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El neoliberalismo distorsiona nuestra libertad de elección

Fuentes: Jacobin

Desde el siglo XVII, la concepción de la elección humana ha experimentado profundas transformaciones. En la era neoliberal, nuestra existencia se vio cada vez más dominada por una idea de libertad especialmente individualista y orientada al mercado.

El artículo que sigue es una reseña de The Age of Choice: A History of Freedom in Modern Life, de Sophia Rosenfeld (Princeton University Press, 2025).

A veces se dice que los seres humanos nos definimos por nuestra capacidad de elegir. Es decir, no actuamos solo por instinto: elegimos qué hacer y cómo hacerlo. Esto es parte de lo que significa ser humano.

Immanuel Kant, el influyente filósofo alemán de la Ilustración, contribuyó como pocos a transformar esta doctrina, en su día controvertida, en algo parecido al sentido común. Según él, la vida humana es una serie de elecciones. Decidir qué hacer es nuestra cruz. De hecho, mientras que la historia de Adán, Eva y la manzana prohibida se interpreta tradicionalmente como el relato de la entrada del mal en el mundo, Kant la reimaginó como el relato de nuestra importantísima transformación en seres conscientes de nuestras elecciones:

La ocasión original para abandonar el instinto natural pudo haber sido insignificante. Pero fue el primer intento del hombre de tomar conciencia de su razón como un poder que puede extenderse más allá de los límites a los que están confinados todos los animales. (…) [E]sta fue una ocasión suficiente para que la razón hiciera violencia a la voz de la naturaleza y, a pesar de su protesta, hiciera el primer intento de libre elección. […] Descubrió en sí mismo el poder de elegir por sí mismo una forma de vida, de no estar atado sin alternativa a una sola forma, como los animales. Se encontraba, por así decirlo, al borde de un abismo.

Este pasaje podría interpretarse en el sentido de que la elección se introdujo en el universo hace mucho tiempo y ha permanecido prácticamente inalterada desde entonces. Sin embargo, el excelente nuevo libro de Sophia Rosenfeld, The Age of Choice: A History of Freedom in Modern Life [La era de la elección: una historia de la libertad en la vida moderna], nos advierte contra este pensamiento ingenuo. Tras examinar la historia de actividades como las compras, el romance y el voto, Rosenfeld ofrece un relato cautivador del desarrollo de la elección desde sus primeras versiones hasta su forma actual. La elección, según muestra, ha evolucionado con el tiempo. Y si Kant tenía razón sobre su importancia fundamental para la vida humana, entonces también nosotros debemos haber cambiado.

Hoy en día, la actitud de la gente hacia la propia noción de elección parece más ambivalente que nunca. El neoliberalismo —ideología que tiende a valorar la elección sin restricciones como un bien absoluto— es ahora objeto de críticas por el consumismo crudo de la sociedad, el nihilismo creciente y la pérdida general de sentido. Para quienes, desde la izquierda, simpatizamos con esta crítica pero nos preocupa que el justo combate contra el neoliberalismo termine por cargarse también al socialismo liberal, el libro de Rosenfeld ofrece una importante oportunidad para la reflexión.

De hecho, quienes nos preocupamos por los efectos de los mercados sin restricciones en la sociedad podemos encontrar mucho material para la reflexión en sus más de cuatrocientas páginas, ya que la elección en la era moderna se ha transformado para fomentar el egocentrismo individual en lugar del florecimiento humano. Lo que se ha perdido con esta transformación, en mi opinión, es una forma de elección que requiere adoptar la perspectiva de otras personas y prestar atención a sus valores e intereses. Es un tipo de elección cuya pérdida es lamentable. Y en tanto la izquierda está interesada en dar voz al descontento generalizado con el neoliberalismo y sus efectos atomizadores, es una forma de pensar sobre la elección que debemos tratar de recuperar.

