No es verdad que las obras se defiendan solas. En septiembre de 2007, murió en Madrid Pablo Sorozábal Serrano (1934) con premeditada sordina, dejando algunos libros que él no supo o no quiso defender y que un mundo trágicamente liviano cree no necesitar. Apenas puedo juzgar sus composiciones musicales, entre las que se cuenta el […]
No es verdad que las obras se defiendan solas. En septiembre de 2007, murió en Madrid Pablo Sorozábal Serrano (1934) con premeditada sordina, dejando algunos libros que él no supo o no quiso defender y que un mundo trágicamente liviano cree no necesitar. Apenas puedo juzgar sus composiciones musicales, entre las que se cuenta el himno de la Comunidad Autónoma de Madrid, pero Sorozábal tradujo magníficamente a Kafka, Fontane y Büchner (entre otros muchos), produjo una notabilísima obra poética y fue, sobre todo, un extraordinario narrador, un redomado «cuentista» que señaló y explotó con fertil puntería la «desconocida raíz común» entre literatura, compromiso y charlatanería.
Pablo Sorozábal fue también un extraordinario articulista. Malhumorado, provocativo, ingenioso, tiernamente rezongón, de una galantería a veces procaz, no perdió ocasión para manifestar su feroz y jocundo desprecio hacia todo eufemismo y toda mojigatería, también o sobre todo dentro de la izquierda, lo que sin duda agravó el orgulloso aislamiento en el que vivió los últimos años de su vida. Valdría sin duda la pena recuperar los textos que lo convirtieron en el más brillante colaborador del diario vasco Egin en los años ochenta, en el más salvaje y deslenguado, y en el menos complaciente con las disciplinas y las estrategias políticas de los partidos. Recuerdo, claro, el mítico «Elogio sentimental del tanque ruso», que tanto nos hizo gozar a sus admiradores y que utilicé en un guión de Los Electroduendes. Recuerdo también, a principios de los 90, en medio de la avalancha de albaneses que trataban de entrar en Italia, su implacable rencor (intencionadamente altisonante, como de la bruja Avería) hacia esos prófugos del socialismo que se disputaban a codazos un huequito en los centros privilegiados del capitalismo para reproducir mejor el sistema global de explotación. O recuerdo asimismo la más brillante, la más convincente, la más vibrante, la más descabellada y matemática defensa de Cuba que haya jamás leído, hasta tal punto desnuda de sentimentalismo que casi me hizo llorar y tan desprovista de toda concesión al enemigo que muy probablemente los propios cubanos hubiesen preferido mantenerla encerrada en un cajón.
Pablo Sorozábal fue, sí, un «extremista», un «estalinista», un inmoderado certero y genial. En octubre de 1992 tuve el enorme privilegio de que aceptara presentar mi libro ¡Viva el Mal!¡Viva el Capital! Escribió para la ocasión un texto cuyo original tengo ante mis ojos, cuidadosamente mecanografiado y sin apenas correcciones, con algunas notas de puño y letra a pie de página para ilustrar las semejanzas entre el PSOE y la Falange. Lo he leído de nuevo y no he sentido ni ternura ni tristeza ni nostalgia; lo he leído de nuevo y me he echado a reír a carcajadas, agradecido de que nos haya dejado -a mí y a los que lo conocían mejor que yo- el antídoto contra el pesar de su irrevocable ausencia. Me he reído admirando al mismo tiempo la justicia luminosa de sus frases, que él tallaba con tanto esmero provocador. «Buenaventura Durruti», dice por ejemplo, «aquel gran luchador antifascista al frente de su columna fue implantando con mano férrea el mercado libre, esto es, el comunismo, en las comarcas que liberaba de la dominación fascista durante los primeros meses de la guerra civil».
O veamos también este alegato contra el «estilo», que -ahora me doy cuenta- plagié años después en una sátira dirigida contra Gabriel Albiac: «¡Está ya uno hasta las narices de los «estilistas» y su «inconfundible personalidad», es decir, de esa tan celebrada, y bien vendida inanidad que se expresa con la muletilla: «el estilo soy yo»! Por ilustrar lo dicho: a Azorín se le puede perdonar que sus ideas no tengan gran interés, pero no el tedio que provoca su «personalísimo estilo». A Cela se le puede pasar por alto el que la falsificación y la mentira sean el único imperativo categórico de su discurso liberal-fascista, y a Umbral que el izquierdismo del suyo sea más falso que Judas, pero ni a uno ni a otro cabe perdonarles que escriban esa prosa-estandarte engolada y campanuda (propia del jefe de acuartelamiento de la Legión o delegado provincial del Movimiento con veleidades literarias en sus ratos de ocio), mera regurgitación de sí misma. Pase tener ideas pobres o chapuceras, pero no llamar literatura a la exudación, la cual, como toda secreción, es, eso sí, la cosa más personal e intrasferible del mundo».
