Si todas las familias felices se parecen, también todas las miserias son semejantes. Por eso, el mundo perdido de Roman Vishniac, aquell os judíos europeos de entreguerras fotografiados por él que ahora vemos atrapados en un pasado anónimo y oscuro cuya geografía fue demolida sin piedad, nos recuerdan a los campesinos pobres que fotografíaron, en […]
Si todas las familias felices se parecen, también todas las miserias son semejantes. Por eso, el mundo perdido de Roman Vishniac, aquell os judíos europeos de entreguerras fotografiados por él que ahora vemos atrapados en un pasado anónimo y oscuro cuya geografía fue demolida sin piedad, nos recuerdan a los campesinos pobres que fotografíaron, en esos mismos años de la Depresión, en Estados Unidos, Walker Evans, Dorothea Lange, Ben Shahn (otro fotógrafo ruso, como Vishniac), por encargo de la Farm Security Administration de Roosevelt; y traen también a la memoria a los palestinos de Gaza que, ahora mismo, apenas tienen agua y sobreviven en la penuria. Algunas fotografías de Vishniac pudieron verse por primera vez en Nueva York en 1938, enviadas por las agencias judías de solidaridad, y, tal vez, alguno de aquellos fotógrafos comisionados por el gobierno Roosevelt las contemplase. Son inolvidables, y han creado el recuerdo contemporáneo de esas regiones europeas habitadas en los años de entreguerras por aquellos judíos piadosos, por mujeres de mirada franca que vendían pan en las calles, por ropavejeros, estudiosos del Talmud, niños sonrientes que surgían de sótanos sombríos, obreros dignos, por ancianos sabios con la mirada perdida en la sombra de los siglos, pobres agobiados por las cicatrices de la penuria, como la mayoría de la población en esos años desnudos, ciudadanos indefensos que fueron exterminados en el infierno del odio hitleriano.
Ahora pueden verse todas esas imágenes de Vishniac. En 2013, abrieron en Nueva York Roman Vishniac Rediscovered, y en el verano de 2014, el International Center of Photography de Nueva York que había organizado la muestra anunció que ponía a disposición del público un archivo digital en internet (Roman Vishniac archive) con nueve mil negativos fotográficos suyos, que, en su gran mayoría, nunca habían sido publicados, así como obras redescubiertas, planchas de contacto y otros documentos. Una pequeña parte de las fotografías de Vishniac fue también motivo de dos exposiciones en el Musée d’art et d’histoire du Judaïsme de París: una, en 2006, y otra más, con un examen a toda su trayectoria, a finales de 2014 e inicios de 2015.
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Pávlovsk es una pequeña ciudad cercana a San Petersburgo, la Leningrado soviética: allí nació Roman Vishniac, como Roman Salomonovitch Wiśniak , cuando el siglo XIX terminaba; hacía sólo tres años que había llegado al trono el hombre que sería el último zar de Rusia, y Vishniac atravesará casi todo el siglo XX, hasta su muerte en 1990. Era un judío ruso que capturó con su mirada un mundo destruido, extinguido, un universo que empezó a desvanecerse para siempre cuando las botas de la Wehrmacht y de las SS empezaron a aplastar Europa. Vishniac, hijo de una familia rica, sin problemas económicos, estudió zoología y biología en el Instituto Shanyavsky, en Moscú, pero, en 1918, tras la revolución, la identificación entre bolcheviques y judíos que hacían los contrarrevolucionarios y el temor a las persecuciones hizo que su familia se trasladase a Berlín, aunque Vishniac permaneció en Rusia. En 1920, trabaja en la universidad Shanyavsky como asistente de microbiología, aunque poco después marcha a Letonia. Se casa