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Reseña de Caminando (“Still Walking/ Aruitemo aruitemo”. Hirokazu Kore-eda, 2008)

El peso de la familia

Fuentes: Rebelión

Decía August Strindberg en uno de sus más celebrados exabruptos que la familia era esa sagrada institución donde los niños son torturados antes de decir su primera mentira. Tamaño aserto, el primero de toda una serie de invectivas contra dicha institución, fue rentabilizado por Bertolucci en una de las escenas más climáticas de El último […]

Decía August Strindberg en uno de sus más celebrados exabruptos que la familia era esa sagrada institución donde los niños son torturados antes de decir su primera mentira. Tamaño aserto, el primero de toda una serie de invectivas contra dicha institución, fue rentabilizado por Bertolucci en una de las escenas más climáticas de El último tango en París (1972) y es hoy lo más recordable de un film sobrevalorado y algo sermoneador. Sobre el papel de la figura del padre en el contexto familiar Elisabeth Roudinesco hizo algunas luminosas y sintéticas aportaciones en La famille en désordre (2002). El padre sólo es procreador en tanto es un padre por la palabra: «Por un lado el engendramiento biológico designa al progenitor, por otro la vocación discursiva delega en el padre un ideal de dominación…» [1] Ese principio de autoridad basado en el engaño, propiciador de vergonzosos secretos, cuando no de mentiras embarazosas, [2] es el que explora Hirokazu Kore-eda en su penúltimo film.

Se ha dicho que algo hay del cine de Ozu en esta historia donde Ryo, el hijo menor de los Yokoyama, visita a sus ancianos padres acompañado de su esposa viuda y del hijo de ésta. Pero será justamente el carácter atípico de tal núcleo familiar el que contribuya a desestructurar todo el frágil entramado superficial que tan precariamente sustenta el universo relacional de los personajes del film. Dice Carlos Losilla: «Mientras el Japón de Ozu se encontraba en trance de perder la memoria de sí mismo, el de Kore-eda la ha extraviado definitivamente y sólo puede recuperar retazos, fragmentos, que sustituyan finalmente el tejido de la película» [3] . Y es que entre la serenidad de Viaje a Tokio («Tokio monogotari». Yasujiro Ozu, 1953) y la tensión de algunos momentos de Still Walking se abre paso una diferente concepción del cine: si la temática puede antojarse similar, su resolución formal es distinta. Así se demuestra, por ejemplo, en la concepción de los pillow shots o planos vacíos, imagen de marca de Ozu, aquí convertidos en simples naturalezas muertas (el ikebana que recibe a las visitas y a nosotros como espectadores en el vestíbulo de la casa de los Yokoyama) o tensionales equilibrios entre la suspensión de la presencia humana y su retorno virtual: en el altar que honra la memoria del hijo muerto, sólo el retrato de éste aparece con nitidez (su duelo todavía no se ha cerrado) mientras la presencia de la familia se desdibuja tras el cristal de una ventana. Kore-eda, responsable también del montaje de su film, no duda en introducir la molestia visual en la percepción del espectador: mediante un abrupto salto de eje óptico que traslada la cámara al otro extremo de la mesa en torno a la cual está comiendo la familia, la frase del padre sobre la inconveniencia social de las viudas con hijos queda así convenientemente puntuada. No va a ser éste el único momento de tensión del film: cuando la madre imponga a la familia en un aparente (¿candoroso?) gesto nostálgico la escucha de una canción popular de los años setenta del pasado siglo -y cuyo estribillo da título al film- el largo plano fijo que la acompaña, con la cámara ubicada a espaldas del padre, nos habla muy a las claras del embarazo de éste ante un recuerdo silenciado en su memoria y que su esposa le arrojará, literalmente, a la cara a través de un cristal empañado mientras tome su baño vespertino. El adulterio del padre forma parte de lo reprimido y su emergencia hace aún más denso el ominoso silencio de los órganos de la familia.

