y políticas. La revolución se desbarrancó no por su falta de radicalismo, sino porque no representó más las «necesidades y aspiraciones inmediatas» de las que habla Gramsci. Después, sí, existe e influye lo que hicieron sus enemigos, pero primero la cultura comunista abandonó aquel perfil que le dio razón a la izquierda en 1789. La república fue sustituida por uno o por algunos y no pasó mucho tiempo para que la gente se hartara de la contradicción. Tal vez rescatar aquellas raíces jacobinas sea un buen ejercicio para recuperar el tiempo y el camino perdidos.
* Historiador y profesor.