con Luta Bagg, una joven de Riga, y emigran a Alemania; viven después en el barrio de Wilmersdorf, al oeste de Berlín, donde se congregaban muchos judíos rusos. Allí nacen sus dos hijos, Wolf y Mara, en 1922 y 1926. Es un apasionado de la fotografía, y husmea la vida ciudadana, la gente que puebla las calles. Con una cámara Rolleiflex y una Leica, fotografía el barrio donde vive, Wilmersdorf, con escenas de trabajadores en la calle o de clientes en el interior de los cafés, una fotografía callejera que consigue resultados sorprendentes. Monta un laboratorio en su casa, y revela sus negativos en el baño. Consigue profesionalizarse, pero, a partir de 1933, los nazis marcan el paso en Alemania: el nazismo prohíbe a los «no arios» tomar fotografías en las calles, prohibición que Vishniac esquiva por el procedimiento de fotografiar a su hija Mara ante los escaparates de las tiendas o ante los carteles callejeros. Se incorpora a T’munah , una asociación de fotógrafos judíos, pero la sombra de Dachau cae sobre toda la vida intelectual alemana. En 1934, Deutsche Presse había publicado los nombres de fotógrafos «arios» autorizados a trabajar, y Vishniac no está entre ellos. La llegada de Hitler al poder, ha cambiado la piel de Berlín: a partir de 1934, Vishniac empieza a tomar fotografías de los judíos alemanes, y, en 1935, ya bajo las leyes racistas de Núremberg, la sede parisina de la AJDC (American Jewish Joint Distribution Committee, o, simplemente el «Joint» como lo denominaban en la época) le encarga documentar la vida de los judíos de Europa central y oriental, dentro de una campaña para conseguir fondos para las actividades de socorro que desarrolla. Vishniac hará ese trabajo durante cuatro años.
Vishniac simulaba ser un vendedor ambulante de textiles y ropa, función que justificaba su abultado equipaje. En ocasiones, tuvo dificultades para cumplir el encargo del Joint, como cuando lo encarcelaron en Checoslovaquia, o cuando visitó Zbąszyń , también por encargo de la AJDC, donde se amontonaban miles de judíos polacos expulsados por la Alemania nazi. El gobierno de Varsovia había publicado un decreto anulando los pasaportes de polacos en el extranjero a partir de finales de octubre de 1938, por lo que sólo podrían volver a Polonia solicitando un permiso especial: esa decisión llevó al gobierno nazi a adelantarse, detener a diecisiete mil judíos polacos residentes en Alemania y expulsarlos hacia la frontera, a Zbąszyń , una pequeña ciudad que había sido alemana y se convirtió en polaca al término de la gran guerra, y hacia otras poblaciones cercanas. Allí llegó Vishniac, dispuesto a fotografiar a los deportados, que deben vivir en establos de caballos; capta, por ejemplo, en una litera de camastros, a una niña de once años, Nettie Stub, que habían expulsado de Hannover, y a quien la Cruz Roja rescatará para enviarla a Suecia, gracias a la fotografía de Vishniac.
En esos años, visita Vilna (entonces, bajo Polonia), y las también polacas Zbąszyń , Łódź , Varsovia, Lublin, Cracovia; y Bratislava, Trnava y Mukacevo, en Checoslovaquia (Mukacevo pasará después a ser territorio soviético, ucraniano, tras la guerra); Galitzia y Rutenia. Todas las escenas que capta son imágenes en blanco y negro, aunque hizo algunas, pocas, en color, como la del vendedor de ropa de los Cárpatos rutenos ante quien se agolpan las mujeres. Su vida y su familia siguen estando en Alemania, y no las olvida. En 1937, envía una postal a su hija, a Berlín, de dos muchachos judíos leyendo en un atril, en Mukacevo; quiere que conozca la condición de quienes, como ellos, profesan la fe del viejo testamento.
