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El monstruo sigue indomado

Fuentes: Red del Tercer Mundo

«DSK es el hombre más popular del mundo», me comenta en impecable español una periodista polaca con los ojos rojos en el vestíbulo del hotel Grand Star de Estambul, donde ambos acudimos a refugiarnos de la nube de gases lacrimógenos que cubre la plaza Taksim. DSK es Dominique Strauss-Kahn, ex ministro de Finanzas francés y […]

«DSK es el hombre más popular del mundo», me comenta en impecable español una periodista polaca con los ojos rojos en el vestíbulo del hotel Grand Star de Estambul, donde ambos acudimos a refugiarnos de la nube de gases lacrimógenos que cubre la plaza Taksim.

DSK es Dominique Strauss-Kahn, ex ministro de Finanzas francés y actual director gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI).

Su presencia en la capital turca, con motivo de la asamblea anual del FMI y su institución hermana, el Banco Mundial, es lo que protestan en las calles miles de manifestantes, jóvenes casi todos, vestidos muchos de negro y enarbolando banderas rojas con la imagen del Che. Las chicas están en minoría, pero su presencia es significativa entre los valerosos que vuelven una y otra vez a la plaza, desafiando los chorros de los carros antimotines. El pañuelo no lo utilizan para cubrirse la cabeza sino para taparse la cara. Empapado en agua sirve para contrarrestar el efecto de los gases.

Le recuerdo a mi ocasional interlocutora que a DSK le tiraron un zapato en la Universidad Bilgi de Estambul hace dos días y que el FMI no es muy popular en Turquía, el último país emergente en liberarse de su tutela antes del estallido de la crisis financiera global hace un año. «Sí, claro… pero allá dentro DSK es aplaudido y (el presidente del Banco Mundial, Robert) Zoellik está celoso», me dice, refiriéndose a lo que está ocurriendo dentro del hotel Hilton y el palacio de Congresos donde los ministros de Finanzas de 186 países cuentan en cientos de miles los millones de dólares puestos a disposición del FMI para apoyar las reservas de los países afectados por la crisis, mientras que Zoellik suda tinta para tratar de convencerlos de un aumento de su capital de apenas 5.000 millones.

Mientras que el Banco Mundial sufre por el recorte de los presupuestos de los países donantes y el incumplimiento de las promesas de aumentar la ayuda a los países pobres, el FMI ha salido fortalecido de la cumbre de Pittsburgh del G-20 y es la institución encargada de inyectar liquidez en la economía mundial para acelerar la recuperación económica.

Ante las ONG, tradicionalmente críticas de las condicionalidades macroeconómicas de las llamadas «instituciones de Bretton Woods» (donde tuvo lugar la conferencia que las creó en 1944), los y las economistas del FMI se esfuerzan en demostrar que «hemos aprendido de los errores», que «las condiciones han cambiado» y que los requisitos para acceder a sus préstamos son cada vez menores. Incluso Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía y acérrimo crítico del FMI, declaró al Wall Street Journal que esa institución financiera «no está repitiendo los errores que cometió cuando la crisis del sudeste asiático» y DSK «está actuando más abiertamente». En efecto, Strauss-Kahn ha defendido la idea de reformar al FMI para darle más votos a los países emergentes, aumentar su capacidad de auxiliar a las economías en dificultades, no retirar el apoyo demasiado pronto e, incluso, convertir a la institución en una suerte de «prestamista de última instancia», en un primer paso hacia su conversión en una especie de Banco Central global que emitiría su propia moneda, los derechos especiales de giro (DEG).

Estambul legitimó el debate sobre la «tasa Tobin» a las transacciones financieras internacionales o la idea de imponer un «impuesto global» a los bancos para garantizar ante futuras crisis el salvataje de los países pobres de la misma manera que a nivel nacional se asegura a los ahorristas. Según DSK, «es el punto de partida de un nuevo FMI y ustedes podrán contarles con orgullo a sus nietos que estuvieron en Estambul cuando todo comenzó». Sin embargo, ninguna de estas ideas ambiciosas -y populares para la mayoría de los clientes del FMI- resultó aprobada en Estambul, sino que en el mejor de los casos se las pospuso hasta que fueran «mejor estudiadas», es decir hasta que surja la voluntad política necesaria entre los países del G-7 que tienen la mayoría y, sobre todo, que Estados Unidos no las vete.

Eso tal vez explica el relativo pesimismo de un predecesor de DSK en el cargo de director gerente del FMI, el alemán Horst Koehler, quien ahora desempeña el cargo protocolar de presidente de su país.

Hablando a los sindicatos en Berlín, en coincidencia con la reunión en Estambul, Koehler dijo que los mercados financieros internacionales se han vuelto «un monstruo». Agregó que «el mercado por sí solo no hace todo bien» y que «hace falta una regulación política estatal e intergubernamental enérgica».

El presidente alemán aconsejó a los sindicatos «participar» en la política económica junto con el nuevo gobierno de centroderecha, ya que «no veo que el monstruo esté en camino de ser domesticado».

Una discusión bizantina

«¿Qué pasaría si en vez de discutir interminablemente como readjudicar cinco por ciento de los votos en el FMI, el porcentaje de votos necesarios para aprobar las decisiones se redujera de ochenta y cinco a ochenta y tres por ciento?», preguntó un participante en las consultas sobre la gobernanza de la institución financiera.

La pregunta no era ingenua. Con el 16,7 por ciento de los votos, Estados Unidos tiene poder de veto en el FMI y el Banco Mundial. De hecho, el poder de esos votos es mayor que el poder de veto de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. En las Naciones Unidas las cinco potencias vetadoras tienen la capacidad de bloquear una decisión con un voto negativo. En las instituciones de Bretton Woods ninguna decisión importante puede aprobarse sin que Estados Unidos emita un voto positivo.

¿Existe alguna relación entre el enorme poder de un país sobre los dos pilares de las finanzas internacionales y el hecho de que la crisis financiera global se haya originado precisamente en ese país? ¿Y que esto haya sucedido sin que las instituciones de Bretton Woods vieran venir la crisis y alertaran a todo el mundo sobre su inminencia? Es como la historia del emperador que andaba desnudo sin que ministros o visires lo alertaran. ¿Podría alguien sin poder imperial andar corriendo en cueros por ahí sin que nadie lo señalara con el dedo? ¿Cómo deshacerse del veto sin que el vetador vete? Esa es la cuestión clave que nadie debatió en público en Estambul, ciudad que antes se llamaba Bizancio y que dio su nombre a la práctica de debatir interminablemente asuntos inútiles, mientras se ignoran los que son realmente importantes.