Comprar hasta el agotamiento

Consideremos el primer y más sencillo tema tratado en el libro: las compras. Ir de compras es una actividad que convierte la elección en algo así como un fin en sí mismo. Antes, una persona iba al mercado en busca de un artículo concreto que sabía que necesitaba y luego elegía con la ayuda del comerciante. Con la llegada de las compras, la gente empezó a entrar en el mercado sin un plan para comprar nada en particular a ningún vendedor en concreto: empezamos a dedicarnos a la actividad de elegir (o incluso solo a contemplar la posibilidad de tomar determinadas decisiones) por el simple hecho de elegir. Y ahora esta actividad parece haber llegado a un extremo antisocial: la mayoría de las veces compramos solos, por Internet, sin interactuar en absoluto con ningún vendedor.

Rosenfeld documenta este cambio a lo largo del tiempo y señala cómo diversas innovaciones en el ámbito de las compras han transformado la naturaleza de la actividad del mercado. Por ejemplo, la noción de un precio fijo para un producto fue algo que ocurrió en un momento concreto, a fines del siglo XIX, y que encontró una gran resistencia, dado que «eliminaba la dimensión personal, incluida la ayuda para elegir cuando había muchas variables que tener en cuenta para determinar qué objeto era más deseable que otro».

Aunque esta preocupación por la dimensión personal de las compras pueda parecer hoy un poco anticuada, resuena en las inquietudes de muchos pensadores políticos de la era moderna. Por ejemplo, cuando Adam Smith articuló su defensa de los mercados libres en La riqueza de las naciones, imaginó el mercado como un espacio en el que los individuos se encontraban en pie de igualdad con la esperanza de llegar a un acuerdo mutuamente beneficioso. Esto requeriría imaginar lo que necesita la otra persona, atender sus intereses y tratar de satisfacerlos para cultivar una relación respetuosa y solidaria. Estas eran las condiciones en las que se producían las elecciones de mercado, y se decía que tenían como objetivo la igualdad, la empatía y la sociabilidad (de hecho, según la filósofa política Elizabeth Anderson, esta es la razón por la que el apoyo al capitalismo se consideraba originalmente una posición de izquierda).

En los 250 años transcurridos desde entonces, la elección en un contexto de mercado se ha vuelto irreconocible. Comerciantes que no conocen a sus clientes venden cosas a clientes que no los conocen a ellos, y al vendedor le es indiferente si el cliente necesita o incluso desea lo que le está vendiendo. La satisfacción del cliente genera «lealtad a la marca» en lugar de sentimiento de pertenencia. Tanto vendedores como consumidores tienen incentivos para abordar las interacciones del mercado de una manera estrechamente individualista y egocéntrica.

Pero The Age of Choice se interesa por mucho más que nuestra vida económica, y el libro detalla cómo esta dinámica se extiende más allá de nuestra identidad como actores del mercado.

La evolución del romance

Según Rosenfeld, los salones de baile del siglo XIX marcaron un importante punto de inflexión en la historia de la elección en lo que respecta a las parejas románticas. El cortejo había sido históricamente un proceso cuidadosamente coreografiado, guiado por la familia y la comunidad. Pero en el salón baile, los hombres podían acercarse a las mujeres y pedirles un lugar en su tarjeta de baile, lo que abría todo un nuevo mundo para los jóvenes:

Las tarjetas de baile (…) nos sitúan firmemente en un mundo repleto de nuevas oportunidades y ocasiones para elegir entre múltiples opciones para ambos sexos. Las personas de diversas clases sociales de Europa y América en el siglo XIX no solo encontraron espacios y ayudas cada vez más específicos para hacerlo; a medida que avanzaba el siglo, el principio del «menú de opciones» también se fue afianzando como un esquema organizativo central que hizo que muchos aspectos de la vida fueran vagamente homólogos.

No cabe duda de que esta explosión de opciones fue liberadora en muchos aspectos. Pero, como sabe cualquier lector de Jane Austen, las normas que rodeaban el cortejo en la época victoriana eran todo menos laissez-faire. Las reglas formales y las costumbres informales llegaron a regular todos los aspectos de las relaciones con el sexo opuesto —antes, durante y después del baile— y el comportamiento de las mujeres era objeto de un escrutinio constante.