A veces, la historia se desboca: la deportación forzosa desde Alemania de aquellos judíos, indignó a muchos hebreos polacos, y, para vengarse, uno de ellos, un polaco-alemán llamado Herschel Grynszpan, mató a un funcionario alemán de la embajada parisina, Ernst vom Rath, el 7 de noviembre de 1938, hecho que precipitó la decisión nazi, dos días después, de lanzar la Kristallnacht , la noche de los cristales rotos, el siniestro pogrom que enseñó al mundo, por si había alguna duda, el rostro del nazismo. Las negociaciones entre Berlín y Varsovia, en enero de 1939, permitieron volver a los deportados a Alemania para liquidar sus propiedades y, después, viajar a Polonia, en un período que debía finalizar durante el verano de ese año. No pudo completarse: Hitler invadió Polonia el 1 de septiembre, iniciando lo que se convertiría en la II Guerra Mundial. En esos días, Vishniac pasa a la clandestinidad, pero ya había capturado buena parte de las imágenes de un mundo que iba a desaparecer, y por las cuales lo recordamos a él mismo.
Trabaja en Francia: en Niza hace una película para los círculos judíos. Realiza también dos películas mudas, en 1938, sobre la vida de los judíos rutenos y galitzianos, y llega a Holanda, a Slootdorp, al norte de Amsterdam , en 1939, para documentar la vida de los judíos que se preparaban para viajar a Palestina. En Slootdorp, otra organización judía, la Stichting Joodse Arbeid, había creado el Joodse Werkdorp Nieuwesluis , un centro para enseñar técnicas agrícolas a los hebreos, recursos que después utilizarían en Palestina, a donde pretendían viajar. Las fotografías que hace entonces Vishniac recuerdan las composiciones de Ródchenko . La guerra ya ha ensangrentado las tierras polacas y amenaza a Francia, que ya no es segura.
A finales de 1939, Vishniac entrega sus negativos a su amigo Walter Bierer para que los lleve a Estados Unidos, y, poco después, es detenido por la policía e internado durante tres meses en el campo de Ruchard, en Indre-et-Loire, hasta que las gestiones de su mujer consiguen su libertad. Ya están decididos a abandonar Europa, y consiguen finalmente los visados para entrar en Estados Unidos. En diciembre de 1940, Vishniac consigue embarcar con su mujer y sus dos hijos, desde Lisboa, en un buque de la marina norteamericana, el S.S. Siboney , que llega a Nueva York el último día del año, o, según otras fuentes, el día de año nuevo de 1941. Algunos negativos los escondió en su propia ropa, aunque la mayoría quedaron al cuidado de su padre, que permanecía en Francia, en territorio de Vichy. Vishniac dejaba atrás el horror de la guerra, pero, para Europa, lo peor estaba por llegar. Empieza a trabajar como retratista en Nueva York, y captura la vida de los judíos americanos y los emigrantes; a veces, se cuela para fotografiar, como hizo con Einstein, en Princeton; y conoce a personajes de la vida cultural y artística, como Molly Picon, la gran estrella del cine y el teatro yiddish, hija de judíos polacos.
En enero de 1944, Vishniac expone sus fotografías de la Polonia de preguerra en los locales de la YIVO (Yidisher Visnshaftlekher Intitut, un organismo fundado en Vilna en 1925, y que se había instalado en Nueva York). Una segunda exposición, un año después, mostrará sus imágenes de los judíos de Rutenia y de Galitzia. Se abre camino, y por su estudio desfilan artistas, intelectuales y científicos, y empieza a fotografiar la noche neoyorquina, el Café Society, el club de jazz Village Vanguard, y el famoso cabaret Leon & Eddie’s de la calle 52, mientras documenta el trabajo de las organizaciones judías en actividades de solidaridad y en hospitales, aunque estas fotografías son prácticamente desconocidas por el público; así como la vida en Chinatown y las consecuencias que la guerra tiene para los habitantes de Nueva York: su cámara trabaja sin descanso.
