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Elecciones en Venezuela

El ocaso de los ídolos

Fuentes: Panama Revista

El tono entrecortado con el que la presidenta del Consejo Nacional Electoral, Tibisay Lucena, anunció los resultados pasada la medianoche del domingo no era más que una expresión corporal de lo que significaban esos números. Aunque ya se descontaba un triunfo de la oposición agrupada en la Mesa de Unidad Democrática (MUD), los guarismos superaron […]

El tono entrecortado con el que la presidenta del Consejo Nacional Electoral, Tibisay Lucena, anunció los resultados pasada la medianoche del domingo no era más que una expresión corporal de lo que significaban esos números. Aunque ya se descontaba un triunfo de la oposición agrupada en la Mesa de Unidad Democrática (MUD), los guarismos superaron cualquier pronóstico previo sobre un posible -pero al fin más estrecho- triunfo de la oposición que quizás no se tradujera en una mayoría significativa en la Asamblea Nacional, que el chavismo venía controlando cómodamente. Ignacio Ramonet, de hecho, decía desde el plató de Telesur que una cosa eran los votos y otra la cantidad de diputados. Pero todo eso estalló por los aires cuando Tibisay resumió la nueva composición parlamentaria: la MUD 99 diputados, y el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) 46 (aún falta asignar 22 escaños). Eso es lo que el bloque oficialista tenía hasta ahora.

Maduro apareció sombrío en la pantalla de televisión, los aplausos a sus intentos de reafirmar la moral se vieron bastante forzados y su discurso tuvo un núcleo contradictorio que posiblemente él mismo no llegó a percibir: a la vez que mencionaba que «triunfó la democracia» -en efecto, votó un impresionante 74,25% en un país marcado por la abstención- señalaba que los resultados evidenciaban el éxito de la «guerra económica» y de la contrarrevolución y llamaba a resistir desde las catacumbas (como si ya estuviera fuera del Palacio de Miraflores).

Frente a esto surgen varias lecturas: desde los sectores nacional-populares se suele achacar (casi) todo al enemigo externo, sin poder explicar por qué, por ejemplo, Evo Morales tiene una economía estable desde hace diez años -con el mismo ministro de economía desde que puso un pie en el Palacio Quemado- y Venezuela tiene una economía en crisis permanente: desabastecimiento, tipos de cambio que van desde los 7 a los 700 Bolívares, corrupción masiva y descontrol inflacionario. Si el término «tecnopopulismo» -que usa Carlos de la Torre para el caso ecuatoriano- es válido para describir los esfuerzos meritocráticos de Rafael Correa, en Venezuela hay una suerte de «caos-populismo», en el que la guerra económica es solo una variable -en parte derivada de los propios incentivos de economía política a la especulación- de la que participan también los militares y la boliburguesía, además de infinidad de «bachaqueros» pertenecientes a los sectores populares.

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La columna de Ronald Denis en Aporrea el 28/9/2015 («Adios al chavismo»), más allá de que las posiciones de este ex ministro de Chávez sean a veces políticamente algo ingenuas, introduce un elemento fundamental: además del análisis ideológico sobre el carácter de la revolución de viejo cuño, es necesario introducir las tonalidades gangsteriles de una gran parte de la dirección chavista. El oscuro y aun poco claro affaire de los «narcosobrinos» (sobrinos de la Primera Dama, llamada Primera Combatiente) es la última expresión de la opacidad de la elite bolivariana.

Desde los sectores nacional-populares situados más a la izquierda, la lectura es algo diferente: el problema sería que no se profundizó en la revolución y no se creó más «poder popular» contra la «derecha endógena». Pero a menudo estos análisis pecan de voluntarismo y carecen de las dimensiones de sociología (y economía) política que permitan discutir su viabilidad y las razones por las que no se produjo esa profundización de la revolución bolivariana, predominó siempre el voluntarismo de Hugo Chávez y dejan en segundo plano los obstáculos severos que la construcción de un «hombre nuevo» -imagen poco feliz del guevarismo- enfrenta en estas tierras de mega-shoppings, consumismo real o aspiracional e imaginarios que combinan bolivarianismo con fuertes sintonías culturales con Miami. Es esta izquierda la que criticaba al kirchnerismo por ser demasiado poco chavista.

Finalmente, desde la izquierda trotskista, se apela a la infalible receta tradicional: como el chavismo no hizo una verdadera revolución, y se quedó en un tibio nacionalismo burgués, es responsable de «haber entregado el poder a la derecha» y cosas por el estilo. Como habría ocurrido con el kirchnerismo con Macri.