Puede ser tentador ver la evolución de las parejas desde la época de las hermanas Brontë hasta la de Tinder como un progreso constante hacia la liberación romántica: las aplicaciones de citas tienden a eliminar de la ecuación a los familiares entrometidos y a los vecinos chismosos (aunque parece que la insatisfacción con las citas online está creciendo). Sin embargo, Rosenfeld advierte a lo largo del libro que no hay que interpretar la historia de la libertad de elección cada vez mayor como una historia de progreso incondicional. Aunque solo menciona de pasada las citas del siglo XXI, el entorno romántico actual puede parecer el punto final natural del proceso que describe. En nuestra era neoliberal, el romance ha adquirido el carácter de una elección de consumo, despojado de gran parte de lo que consideramos valioso en él y animando a los participantes a atenerse a la lógica del mercado incluso en sus vidas amorosas.

Al fin y al cabo, encontrar una cita a través de una aplicación requiere «ponerse en el mercado» y «promocionarse» como si uno fuera un producto. Basta con ver la proliferación de guías sobre cómo escribir una biografía y elegir una foto de perfil, que recuerdan más a las estrategias publicitarias de un libro de una escuela de negocios que a consejos románticos. Implica rastrear los perfiles de otras personas y buscar una opción que llame la atención, de forma alarmantemente similar a como se examina el menú de cualquier aplicación de comida a domicilio. Y una vez que se ha planeado o completado una cita, muchos terminan adoptando una mentalidad mercantilista hacia su pareja, pensando si la elección que han hecho es la óptima, si hay mejores opciones disponibles y cómo conseguir de la forma más eficiente el afecto, el sexo o el matrimonio que buscan.

Quienes aceptan ampliamente la concepción neoliberal de la libre elección pueden responder a todo esto encogiéndose de hombros: ¿por qué tratar el amor o el sexo de forma diferente a las bebidas o el jabón que compramos en el supermercado? Por otra parte, algunos miembros de la derecha responden a la difícil situación del romance moderno presionando para que se recupere nuestro pasado reaccionario, cuando las normas tradicionales sexuales y de género se utilizaban como instrumentos de control social.

Pero, ¿cómo sería una alternativa verdaderamente emancipadora? El libro de Rosenfeld es más una invitación a reflexionar sobre preguntas como esta que un intento de responderlas. Sin embargo, el socialista utópico del siglo XIX Charles Fourier tenía algunas sugerencias radicales y bastante divertidas. Fourier era crítico con la institución del matrimonio, así como con lo que consideraba «restricciones sociales opresivas» que limitaban nuestra capacidad para disfrutar de nuestro poder sexual. En su obra póstuma Le nouveau monde amoureux (un texto que sería acogido por los hippies de los años sesenta más de un siglo después de su publicación), ofrecía una visión del amor abierto compartido con múltiples parejas, hombres y mujeres, jóvenes y mayores, convencionalmente atractivos y no tan atractivos.

Sin embargo, Fourier se oponía a cualquier sugerencia de que la libertad sexual que defendía debiera entenderse como un mercado libre para todos. En su opinión, un «mercado libre» en el amor conduciría inevitablemente a una forma de competencia perniciosa, dejando a muchos (los viejos, los feos, los discapacitados) muy empobrecidos.

En su lugar, ideó un sistema en el que las personas se emparejaban no solo en función de intereses sexuales compartidos o complementarios, sino también espirituales e intelectuales. A los posibles amantes se les ofrecían varias opciones entre las que elegir, y siempre se respetaba la posibilidad de rechazar una oferta, aunque se esperaba que las personas estuvieran abiertas a un abanico más amplio de posibilidades en un sistema no competitivo guiado por «casamenteros reflexivos».