En 1947, se ha convertido en ciudadano norteamericano, se ha divorciado, y vuelve a Europa, para fotografiar de nuevo a los supervivientes del horror nazi, las ruinas de Berlín, la vida tras la catástrofe. «Joint» y United Jewish Appeal le encargan fotografiar los campos donde viven los judíos supervivientes, la distribución de alimentos, la organización de una nueva vida. La creación de Israel, en 1948, y las nuevas leyes norteamericanas de acogida a refugiados, facilitan la emigración de judíos europeos hacia Estados Unidos e Israel, hasta el punto de que los campos para judíos abiertos por las tropas norteamericanas y británicas en 1945, tras el informe Harrison, son clausurados en 1952. Vishniac fotografía también las ruinas de Berlín, las huellas del naufragio, las calles de su viejo barrio de Wilmersdorf, donde había vivido en los años veinte y treinta; esas imágenes están hoy depositadas en el ICP de Nueva York pero son prácticamente desconocidas por el público.
Había empezado la segunda mitad de su vida en Estados Unidos, y se empeña en nuevas ideas. Trabaja como profesor de biología, y tanto la investigación como la pedagogía artística ocupan su tiempo. En las décadas de los cincuenta y sesenta hizo un meritorio trabajo de fotografía microscópica, y, también, centenares de películas y documentales científicos sobre biología, genética, sobre la vida de los insectos o los microorganismos marinos, entre otras muchas, innovando con procedimientos ingeniosos y con una admirable paciencia para captar aspectos de la vida que nunca se habían documentado con la fotografía; todos esos materiales se guardan hoy en la University of South Carolina. Su hijo Wolf muere en 1973 durante una expedición científica a la Antártida, pero él sigue trabajando, sin descanso, hasta el fin, en 1990. Era un decidido sionista, un partidario del nacionalismo judío, que, sin embargo, tantas desgracias llevaría a Oriente Medio; era un fotógrafo que señala el sufrimiento de los judíos que padecen el boicot antisemita, que muestra los mutilados por los pogromos, los que son despedidos de las fábricas por su condición de judíos. Vishniac, más que cualquier otro fotógrafo, ha educado nuestra mirada sobre cómo eran las poblaciones judías de la Europa de entreguerras.
Todas esas imágenes en blanco y negro removían la conciencia de los ciudadanos honestos, aunque se ha acusado a Vishniac de alterar situaciones y fantasear con la vida de los personajes que retrataba, como hizo con la niña de The Only Flowers of her Youth , en 1938, (novelada después por Miriam Nerlove en Flowers On The Wall): la historia de Sara, la niña varsoviana que debe quedarse sola, y que pinta flores («las únicas flores de su juventud») en la pared de su sombría casa, un sótano, mientras fuera el mundo judío conoce la persecución y la desgracia. No era así, y Vishniac lo sabía, pero inventó la historia. También lo hizo con la niña de la botella de leche en Łódź, y en otras ocasiones. Vishniac fotografiaba deliberadamente los aspectos más sórdidos de la vida de las comunidades judías, mostraba a los más pobres, los piadosos, como una forma de conmover el corazón de los judíos, y de los «gentiles», que vivían en otros lugares del mundo. No es extraño, por ejemplo, que el libro de Isaac Bashevis Singer sobre el niño que crece en Varsovia (A Day of Pleasure: Stories of a Boy Growing Up in Warsaw), fuese ilustrado con la célebre imagen de otro niño, David Eckstein, que Vishniac había fotografiado en la escuela elemental judía de Brod, y que, después, sobrevivió a cinco campos de exterminio, incluido Auschwitz, hasta que fue liberado por el Ejército Rojo. Era uno de los niños que miran tras las alambradas la llegada de los soldados soviéticos y el fin del horror, y vive todavía. Porque el mundo de las fotografías de Vishniac era el de los pobres, los perseguidos por todas las desgracias, los personajes que nos hablan en las novelas de Isaac Bashevis Singer, que se asoman en la oscuridad de Chagall, a quien también Vishniac fotografió.