O finalmente este largo exabrupto contra el sindicalismo claudicante: «Bien, concedamos que ningún líder sindical «democrático» quiera expresarse con la precisa generalidad filosófica con que lo hace la bruja Avería, pero, ¿por qué, en todo caso, no va a lo concreto y les dice a los obreros que en Brasil y otros países del Tercer Mundo (o del primero, o del segundo, según la coyuntura) los dueños del capital producen acero, o lo que sea, a precio de miseria, justo ese mismo acero que, tras la liquidación de la siderometalurgia vasca y asturiana (como no hace mucho la valenciana) venderán a sus socios capitalistas españoles (es decir, se lo venderán a sí mismos)? ¿Y por qué no sacar las conclusiones lógicas y decirles a esos marchistas siderometalúrgicos que su problema se solucionaría de inmediato sólo con que trabajasen con salarios de esclavitud, pues que la rentabilidad no es ni puede ser otra cosa que la miseria (absoluta o relativa, pero siempre relativamente absoluta) del obrero? ¿Y por qué, dicha esta incontestable verdad, no ir un poquito más lejos y nombrar la verdad última, la de que sólo y únicamente el comunismo acaba con esa barbarie, esa sinrazón y esa inhumanidad? ¡Pero no, ni los líderes sindicales ni incluso los propios obreros parecen estar por la labor de extraer conclusiones lógicas, se resignan de antemano a la derrota (los que no lo hagan caerán indefectiblemente bajo el peso de la ley antiterrorista) y se conforman con tratar de conseguir que el vapuleo sea un poquillo menos catastrófico que el que se teme, aplaudidos por los intelectuales que jalearon la demolición del muro de Berlín, a la espera de jalear el derrumbe de Cuba!».
Pablo Sorozábal no fue, sin duda, uno de esos intelectuales que se forjan un «estilo» para despreciar elegantemente la razón, la verdad y la justicia. Era, por usar sus propias palabras, un «absolutista» y un «totalitario». «Por «absolutismo», escribió, «no entiendo «radicalismo», «maximalismo» u otra enfermedad infantil ideológica, sino lo que dice ya la etimología del término «absoluto», esto es, independencia, liberación, aquello que es incondionado e irrestricto. (…) Corren tiempos de miserables componendas, de infames renuncias, de ignominiosas traiciones, todas ellas maquilladas y travestidas de un relativismo, o lo que es lo mismo, de un pragmatismo vulgar y vergonzoso. Si hoy alguien dice: «todo es relativo» no está señalando que todo está interrelacionado, sino que si a mano viene hay que sacar tajada de todo y ponerle una vela a Dios y otra al Diablo».
Pero es que además de absolutista, Pablo Sorozábal era, según su propia definición, «totalitario»: «¡Pobrecillo», dice de sí mismo. «¿A quién se le ocurre hoy, en plena consolidación de la «democracia española», con los del PSOE recordando a bombo y platillo los portentos de sus diez años de cada vez más perfeccionada dictadura capitalista y los de la oposición (de derechas e izquierdas) preparándose para proseguir exactamente la misma tarea que los del PSOE con voluntad de servicio inasequible al desaliento; a quién, insisto, se le ocurre hoy, tras la dinamitación controlada del socialismo real, (…) a quién, repito, se le puede ocurrir ser totalitario aquí y ahora? ¡Sólo a un despistado! Yo digo, sin embargo, ¡qué hermosura de despiste! ¡qué belleza la de ese diálogo entre Don Absoluto y Doña Totalidad, hermanos que, en la ignorancia de sí mismos, fornican como lo hicieron Siegmund y Sieglinde, en la gloriosa ignorancia no sólo de sí sino de la advertencia de la diosa madre, Erda, al dios padre, Wotan: «¡Un día aciago despunta para los dioses! ¡Sigue mi consejo y despréndete del anillo!».
Pablo Sorozábal era, en definitiva, un hombre intratable, en el sentido de no aceptar ningún trato o componenda en un mundo que, a sus ojos, derivaba subjetivamente hacia la traición, y de no aceptarlos aunque para ello tuviese que dejar de tratar precisamente a todo el mundo. En los primeros versos de su poema Epitafio, que dejó en el cajón de su mesilla la noche en que murió, describe sin amargura las consecuencias de esta su «intratabilidad»:
Mi entierro ha sido emocionante
no han asistido las autoridades,
puesto que yo no tengo nombre
o, por decirlo con mayor precisión,
es mi nombre quien no tiene yo.
El viento, sin embargo, hizo acto
de presencia y le voló el gorro
a una anciana que limpiaba la tumba
de al lado con un trapo triste.