Se podría decir, como dice un rumano en la excelente película Bucarest 12.08, respecto a la caída de la dictadura de Ceaușescu, que «se hace la revolución que se puede» y posiblemente los venezolanos hicieron la que pudieron en un país petrolero y rentista, donde «sembrar petróleo» es la utopía permanente -y como tal inalcanzable- desde que apareciera el oro negro. Pero en todo caso, el tema es cómo (re)pensar la experiencia chavista de manera honesta, sin negacionismo ni evasión, sin hacer leña (hoy) del árbol caído y con una perspectiva productiva hacia el futuro de la región.

Uno de los problemas a enfrentar es que en el giro a la izquierda se incrustó demasiada cultura nacional-stalinista extemporánea: una suerte de mezcla de populismo sentimental y marcos interpretativos de la vieja izquierda antipluralista: a menudo el adjetivo «burgués» colocado junto a la palabra democracia suele servir para caer en visiones plebiscitarias y épico/emotivas de la política que desprecian las formas institucionales -incluso, hay que insistir, las creadas bajo este ciclo político, por ejemplo mediante reformas constitucionales- y habilitan cierto infantilismo que recrea con cierto tono de red social las luchas de los 70. Precisamente, para evitar triunfos de la derecha parece más necesario que nunca poder expresar los proyectos de cambio en una clave que los vuelva compatibles con la democracia -radicalizada pero no debilitada-. No es menor que hoy muchos de los discursos nacional-populares declinados en terminologías setentistas y playagironescas suenen algo ridículos y puedan ser crecientemente «refutados» por los nuevos discursos pot-ideológicos y post-políticos de las nuevas derechas, que más que restaurar a secas el viejo orden son también actoras de una disputa por el devenir latinoamericano.

Hasta ahora, pese a esta situación, entre el «pueblo chavista» y la oposición de la MUD existía una fuerte barrera de clase. Los chavistas, más allá de sus críticas, no votaban por los «enemigos», pero todo tiene un límite. Y eso se quebró por varias razones: la crisis llegó a niveles excepcionales (a la economía se suma la inseguridad que altera cualquier vida normal en Caracas, además de la corrupción impune y generalizada) y la oposición ha ido sabiendo debilitar sus aristas más clasistas y derechistas (en línea con la «nueva derecha» regional, como el macrismo argentino ). La MUD, que articula de manera no muy ordenada a una treintena de partidos no se cansa de repetir que su proyecto es «socialdemócrata». Freddy Guevara, 29 años, parte de la generación de estudiantes que se movilizaron en 2007 y uno de los líderes del partido Voluntad Popular de Leopoldo López, llegó a ubicar entre sus influencias «la socialdemocracia, el socialismo liberal, el anarquismo de Kropotkin y la democracia liberal». Todo eso puede convivir con vínculos con el uribismo o el Partido Popular español.

Por otro lado, la condena a López a trece años de prisión, en un proceso difícil de defender como tal, volvió a ese «niño rico», ex alcalde del Chacao y carilindo, un mártir preso en una cárcel militar en condiciones mucho más duras que el propio Hugo Chávez tras el golpe de 1992. Sin duda, López lideró la llamada «La Salida» en 2014, que derivó en unos 40 muertos en diferentes contextos, pero no obstante, eso no excluye el carácter político de su condena. Uno de los problemas de los gobiernos nacional-populares es que mientras consideran que sus procesos revolucionarios pueden tensar las instituciones heredadas (e incluso las nuevas) por su carácter conservador, exigen a los opositores un respeto sueco a la legalidad, y en ese hiato se cocinan diversas tensiones entre democracia y revolución, que en el caso venezolano se agravan por el carácter militar y militarizado del socialismo bolivariano (que Chávez recordara con admiración al dictador Pérez Jiménez no asimila al chavismo a una dictadura pero pone de relieve algunas de sus aristas ideológicas).

Por otro lado, que socialismo vuelva a rimar con mercado negro, colas, autoritarismo, desorden económico, «inventos» de diversa naturaleza para sobrevivir («matar tigritos») reactualiza los problemas del Estado, la gestión de la economía y la burocracia cuando se busca sustituir al mercado. El propio Chávez definió al modelo como un «socialismo petrolero muy diferente del que imaginó Marx»  y ese socialismo hereda y potencia diversos problemas del rentismo, del «Estado mágico» (F. Coronil) y de la incapacidad para producir (¿acaso la «guerra económica» y el desabastecimiento no están asociados a la importación de casi todo lo que se consume en el país?).

El cierre de la frontera con Colombia en el estado de Táchira se vincula con el mismo problema: la corrupción y el contrabando, sobre todo de combustible, que en Venezuela es casi gratis (corrupción en la que están también involucrados los funcionarios de oposición que gobiernan estados fronterizos). Llenar un tanque de un automóvil promedio cuesta unos 4 bolívares, mientras que una cajita de chicles llega a 60. Pero a esto se suman los cuatro tipos de cambio, que van desde 6,30 (el que se usa para importar medicinas y alimentos) hasta 700 bolívares (el dólar paralelo), pasando por uno de 13,50 (que se utiliza para bolivarizar los gastos de los viajeros que consiguen permisos) y otro de unos 200 bolívares.