En Still Walking el padre guarda un cerrado mutismo que sólo se rompe en sus estallidos de cólera y prefiere amurallarse en una imagen de médico, respetado en su jubilación pero incapaz de socorrer a su vecina en trance de muerte y cuyo patético rostro, marcado por la angustia de la enfermedad, abre el film. La palabra engendradora de la Ley es incapaz de ser pronunciada y frente a ella se erige el taciturno y por momentos cruel universo pulsional de la madre. Y, curioso, será ella quien propicie dos de los escasos movimientos de cámara del film cuyo gesto semántico configurador se sustenta en largos planos fijos: el travelling sobre las tumbas del cementerio precede al vertido del agua en la lápida del hijo muerto y una cámara móvil perseguirá, desde las manos de la madre, esa mariposa amarilla donde, en sus creencias animistas, se ha encarnado el alma del ausente. Y convocar anualmente al inútil y desmañado individuo cuya salvación originó la muerte del hijo será calificado por la propia madre como lo que es: un goce perverso en la mortificación del otro.

El saber del espectador se estructura en el film en torno a falsos recuerdos, olvidos y repeticiones: Ryo, patético, reivindica su protagonismo en una anécdota infantil que su padre atribuye al venerado primogénito y sólo recordará, en el autobús de regreso a casa, el nombre del luchador de sumo que había olvidado en su conversación con la madre. Dicho nombre también aparece a destiempo en la mente de su progenitora pero no lo transmite al padre, como una pequeña sevicia más contra él en ese permanente y agresivo retorno de lo reprimido que caracteriza sus relaciones. Y repitiendo el gesto de bañar la lápida de su madre en el cementerio con las mismas palabras por ella empleadas en la tumba de su hijo, al principio del film («Qué mejor que el agua»), Ryo también olvida quién le habló, por primera vez, de la historia del cambio de color (de blanco a amarillo) en las mariposas que sobreviven al invierno. Nuevamente el saber de la madre se pone en escena, como sus recetas culinarias y el espectador rentabiliza ese saber para así mejor gozar de la historia narrada. Pivotando entre el punto de vista del hijo de la viuda -una mirada ajena y distante a la familia Yokoyama -y la de Ryo, memoria irredenta anuladora de toda posible nostalgia, Kore-eda nos está hablando, en definitiva, del peso inconsciente de la institución familiar en la conciencia del sujeto. León Tolstoi le dijo, al parecer, a Iván Bunin que si describía bien a los vecinos de su pueblo sería un escritor universal. Concebida, en el ámbito personal, desde la muerte de sus padres, Hirozaki Kore-eda habla de los pesares que todas las familias del mundo pueden compartir. Esa es la grandeza de este magnífico film.

Notas

[1] Elisabeth Roudinesco: La familia en desorden, p. 24. Anagrama, Barcelona, 2004. Trad. De Óscar Luis Molina

[2] Secretos y mentiras («Secrets and lies») era, precisamente, el título que dio el cineasta británico Mike Leigh a su film de 1995 sobre la institución familiar.

[3] Carlos Losilla: «Mariposas amarillas. Still Walking, de Hirozaku Kore-eda, en Cahiers du Cinéma España, nº 24, p.29. Madrid, junio 2009.

Juan Miguel Company es doctor en Filología y Profesor Titular de Comunicación Audiovisual en el Departamento de Teoría de los Lenguajes y Ciencias de la Comunicación de la Universitat de València (España).


TITULO ORIGINAL Aruitemo, Aruitemo (Even If You Walk and Walk) (Still Walking) AÑO 2008
DIRECTOR Hirokazu Kore-eda
GUIÓN Hirokazu Kore-eda
MÚSICA Gonchichi FOTOGRAFÍA Yutaka Yamasaki REPARTO Abe Hiroshi, Natsukawa Yui, You, Takahashi Kazuya, Kiki Kirin PRODUCTORA TV Man Union WEB OFICIAL http://www.golem.es/stillwalking