Más allá del horror por los signos de la guerra de exterminio que siguen estando entre nosotros, más allá del estremecido recuerdo por la ferocidad nazi, y de la piedad por tantas víctimas, ¿ por qué nos fascina ese mundo judío desaparecido, ese empeño de Vishniac por salvar la memoria de los hebreos europeos?, ¿por qué nos conmueve saber que cuando los judíos neoyorquinos miraban las fotografías de Vishniac en 1938, esas comunidades estaban empezando a desaparecer? Nos fascina y nos conmueve porque conocemos el destino de casi todos ellos, porque sabemos que era un mundo que iba a dejar de existir, porque conocemos el final del camino, el término de las vías de los trenes de la muerte ante la puerta de Auschwitz. Ese mundo de sombras que nos enseña Vishniac, en 1930, en la Anhalter Bahnhof cerca de la Potsdamer Platz de Berlín; o la tranquila vida callejera, como esa señora que tira de su perrito en el barrio de Wilmersdorf, el mismo donde vivía Vishniac; y los niños que chapotean en el agua o van cargados con sus carteras escolares en la espalda en ese Berlín anterior al nazismo; la fotografía que nos muestra un cartel del barrio de Wilmersdorf donde aparecen Hitler y Hindenburg con una leyenda: «el mariscal y el cabo combatiendo con nosotros por la paz y la igualdad de derechos»; o la de su hija Mara ante una tienda berlinesa, ya con Hitler en la cancillería, donde vendían los instrumentos para medir el cráneo, con objeto de diferenciar a «arios» de «no-arios»; y la imagen del judío ante su balanza, en la pequeña tienda de Teresva, en los Cárpatos rutenos de Checoslovaquia, y el muchacho ante la puerta que ostenta un versículo de la Biblia: «Esta es la puerta por la que vendrán los justos», en Mukacevo: todas esas escenas, terminan en Auschwitz.
El bullicio de las calles Nalewki y Walowa, en el barrio judío de Varsovia, los cinco alumnos sentados en una rústica mesa en la escuela elemental judía de Mukacevo; el impresor en su taller de Bratislava, el chamarilero y el coleccionista de sellos; los niños ante el sotanucho donde viven, en la calle Krochmalna de Varsovia, la misma donde, en el número 10, vivía Isaac Bashevis Singer. El hombre que compra, en las barricas callejeras, arenques envueltos en papel de periódico para la comida del sabbath; y los estudiantes de la yeshiva del rabino Baruch Rabinowitz. La niña risueña del vestido a cuadros de Mukacevo; los vendedores ambulantes que vuelven a casa para el sabbath, y el maestro que señala el alfabeto hebreo en el cheder. El ropavejero que espera a sus clientes con las prendas colgadas de una valla de madera, en la calle; las mujeres judías que comercian en la vieja muralla de Lublin, y la vendedora de pan, con su cesta en el suelo; y la entrada a la casa del rabino Gedaliah. La sonriente niña de Łódź , que regresa a su casa con leche y una olla de sopa, imagen que sería utilizada por la AJDC con la leyenda: «Una botella de leche trae alegría a la cara de esta niña». La mercera que mira fijamente al fotógrafo, en el mercado de Varsovia, y el vendedor de manzanas en su carro de la calle Gesia de la capital polaca, y la mujer en su tienda del sótano, ante el aparador al nivel del suelo, en Vilna; las lavanderas en los ríos, los porteadores con el rostro tiznado, los tenderos, los niños de tirabuzones, los obreros de estaño empuñando sus martillos, las mujeres hutsules de Bucovina con sus trajes de fiesta, los hombres que trabajan y viven con sus familias en su taller, una habitación minúscula; y el niño con su ropa hecha jirones, del ghetto de Bałuty, en Łódź ; y el hombre que transporta carbón con su cesto atado a la espalda, en Varsovia, y el viejo hasid tocado con su shtreimel en el barrio de Kazimierz de Cracovia, caminando, como si se escuchasen bailes o bodas con música klezmer, derramando el alma judía; todas esas imágenes que congeló en el tiempo Roman Vishniac, todas esas miradas cautivas de una época de tinieblas, todas esas escenas de un mundo perdido, terminaron en Auschwitz.