 

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En este marco, que la dirigente chavista Jacqueline Faría haya dicho en una jornada de reparto de alimentos que las colas le parecían «sabrosas» y llamara a disfrutar de ellas, puede ser leído como un ejemplo de la desconexión entre la elite y el pueblo bolivariano, además de una provocación bastante infame. Y su visión de la revolución también resulta significativa: «salen de su casa, vienen con su bolsita, compran y se van para su casa… eso es la revolución, lo que nuestro presidente Maduro ha ordenado, así que vamos a disfrutar de estas colas sabrosas para el vivir viviendo» (al menos Perón decía del trabajo a casa y de casa al trabajo, no de la cola).

Mientras estaba Chávez, su carisma irrefrenable podía domar en parte al león, pero eso ya no es posible con el liderazgo mediocre de Maduro y su doble comando con Diosdado Cabello, representante de sectores militares y boligurgueses. Maduro intentó, durante la campaña, resucitar a Chávez, pero claramente eso ya no fue suficiente. Más grave que la propia crisis, es la incapacidad de la dirección bolivariana de mostrar alguna luz al final del túnel . Si la política, como dijo una vez Néstor Kirchner, es «cash más expectativas», el madurismo no tiene suficiente cash, debido a la baja de los precios petroleros, y ya es incapaz de generar expectativas de un futuro diferente. Y como ocurre en otros países, «lo conseguido» no puede ser una bandera eterna para conquistar el voto, especialmente cuando «lo ganado» ya es puesto en riesgo por la propia realidad.

Más que al Chile del 73, la situación venezolana tiene aires de familia con la derrota sandinista de 1990, en medio de una crisis moral del proyecto, que sucedió a una (en ese casí sí) guerra sin cuartel del reaganismo imperial. Que Maduro haya «reconocido» los resultados y abandonado la resistencia anunciada al triunfo de la derecha posiblemente fuera la única opción en la noche del domingo pero no deja de ser un sano reflejo hacia cierta normalidad.

Pero es la dimensión de la derrota la que la vuelve cualitativa y pone en cuestión la propia supervivencia del chavismo tal como lo conocemos y sus posibles rconfiguraciones. También la mayoría opositora obligará a la MUD a pensar salidas  pactadas a la crisis. Con 100 diputados se posee mayoría de 3/5 para, por ejemplo, imponer voto de censura y destitución contra vicepresidente y ministros. Con 111 diputados se cuenta con mayoría calificada de 2/3 y se puede convocar a una Asamblea Constituyente (golpe parlamentario) que obliga a elecciones generales para renovar a los representantes máximos de los 5 poderes públicos- recuerda un artículo de Jesús Silva -que se define como un «chavista sin enchufe»- en la página Aporrea. Por ahora la MUD tiene 99 pero faltan asignar varios curules.

En este marco, hablar de «fin de ciclo» no parece aportar nada significativo, el problema ya no es el «ciclo» sino cómo se posicionan y reposicionan las fuerzas favorables al cambio social progresista frente a una multiplicidad de problemas políticos, económicos e ideológicos en los que se está disputando el devenir de la región. De hecho, el nuevo «ciclo» venezolano será un espacio de disputa entre un chavismo debilitado -y quizás a partir de ahora más dividido- y una oposición que deberá unificar criterios entre las múltiples fuerzas. Posiblemente ni el Ejército Blanco a las puertas de Miraflores, ni la Liberación del yugo chavista que Vargas Llosa o el lobbysta Felipe González ya están barruntando.

La amnistía de López y otros presos será posiblemente una de las primeras batallas. Sin duda, comenzará una etapa en la que el chavismo, por primera vez, deberá compartir el poder. Y la oposición, con poder parlamentario, comenzar a actuar, también en el terreno institucional que algunos de sus miembros más radicales habían desahuciado. El desafío, entonces, para las izquierdas es poder pasar a dar la pelea en escenarios menos épicos y más normales, con menos certezas de victorias finales y más energías puestas en el «movimiento» (me tomo esta licencia bernsteinana entre tanta retórica épica descontrolada y a menudo desconectada de la realidad real de parte de la izquierda latinoamericana; quizás en ese movimiento más allá de las intenciones del socialdemócrata alemán encontremos algunas claves para un reformismo radical capaz de interactuar con la democracia y la «posmodernidad», en un mundo «hostil» que suele torturar demasiado las almas de las izquierdas, a veces más catárticas que propositivas).  Así evitamos un tipo de populismo que sostiene que el pueblo siempre tiene razón, salvo cuando vota contra nosotros.

Pablo Stefanoni :: @PabloAStefanoni