Mis hijos derramaron algunas
lágrimas, y a su madre, años
ha allí, quizás no le agradó el reencuentro,
pues el caso es que siempre tuvo
muchísimas cosas que reprocharme:
mis mentiras y mis verdades,
mi inmadurez, mi ignorancia de eso que es,
dicen, la vida, mi pedante
manía de intentar cambiar el mundo
con palabras y melodías,
y lo que es infinitamente peor:
ni por asomo conseguirlo.
En 1986 Sorozábal obtuvo el premio Pío Baroja por su novela La última palabra, un texto torrencial, goliárdico, juglaresco, hilarante, en el que la pasión erótica y la lingüística se conjugan, al revés que en las noches de Sheherezade, para conquistar, y no para proteger, un cuerpo esquivo. Su gran obra, sin embargo, no mereció siquiera una atención pasajera. Publicada en 1990 por la editorial Tellus, aunque escrita a principios de los ochenta, se apagó rápidamente entre algunos focos aislados de admiración encendida e impotente. No sé si fue su ineludible pero inacertado título o el hecho de adelantarse en algunos años a la actual boga de la memoria (donde olvidamos tantas cosas) o el desprecio de su autor por toda forma de reconocimiento «burgués»: lo cierto es que Lloro por King-Kong, frase que resume el drama humano y social de Sole, la criada protagonista, fue inmediatamente descatalogada por el mercado cautivo, no obstante ser -a mi juicio- la novela que, por su precisión política y su belleza literaria, mejor aborda ese triste período de la historia de España en el que se derribaron todas las lámparas y que luego nos limitamos a colorear para tener al menos una ceguera de colores.
He vuelto a leer Lloro por King Kong veinte años después y ha vuelto a emocionarme. Olvidado en su cajón a la espera de esta edición, no ha envejecido ni un solo día, quizás porque España y los españoles seguimos viviendo en la estela o en el aura o en la radiación del dolor y la fealdad que describen sus páginas, y en la necesidad de reparación estética y política que ellas mismas reclaman. Lloro por Kin Kong es una larga ráfaga, una sostenida, a ratos jadeante, racha de viento que transporta, como hojarasca y basura, la historia de nuestros abuelos y nuestros padres, separados no por una guerra civil sino por una diferencia de clase que es, al mismo tiempo, una diferencia de «alma»: dos «especies» enfrentadas, digamos, por su relación con la luz. Por ejemplo, no deja de ser llamativa, y muy coherente con la personalidad del autor, pero también muy ajustada a la realidad, su insistencia narrativa en distinguir a vencedores y vencidos -más allá de su visión del mundo- por su visión de la sexualidad, y ello hasta el punto de que no es fácil deshacerse de la idea de que -precisamente- la visión del mundo de unos y de otros es causa y efecto de sus irreconciliables formas de abordar los cuerpos y de considerar el amor. La guerra civil fue una guerra de «clases» y de «ideologías», pero también una guerra de «cuerpos» o, se prefiere, de «erotismos». En la novela de Sorozábal,en efecto, los vencedores -machos y esposas o hijas de machos- asocian torcidamente el placer sexual al desprecio, la culpabilidad y la violencia mientras que los vencidos campan a sus anchas, limpios y alados, en sus propios cuerpos y en el de sus compañeros: al mundo turbio de la familia Reyes, poblado de prostitutas humilladas e impulsos sádicos, cuya traducción «femenina» es el asco de Carolina -que vomita sobre su novio Guardia Civil- se opone la naturalidad ingenua y solar de Sole, la criada, hija de campesino fusilado, con su gesto tranquilo y «racional» de desabrocharse el sujetador para que el chico que la ha invitado al cine, y que maniobra incómodo entre sus pechos, pueda meterla mano de manera más satisfactoria para los dos. Las concomitancias entre fascismo, catolicismo y violencia lindan con y se alimentan sin duda de esa incapacidad para ver en el cuerpo del otro un kantiano fin en sí mismo y una fuente de felicidad sensible entre iguales. Sorozábal, hijo si se quiere de Octubre de 1917 y de Mayo del 68, no puede separar la emancipación social y la sexual, indisociables a su vez de la liberación estética y lingüística (Sorozábal, por ejemplo, reproduce con urticante fidelidad esa libidinosa retórica católica y fascista hinchada de rodeos, eufemismos y exaltaciones metafísicas). Por eso, porque la guerra civil enfrentó dos constelaciones y dos «especies»,y no sólo dos clases, la victoria del fascismo -la de los empresarios Reyes, el cura don Evelino, el coronel Soto- supuso un enorme batacazo o retroceso civilizatorio que, a través de las páginas de Lloro por King Kong, experimentamos como propio y a la espera aún de redención e indemnización.