Dadas sus premisas de que las personas, en general, vivirían mejor en relaciones poliamorosas, que los mayores y los jóvenes pueden formar parejas sin que se creen dinámicas de poder problemáticas entre ellos y que los posibles amantes se contentarán con emparejarse con otras personas independientemente de su género, yo sería reacio a defender el sistema de emparejamiento de Fourier en todos sus detalles (en cualquier caso, es probable que todo fuera una propuesta en tono lúdico, ya que el propio Fourier mencionó que probablemente tendríamos que erradicar la sífilis antes de poner su plan en práctica).

Pero lo interesante de su propuesta es su intento consciente de preservar y promover valores que se ignoran o destruyen cuando la elección de la pareja se trata como una simple decisión de mercado. Fourier se preocupaba por crear una sociedad ampliamente inclusiva, en la que la competencia sexual ya no dejara tras de sí una estela de solitarios amargados y privados de todo. E insistía en que la vida romántica no debía reducirse a la mera satisfacción de los deseos sexuales del momento, sino que debía permitir a las personas prosperar tanto física como espiritualmente. Imaginaba un mundo en el que las parejas potenciales fueran propuestas por alguien que pensara detenidamente en el carácter y las necesidades de cada persona en lugar de una aplicación que intentara atraer a una persona por cualquier medio para que eligiera a otra, fuera quien fuera y por cualquier motivo (o a seguir scrolleando y pagando por mejoras premium).

La idea principal de Fourier era que la elección de la pareja debía estar determinada por normas e instituciones que promovieran objetivos progresistas en lugar de estar motivada por los intereses de los actores del mercado privado. Si en la actualidad existe alguna oportunidad para que la izquierda desafíe el orden romántico imperante y sus supuestos libertarios, es una pregunta que hay que plantearse una vez que empezamos a examinar la noción de elección. Pero un buen punto de partida sería empezar por cuestionar la sensatez de poner nuestra vida sentimental en manos de entidades con ánimo de lucro.

El voto secreto

En agosto de 1872, la ciudad de Pontefract, en Gran Bretaña, celebró unas elecciones en las que se utilizó por primera vez el voto secreto en el país. La urna electoral fue una innovación histórica: en épocas anteriores, era habitual que las votaciones democráticas se celebraran en medio de ruidosos debates y deliberaciones, que concluían con una votación pública a mano alzada. Rosenfeld informa que periodistas que viajaron desde todo el país para presenciar las elecciones de la ciudad informaron sobre ellas como una especie de espectáculo curioso y luego, en un atisbo del mundo de los expertos políticos que estaba por venir, procedieron a especular sobre los pensamientos más íntimos de los votantes, que ahora votaban sin compartir sus razones.

Por supuesto, el voto secreto trajo consigo una cierta libertad. Ya no sería fácil sobornar (o amenazar) a alguien para que votara de una determinada manera, ya que las urnas impedían confirmar quién había votado a quién. Pero, al mismo tiempo, esta nueva práctica transformó el voto de un acto público por el que se rendía cuentas ante los conciudadanos a un acto esencialmente privado de expresión de preferencias:

En última instancia, la introducción del voto secreto a escala nacional y luego mundial contribuyó a consolidar varias hipótesis que eran nuevas para el pensamiento político (…). La primera es que, en materia de política, las personas «independientes» (…) tienen juicios y preferencias que pueden discernirse y medirse, al igual que cuando hablamos de bienes de consumo. (…) De esta premisa se deriva una segunda, que se plantea como un problema: es poco probable que estos juicios y preferencias sean compartidos por todos, incluso si se centran en el bien común, precisamente porque están arraigados en gran medida en valores, gustos, aspiraciones y conciencias personales y privadas.

Desde una perspectiva filosófica, las urnas transforman el proceso democrático, que aspira a empoderar a «todo el pueblo [para] gobernar sobre todo el pueblo», como dijo Jean-Jacques Rousseau, en un escenario más parecido al de (una vez más) la competencia de mercado. Ya no se anima a las personas a considerar su voto como un acto público que debe justificarse ante sus conciudadanos, sino que se les incentiva a tratarlo como un instrumento para promover sus preferencias personales derrotando a los demás en las urnas.

