El Tribunal de Justicia Europeo ha sentenciado que es legal que trabajadores de una subcontrata de Polonia que ejecutaron una obra pública en la Baja Sajonia no percibieran el salario mínimo vigente en el convenio colectivo de este land alemán -cobraron únicamente la mitad-, ya que esta exigencia «hubiera redundado en la pérdida por dichas […]
El Tribunal de Justicia Europeo ha sentenciado que es legal que trabajadores de una subcontrata de Polonia que ejecutaron una obra pública en la Baja Sajonia no percibieran el salario mínimo vigente en el convenio colectivo de este land alemán -cobraron únicamente la mitad-, ya que esta exigencia «hubiera redundado en la pérdida por dichas empresas de la ventaja competitiva que se deriva de costes salariales más bajos». De esta forma, el Tribunal Europeo se opone a que un Estado miembro exija a las adjudicatarias -y subcontratas- de obras públicas que paguen a sus obreros lo fijado en el convenio de ese territorio. Esta sentencia sienta un precedente peligroso en el ya desregulado e inseguro mundo laboral, y ejemplifica la erosión constante a la que se ven sometidos hoy los pilares del Estado-nación, incluso en su mismo concepto de soberanía; así hasta llegar a la paradoja de que leyes y convenios vigentes en un Estado no se apliquen dentro de su propio marco territorial, cediendo el Estado su soberanía sobre la población no nacional que se encuentra en su espacio geográfico; todo ello para eliminar cualquier freno al crecimiento de los beneficios de las empresas.
Este nuevo atropello a los trabajadores se incluye en la Directiva Bolkestein bajo el denominado «principio del país de origen», el cual permite que las empresas de servicios se sometan únicamente a las normativas de los Estados donde tienen su sede social, con el objetivo de conseguir para Europa -según los acuerdos aprobados en la Cumbre de Lisboa- la «economía más competitiva y dinámica del mundo antes del 2010», a costa, eso sí, del sacrificio de las personas. Esta Directiva, que lesiona gravemente el Estado de Bienestar, permitirá ahondar en la privatización de los servicios públicos, deteriorando las condiciones laborales y sociales; y socavará las leyes nacionales, desgastando todavía más el papel del Estado.
Y es que en este contexto de globalización, en el que las reglas son dictadas pocas veces por el poder político -simples títeres que sirven, en esencia, para legitimar los mandamientos de los poderes económicos-, se necesitan, por una parte, Estados mermados en su soberanía y toma de decisiones, lo que se ha conseguido con su disolución en estructuras asociativas más económicas que políticas (como la UE), defensoras acérrimas del desvestimiento competencial de los países miembros. La UE, desde esta perspectiva, se limitará cada vez más a garantizar el cumplimiento de variables monetarias y fiscales de estabilidad macroeconómica, alejándose de la llamada Europa social; y, por otro lado, son también sumamente útiles los Estados con estructuras políticas casi inexistentes o endebles, recién nacidos producto de la proliferación de procesos nacionalistas o directamente secesionistas, fomentados desde el exterior, como es el reciente caso de las provincias más ricas de Bolivia. Estos países serán siempre más permeables a la penetración de las trasnacionales, a la privatización de los servicios públicos, y a la pérdida del control sobre sus recursos (no hay sino que mirar a África). Frente a éstos, lo que más incomoda al capitalismo neoliberal en sus objetivos de expansión son los Estados nacionalizadores de sus recursos, los que intentan ser proteccionistas en algunos sectores estratégicos, como el energético; los que le ponen alguna cortapisa al capital «circulante», como Venezuela, Bolivia o Ecuador.
El poder en este mundo multipolar se distribuye de forma muy compleja; no emana de forma clara y fluida de las instituciones internacionales y de los Estados, sino que intervienen fuerzas económicas que se instalan fuera del control del sistema político -aunque vayan de su mano y sus protagonistas sean casi intercambiables-, fuerzas que presionan para que los gobiernos actúen en defensa de sus intereses y que cuentan, para este objetivo, con una red de comunicación global que se encarga de dar credibilidad al sistema, haciendo prácticamente innecesario el uso de la coacción. La economía se organiza, interrelaciona y expande de forma global, contando con instituciones económicas que sirven a sus propósitos mercantiles, sin embargo no existen organismos políticos de carácter internacional que puedan desempeñar la función protectora de un verdadero Estado del Bienestar. Ante este vacío institucional y ante las terribles repercusiones sociales de una economía diseñada a la medida de las grandes empresas y no de las personas, el Estado debe recuperar protagonismo y fortaleza, no ceder sus competencias tradicionales y servir más que nunca como garante del interés general.