La novela de Sorozábal está escrita, obviamente, desde una posición ideológica clara, contraria al «ni vencedores ni vencidos,todos víctimas», de, por ejemplo, Javier Cercas. Hay aquí ideología, toma de partido, revancha narrativa, pero hay sobre todo (como en Dulce Chacón o en Almudena Grandes, que siguieron su estela) historias pespuntadas en un bastidor de infamias, historias que se cuentan a sí mismas sin más intervención del autor que el compás verbal, la cadencia de las frases,la respiración de las voces. Hablaba más arriba de una «ráfaga» o «racha de viento» que cruza en un complejo bufido la mente del lector. Pero podría hablarse también de una pieza jazzistica compuesta de tres movimientos. En el primero, muy largo y complicado, dominan las voces de los vencedores con sus imponentes trompetas -cuyo ritornello es el velatorio de Julio Reyes- que apenas dejan escuchar el contrapunto discreto o la antífona clandestina de los derrotados. Pero así yuxtapuestas, inaudibles para los poderosos, las historias de Julián, castigado por su amor a una anarquista, o de Hilario, el albañil que tiene «una luz aquí dentro» y quiere ser músico y al que le matan la vida «como un perro», o de Blanca, la de la cara vacía, redimida y aniquilada por la revolución, o de don Gabriel, el maestro vasco torturado hasta la muerte, todas estas historias, por abajo y a contrapelo, contra la masa sonora de la trompeta dominante, se imponen con la fuerza diminuta y dolorida de su desnuda verdad literaria.
Luego, tras este primer movimiento contrapuntístico, desde sus entrañas y casi al final, como a fuerza de prolongarlo, surge un segundo, la historia deshilachada, sin puntación y casi sin sintaxis, de Paco, el clarinetista fracasado, el limpiabotas mutilado de la glorieta de Bilbao, historia donde de pronto se unen los vencedores y los vencidos en una risa común cuya intolerable injusticia nos patea el ánimo al tiempo que nos recuerda la verdad que el pobre Paco había entendido, en la guerra y en el amor, antes de que el dolor lo volviera loco: «era como si ya no fuese uno libre de no ser libre como si uno se hubiera pasado toda su vida hasta aquel preciso momento pudiendo cómoda y tranquilamente no ser libre y de pronto tuviera uno que serlo ser libre libre por fuerza por necesidad ¿comprendéis?».
Y de pronto y por fin, cuando uno no sabe si llorar o no ni por qué llorar, el último movimiento jazzístico da la palabra a Sole, la criada, la verdadera protagonista, que ha estado recogiendo platos y sirviendo café sin llamar mucho la atención; Sole, que en un párrafo final de maestro y virtuoso, nos concede por fin el derecho y una razón para llorar, la que el título ineludible nos resume: sobre las patatas fritas que nos ofrece gentil el hombre al que no amamos, lloramos y lloramos y lloramos por el tierno monstruo enamorado y ametrallado.
Las obras no se defienden solas y uno no puede evitar la convicción de que el mundo ha sido injusto con las de Pablo Sorozábal. Durante veinte años Lloro por King Kong ha esperado una reedición y hay que agradecer sin duda al colectivo Cambalache que se entusiasmara con la obra y la vuelva a publicar.
Como Pablo Sorozábal era un «hedonista», según le gustaba declarar en voz alta, jamás se dejó llevar por la amargura; como era un comunista, estaba mucho más pendiente de injusticias mucho más graves que se producían y se siguen produciendo en todos los rincones del planeta. Como era un hedonista comunista, se dejaba llevar siempre por los placeres y nunca por la autocomplacencia. La noche en que la muerte dijo la última palabra y silenció su charlatanería, su familia encontró en el cajón de su mesilla, como ya he dicho, un poema. Es un buen ejemplo de la maestría literaria con la que luchó contra el estilo, defendió el hedonismo, el comunismo y el antinarcismo y dejó la intemperie sin obstáculos para el diálogo entre Don Absoluto y Doña Totalidad. Pero es también una buena síntesis de su mejor obra, de la gran novela que el lector tiene ahora entre sus manos, Lloro por King Kong, donde se narra cómo la «casta» española dio un golpe de Estado en 1936, mató, encarceló o expulsó a millones de personas y destruyó la lengua misma para impedir el amor libre y la alegría fecunda.
¡Qué rabia, sí, eso de haberme muerto,
ahora que andaba, como siempre,
alerta en el impredecible y fugaz
deslumbre de tu epifanía
maleva y diurna, que traviste el alba,
que trueca la mañana en noche,
la luz en ardiente sombra cerrada!
Pero báilame, amor, al menos,
un zapateado sobre mi tumba.
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