Aunque se reconocen los avances liberadores logrados gracias a la posibilidad de emitir el propio voto sin estar sujeto a presiones, el motor de estos avances es un sistema que minimiza el sentido de la responsabilidad civil y social que se podría pensar que conlleva el derecho al voto. Aunque hoy en día los votantes pueden, por supuesto, participar en debates y discusiones interminables con sus aliados y oponentes políticos, cada vez son menos quienes parecen pensar que existe un deber público de mirar a los demás ciudadanos a los ojos y ofrecer una justificación de su voto. En el cuarto oscuro, uno se siente libre de votar por cualquier motivo, por más frívolo, desinformado, egoísta o incluso vengativo que sea. Dar explicaciones a los demás se ha convertido en algo moralmente opcional y secundario a la actividad de votar.

Esta tendencia no puede augurar nada bueno para la democracia. Sin embargo, no está claro qué hacer al respecto, ya que no parece que se vayan a celebrar asambleas deliberativas nacionales. En mi opinión, la política local, si es dinámica y sólida, ofrece oportunidades para trabajar y deliberar con los demás ciudadanos en pie de igualdad. Se sabe que este tipo de relaciones, cuando se desarrollan a lo largo del tiempo, fomentan culturas de cooperación, en las que las personas atienden las necesidades y los valores de los demás, trabajando para alcanzar compromisos y objetivos comunes.

Se suele señalar que muchas políticas importantes se deciden a nivel local —en materia de vivienda, regulación medioambiental, educación, etc.— como medio para incentivar la participación en ese nivel y que esta deje de disminuir, como lo viene haciendo hace tiempo. Pero tal vez deberíamos hacer esfuerzos por reforzar la política local por otra razón: es el lugar donde mejor se puede apreciar la forma de una elección democrática animada por un espíritu más comunitario y cívico. Y lo mismo puede decirse de los sindicatos, cuyo declive va siempre de la mano de una creciente atomización social y un giro hacia la derecha de los votantes de clase trabajadora.

Tomar mejores decisiones

Ya sea en el supermercado, en las aplicaciones de citas o en el cuarto oscuro a la hora de votar, la tendencia en la era neoliberal es hacia una concepción de la elección que aísla a la persona de las perspectivas y los intereses de los demás. Compramos y vendemos productos sin molestarnos en preguntarnos si estamos haciendo lo correcto con la persona que está al otro lado del intercambio. Buscamos parejas románticas como si eligiéramos platos de un menú, facilitados por algoritmos que maximizan los beneficios y son indiferentes al florecimiento de sus usuarios. Votamos como ciudadanos atomizados con la esperanza de conseguir lo que queremos, sin entrar imaginativamente en el punto de vista político de los demás con la esperanza de perseguir juntos el bien común.

The Age of Choice es también sumamente revelador sobre una serie de temas que no he tratado aquí, como el feminismo y la elección reproductiva, la selección de la religión organizada y la fe o la psicología de la publicidad. Pero, en términos más generales, el libro es una invitación a reflexionar sobre la forma en que nuestra naturaleza como «seres que eligen» interactúa con las formas sociales y económicas a lo largo de la historia. En las últimas décadas hemos asistido al predominio creciente de una concepción de la elección egocéntrica y mercantilizada, que está dejando indiferente a un número cada vez mayor de personas. Dada la importancia central de la elección en la vida humana, encontrar formas más colectivas y sociales de pensar sobre este concepto resulta esencial para abordar las innumerables crisis de nuestra era.

Paul Schofield enseña filosofía en el Bates College de Maine.

Traducción: Florencia Oroz

Fuente: https://jacobinlat.com/2025/04/el-neoliberalismo-distorsiona-nuestra-libertad-de-eleccion/