«Hoy cambiamos el rumbo de nuestro país», decía la nueva presidenta de la Cámara de Representantes de EEUU, Nancy Pelosi, durante la toma de posesión en su nuevo cargo. Los demócratas se han mostrado decididos a actuar contra un sector comercial especializado en prisiones que mueve miles de millones de dólares. Las cárceles privadas se […]
«Hoy cambiamos el rumbo de nuestro país», decía la nueva presidenta de la Cámara de Representantes de EEUU, Nancy Pelosi, durante la toma de posesión en su nuevo cargo. Los demócratas se han mostrado decididos a actuar contra un sector comercial especializado en prisiones que mueve miles de millones de dólares. Las cárceles privadas se sirven del trabajo de los convictos en EEUU. La Correction Corporation of America (CCA), empresa líder del sector, se ha convertido en un auténtico imperio. Representa la mitad del mercado y forma parte de las cinco empresas más al alza en la bolsa de Nueva York.
En EEUU hay más de 2 millones de presos, la mayor población reclusa del mundo. Aunque el porcentaje de delitos no ha aumentado, el número de prisioneros es diez veces mayor que en 1970. Muchos se encuentran en uno de los más de 120 centros privados que engloban el Complejo Industrial de Prisiones. Este se aprovecha de una política penitenciaria que desde la «guerra contra las drogas», emprendida por Ronald Reagan en 1981, se basa en la represión y deja a un lado la educación y la reinserción.
La privatización de las cárceles no es algo nuevo. Hace un siglo fueron creadas en EEUU y las consecuencias fueron desastrosas. El argumento de quienes defendieron la creación de los centros penitenciarios privados en la década de los 80 era que reducirían costes al Estado y que estaban más capacitados para realizar los servicios de reinserción social. Pero un detallado estudio de la Universidad de Cincinatti en 1999 demostró que la reducción del gasto público, si existe, es mínima, y los criterios utilizados suponen siempre un recorte de los derechos fundamentales de los presos: limitan la atención médica, la alimentación, la limpieza y su vigilancia. Además, estos centros no son capaces de controlar la violencia, tres veces mayor que en las prisiones públicas.
El mayor negocio para esta industria es la explotación de una mano de obra barata y en constante aumento. En los «correccionales», como se denomina a las cárceles privadas, el trabajo de los presos no está sujeto a las leyes del salario mínimo y éstos no tienen protección social alguna, por lo que de forma continua sufren violaciones de sus derechos más básicos. Empresas como Microsoft, Starbucks y Colgate Palmolive han aprovechado la fuerza laboral de estos presos. Aunque los presos hayan mostrado interés en el trabajo y haya facilitado su reinserción, el salario neto que reciben, es de 1 a 2 dólares por hora, cifra inferior a la de los centros públicos, y en ocasiones son obligados a trabajar gratis.
El gobierno estadounidense quiere perpetuar este negocio. El endurecimiento de las leyes garantiza la alta ocupación necesaria para que sea rentable. Así surgió la guerra contra la droga y la «ley de los tres delitos», que facilita que al tercer tropiezo, aunque se trate de robar una pizza, el ladrón pueda ser condenado a prisión el resto de su vida. Aprovecharse de los más desfavorecidos se convierte entonces en el mejor negocio. El 63% de los encarcelados pertenece a minorías negra y latina, que son sólo una cuarta parte de la población estadounidense y más de 100.000 encarcelados son inmigrantes sin papeles. Bush prometió mano dura con la inmigración y la cotización de las empresas del sector creció aún más. Los indocumentados significan para ellas 230 millones de dólares al año en beneficios extras.
La mayoría de los estados gastan más en construir cárceles que en invertir en nuevas escuelas. La privatización se ha extendido a otros países como el Reino Unido, Australia y Puerto Rico. En un Estado de Derecho no cabe que la empresa lucre con el deber que tiene el Gobierno de hacer cumplir la condena pero, más importante, de reeducar y reinsertar a las personas que han delinquido. Es cuestión de principios: la privación de libertad humana es la condena; el respeto y otra oportunidad son sus derechos.